Manuel Gutiérrez Aragón
Anagrama, 2009
ISBN: 978-84-339-7200-2
296 páginas
18€
Manolo Haro
Lobo Antunes ha aconsejado en alguna ocasión leer malas novelas para ver la tornillería y los engranajes que hacen que, tal vez, una buena idea se convierta en un montón de hojarasca. La recomendación se fundamentaba en la creencia personal de que los escritores se hacen leyendo a los maestros, pero también acercándose a los aprendices de brujo que adolecen en sus pócimas de la experiencia de los grandes hechiceros. Al hilo de esta cuestión, no me atrevería a decir que la primera incursión del director de cine Manuel Gutiérrez Aragón en la narrativa sea una novela de altos vuelos; más bien creo que iluminada por el sol del Premio Herralde de Novela 2009 algún que otro ingenuo lector se pringará las manos con la cera de las alas postizas que untan las grandes promociones y los premios de la casa.
La obra se podría enmarcar en un subgénero que ha corrido desigual fortuna desde que diera comienzo nuestro siglo recién estrenado. El cambio de paradigma en las hostilidades axiales tras la caída del muro de Berlín, con el consiguiente fin de la novela de espionaje, cuyo telón de fondo era la guerra fría, sumado a la querencia posmoderna de la relectura y el hecho de machihembrar lo real con el artificio novelístico, han trastocado los escenarios de la ficción. Los atentados del 11 de septiembre contra los tótems del septentrión capitalista desencadenaron una serie de reflexiones (El segundo avión, Martin Amis) y de novelas de/sobre/con atentado al fondo (El hombre del salto, Don Delillo; Al pie de la escalera, Lorrie Moore) que han intentado responder a algunas de las preguntas que quedaban en el aire y que han venido a configurar este reciente subgénero. En el caso de España, Blanca Riestra ya había sumado con su Madrid Blues una pequeña gluma a tal espiga. El peligro que existe al trabajar con un tema como el 11-M es que los filamentos del frágil vilano que queremos transportar pueden esparcirse por la página en blanco, dando como resultado un dibujo sin perfilar o un boceto que creemos terminado.
En el año 2024, dentro de un tren que realiza la ruta Bagdad-Lisboa-Bagdad sin paradas (los pasajeros se montan en marcha gracias a una especie de vagón de acceso en movimiento), se encuentran dos hombres. En un primer momento descubren que tienen en común su origen español. La conversación comienza entonces a fluir: ambos revelan que comparten una adolescencia asturiana, unos padres adúlteros, unas madres desdichadas y, en algún momento de sus vidas, un amor perdido y una relación directa con el mundo islamista. La luz de las copas reflejadas sobre el mantel de la mesa va cambiando a medida que van mudando las tierras y los vinos propios de ellas. El descubrimiento de una fatal coincidencia cambiará su relación para siempre.
La anterior sinopsis veloz puede que anuncie una serie de incipientes aciertos que luego no se concretaran en nada digno de mención. Estas dos Sherezades desgranan sus vidas en una noche de las 1000 restantes que no compartieron en ese convoy que tiene como origen y destino, sin paradas, un Bagdad desperfilado donde sonó originariamente la voz de la cuenta-cuentos. El lector traerá hasta su magín a los personajes de Extraños en un tren, ésos que planean intercambiar el objeto de sus asesinatos (padre y esposa, respectivamente) para no levantar sospechas. AL contrario que los anteriores, Martín y Ángel vienen con las muertes del 11-M a cuestas por diversas razones que el lector irá descubriendo página a página. Lo menos creíble de la relación de los dos protagonistas con los atentados de Atocha está en una serie de carambolas cabreantes que en lugar de sumar verosimilitud al relato se la resta de manera absoluta.
En cuanto al estilo tampoco se puede decir que La vida antes de marzo vaya a llevar a su autor a emparentarse con lo más granado de la novelística europea. Gutiérrez Aragón, como cineasta metido a novelista, podría habernos regalado una brillante galería de ambientes e imágenes; sin embargo, ofrece unas opacas perlas más dignas de un mal poeta nadando entre tópicos que de un narrador (“tenía –y seguro que tendrá aún – esos ojos oscuros por con puntos brillantes, de cómic, amigo mío, de dibujo manga”, p.39). Los diálogos presentan a personajes adultos hablando como adolescentes sobre cuestiones genitales o sobre la foto de las Azores (“¿Has visto la foto? Con los tres, el americano pasándole la mano por el hombro al presidente español, que luce un mechón agitado por el viento […]. Por esa foto en las primeras páginas de los periódicos del mundo piensa el presidente español que ha merecido la pena matar y morir, despedazar miembros y hacer estallar cráneos”, p.228). Nos topamos con ligeras aseveraciones buscando darle algo de color a los ambientes juveniles (“El dj tenía canas, pero conocía su oficio. Era sevillano y amante del hip-hop, cosa propia de los bares del sur” [sic], p.251). La planicie de los personajes, su maniqueísmo flagrante, no queda atenuada en ningún momento de la obra. Los principales pivotan sobre los secundarios, y ninguno de ellos sufre una evolución verosímil que nos haga sentir que estamos ante personajes de carne y hueso y no ante unos más que previsibles seres de novela.
El riesgo de intentar llenar de luz las zonas oscuras de la historia cercana se hace patente al resultar de ello una mera contribución pueril a los atentados del 11-M. A aquéllos que gusten de la literatura con tintes políticos les recomendaría la lectura de otros títulos más sesudos.
Daniel Defoe nació en 1660. Cuando tenía cuatro años la peste asoló Londres. El magistral Diario del año de la peste vio la luz en 1722, cuando ya había cumplido 62 años. El paso del tiempo siempre puede salvarnos de los tropiezos en los acantilados del ridículo.
2 comentarios:
Desconfiaba del engengro. Ahora desconfío todavía más.
Zapatero a tus zapatos. Aunque tampoco es que Manuel Gutiérrez Aragón sea ningún Buñuel, desde luego.
Engendro, quise decir, claro.
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