31 marzo 2011

Crónica de la sangre derramada



Los últimos días de García Lorca

Eduardo Molina Fajardo

Almuzara, 2011

ISBN: 978-84-92924-50-9

584 páginas

25 €



Jesús Cotta

La editorial Almuzara ha tenido el ojo y el tino de sacar de nuevo a la luz una obra que ya estaba agotada, pero que, junto con la de Agustín Penón, aquí reseñado, es fundamental para hacerse una idea de qué le ocurrió a Federico García Lorca el agosto de 1936 en esa Granada adonde precisamente él se había refugiado huyendo del caos prerrevolucionario que era el Madrid del Frente Popular, sin saber que se estaba metiendo precisamente en la boca del lobo. Y digo “hacerse una idea” porque, cuanto más sabe uno del asunto, más difícil es dar con la hipótesis que una todos los cabos sueltos e interrogantes de que está compuesto este caso, uno de los asesinatos mejor documentados de nuestra guerra, pero oscurecido aún por muchas sombras, pues siguen siendo un misterio las causas reales, la intención oculta, el motivo inmediato y el nombre del que bajó el dedo para que lo fusilaran bajo un olivo.

Con el fin de que nadie siguiera despachando a la ligera el asunto con tópicos del tipo “lo mataron unos descontrolados” o “lo mataron por maricón”, como pretendieron los azules pare eludir responsabilidades, o “lo mataron los falangistas porque era rojo”, como pretendieron luego los rojos, Molina Fajardo hizo con este libro una auténtica proeza: extraer toda la información posible de todos los que tenían algo que ver, que decir o que callar en aquella muerte. Y consiguió incluso que hablaran los que nunca habían soltado prenda con ningún otro entrevistador. Él no toma partido en el asunto. Tan sólo los deja hablar y así tú, lector, te conviertes en investigador y juez. No sólo son interesantes el testimonio de Ramón Ruiz Alonso, el cedista que lo detuvo, y el de los Rosales, los falangistas que lo protegieron, sino que todos los testimonios aportan datos estremecedores e interesantes: desde los que explican cómo medió por él sin éxito Manuel de Falla, a los de esos hombres casi anónimos que lo vieron angustiado en una habitación del gobierno civil y tuvieron con él una palabra de aliento y cariño.

Especialmente interesante es el testimonio del hijo de José Valdés. José Valdés era el gobernador civil que según muchos testimonios había dado la orden de detención y ejecución. Murió sin decir ni mu sobre el asunto y olvidado por el régimen franquista, que no castigó a los implicados en el asesinato del poeta, pero que, desde luego, no los premió, porque la muerte de Lorca había manchado para siempre y sin remedio su imagen internacional. Pues bien, el hijo de Valdés viene a contradecir las tesis de los Rosales y de Ramón Ruiz Alonso. Y uno no sabe si está diciendo verdades como puños o mentiras como castillos. Los personajes hablan como ellos son, petulantes, sencillos, rencorosos, benévolos, incultos, distinguidos, y todos arrojan su poco o su mucho de luz, de sombra, de inocencia o de sospecha sobre sí mismos o sobre otros. El autor ni los corrige ni los glosa. La galería de talantes e intenciones e intervenciones es de tal variedad como la complejidad de las relaciones, presiones y del contexto de la Granada sitiada y enloquecida para acabar con todo lo que le sonara a rojo en un baño de sangre, de paredones y de denuncias que acabaron salpicando a Federico. A otros los mataron por menos. Casi todos los entrevistados por el autor intervinieron en aquellos hechos sin ni siquiera prever ni sospechar que estaba muriendo el poeta más grande del siglo XX español y uno de los mejores de la literatura europea. Y por eso hasta el testimonio del último muchacho que fue a llevarle la comida al poeta es interesante y valioso.

Si alguien quiere oír de primera mano cómo una ciudad se volvió loca de sangre y de venganza y de qué manera unos hombres que, como decía Luis Rosales, no representaban a nada ni a nadie mataron con impunidad total al poeta más grande del siglo veinte español; si alguien quiere, en fin, bajo el resplandor de un poeta, adentrarse en la lógica de la guerra que no nos quiere hombres, sino balas, este libro será una lectura apasionante y reveladora de los abismos y alturas del corazón humano. Y todo bajo el resplandor de este poeta nuestro. Dejo aquí esta impresionante fotografía que publicó recientemente El País. Se la hizo David Seymour en Madrid dos meses antes de su muerte y apareció en la maleta mejicana de Robert Capa.

6 comentarios:

Alejandro Luque dijo...

Lo lamento, pero el ojo y el tino que deben tener Pimentel y Almuzara es el de pagar a sus autores, traductores, diseñadores e ilustradores. Ya está bien.

Fran G. Matute dijo...

Jaja... la agria polémica que tiene el Luque con el Pimentel...

Alejandro Luque dijo...

No, no, la polémica de verdad la tengo en el Juzgado de Córdoba, que es donde lo tengo demandado a ese editor con ojo y con tino.

Fran G. Matute dijo...

Nífico!

Jesús Cotta Lobato dijo...

Alejandro, no sabía yo nada de eso. Si es así, lo lamento de veras. Y te deseo toda la suerte. El trabajo hay que pagarlo. Ahí es donde hay que tener ojo y tino. Un abrazo.

Ilya U. Topper dijo...

Está claro que no es una polémica. Es una denuncia por un delito. Delito supuesto, si quieren, mientras no se pronuncien los tribunales, pero con muchos testigos afectados por medio.