Braulio Ortiz Poole
Fundación José Manuel Lara, 2011. Colección "Vandalia"
ISBN: 978-84-96824-70-6
122 páginas
11,90 €
Prólogo de Antonio Lucas
Juan Carlos Sierra
En los años de facultad uno estudia cosas útiles, interesantes, apasionantes, pero también materias inútiles, plomizas, desesperantes; existe, no obstante, otra categoría de conocimiento que se adquiere en la facultad, el del género exótico, como aquella asignatura que cursé en el último año de carrera que tenía un título tan rimbombante como sugerente: Filosofía China en la Escritura y la Caligrafía. De aquel curso completo, con sus dos cuatrimestres, solo recuerdo un par de expresiones en chino, una nebulosa de ideogramas y sus trazos, un profesor entrañable del que he olvidado el nombre y unas cuantas ideas que nos transmitió con parsimonia de maestro de artes marciales aquel profesor a estas alturas injustamente anónimo. Una de ellas decía que en la literatura china los prólogos, al contrario que en la tradición occidental, se colocaban al final del libro, de tal manera que el lector pudiera, una vez finalizado el volumen, volver al inicio de la lectura, ahora con otra perspectiva que sumaba su propia experiencia lectora y la que le había proporcionado el prólogo-epílogo. Así la lectura entra en una espiral, en un bucle de relecturas que la enriquecían hasta el infinito.
Si cuento todo esto es para advertir que Hombre sin descendencia, el último libro del poeta y periodista Braulio Ortiz Poole, funciona como aquellos libros chinos. O, si lo prefiere el lector occidental, para no traicionar su tradición, puede empezarse por el final, por las páginas recogidas bajo el título “Del origen del libro y otras referencias”. En ellas queda escrita cierta intrahistoria clarificadora del conjunto, que complementa la lectura de los poemas y quizá la enriquece.
No obstante, Hombre sin descendencia se sostiene por sí mismo, sin necesidad de prólogos, como el de Antonio Lucas, o de epílogos, como el del propio Braulio Ortiz Poole. Y es así porque el recorrido que se propone en los poemas de este libro traza un itinerario claro, diáfano, desde la oscuridad a la luz, desde el pesimismo a la celebración, desde la constatación de las sombras que proyecta la muerte y la esterilidad a la vida en plenitud.
En la lectura de algunos poemarios actuales, al lector a veces le asalta la duda de la conveniencia o coherencia de ciertos textos en algunas de las partes en que se divide el libro. Sin embargo, los poemas que componen las cuatro partes de este Hombre sin descendencia –además de los que abren y cierran el conjunto- se ajustan perfectamente a las unidades temáticas que los abrazan. Se puede afirmar que las puertas que se abren con cada poema no chirrían, que sus goznes están perfectamente ajustados y engrasados en la estructura de los marcos. Además, cada una de esas puertas, cada uno de los poemas, nos introduce en una habitación –la revelación de la muerte, el amor, la introspección en la propia identidad o la celebración de la vida- donde se inspecciona cada rincón, cada cajón, cada ángulo, como debe hacer la buena poesía. Y el lector se reconoce en esos espacios de la casa del alma –sea esta lo que sea-, como debe hacer la buena poesía.
Por otra parte, hay en este Hombre sin descendencia algo de canto generacional que a la vez es universal, es decir, que trasciende las fronteras de una generación en concreto y que sirve para cualquier lector que haya superado los ardores y los sueños felizmente ingenuos de la primera juventud. Porque la constatación del paso del tiempo y de sus estragos, como decía Jaime Gil de Biedma en su célebre poema "No volveré a ser joven" –“Que la vida iba en serio/ uno lo empieza a comprender más tarde…”-, en principio no es materia de la juventud. ¿Y quién no se ha dado cuenta de esta verdad, pertenezca a la generación que pertenezca?
Hombre sin descendencia es, sin duda, un libro intenso, emocionante –salvo, ay, en la parte dedicada a un amor demasiado intelectualizado-, apto para lectores de todas las edades que acepten sin histrionismos trágicos las medallas que las derrotas del tiempo nos van colgando en el cuello.
En los años de facultad uno estudia cosas útiles, interesantes, apasionantes, pero también materias inútiles, plomizas, desesperantes; existe, no obstante, otra categoría de conocimiento que se adquiere en la facultad, el del género exótico, como aquella asignatura que cursé en el último año de carrera que tenía un título tan rimbombante como sugerente: Filosofía China en la Escritura y la Caligrafía. De aquel curso completo, con sus dos cuatrimestres, solo recuerdo un par de expresiones en chino, una nebulosa de ideogramas y sus trazos, un profesor entrañable del que he olvidado el nombre y unas cuantas ideas que nos transmitió con parsimonia de maestro de artes marciales aquel profesor a estas alturas injustamente anónimo. Una de ellas decía que en la literatura china los prólogos, al contrario que en la tradición occidental, se colocaban al final del libro, de tal manera que el lector pudiera, una vez finalizado el volumen, volver al inicio de la lectura, ahora con otra perspectiva que sumaba su propia experiencia lectora y la que le había proporcionado el prólogo-epílogo. Así la lectura entra en una espiral, en un bucle de relecturas que la enriquecían hasta el infinito.
Si cuento todo esto es para advertir que Hombre sin descendencia, el último libro del poeta y periodista Braulio Ortiz Poole, funciona como aquellos libros chinos. O, si lo prefiere el lector occidental, para no traicionar su tradición, puede empezarse por el final, por las páginas recogidas bajo el título “Del origen del libro y otras referencias”. En ellas queda escrita cierta intrahistoria clarificadora del conjunto, que complementa la lectura de los poemas y quizá la enriquece.
No obstante, Hombre sin descendencia se sostiene por sí mismo, sin necesidad de prólogos, como el de Antonio Lucas, o de epílogos, como el del propio Braulio Ortiz Poole. Y es así porque el recorrido que se propone en los poemas de este libro traza un itinerario claro, diáfano, desde la oscuridad a la luz, desde el pesimismo a la celebración, desde la constatación de las sombras que proyecta la muerte y la esterilidad a la vida en plenitud.
En la lectura de algunos poemarios actuales, al lector a veces le asalta la duda de la conveniencia o coherencia de ciertos textos en algunas de las partes en que se divide el libro. Sin embargo, los poemas que componen las cuatro partes de este Hombre sin descendencia –además de los que abren y cierran el conjunto- se ajustan perfectamente a las unidades temáticas que los abrazan. Se puede afirmar que las puertas que se abren con cada poema no chirrían, que sus goznes están perfectamente ajustados y engrasados en la estructura de los marcos. Además, cada una de esas puertas, cada uno de los poemas, nos introduce en una habitación –la revelación de la muerte, el amor, la introspección en la propia identidad o la celebración de la vida- donde se inspecciona cada rincón, cada cajón, cada ángulo, como debe hacer la buena poesía. Y el lector se reconoce en esos espacios de la casa del alma –sea esta lo que sea-, como debe hacer la buena poesía.
Por otra parte, hay en este Hombre sin descendencia algo de canto generacional que a la vez es universal, es decir, que trasciende las fronteras de una generación en concreto y que sirve para cualquier lector que haya superado los ardores y los sueños felizmente ingenuos de la primera juventud. Porque la constatación del paso del tiempo y de sus estragos, como decía Jaime Gil de Biedma en su célebre poema "No volveré a ser joven" –“Que la vida iba en serio/ uno lo empieza a comprender más tarde…”-, en principio no es materia de la juventud. ¿Y quién no se ha dado cuenta de esta verdad, pertenezca a la generación que pertenezca?
Hombre sin descendencia es, sin duda, un libro intenso, emocionante –salvo, ay, en la parte dedicada a un amor demasiado intelectualizado-, apto para lectores de todas las edades que acepten sin histrionismos trágicos las medallas que las derrotas del tiempo nos van colgando en el cuello.
2 comentarios:
Absolutamente de acuerdo. Brindo por Braulio y su arrojo poético.
Me alegra esta sintonía lírica. Un abrazo, Manolo.
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