Manuel Chaves Nogales
Espuela de Plata, 2011. Colección “España en armas”
ISBN: 978-84-15177-31-9
213 páginas
20 €
Prólogo de Antonio Muñoz Molina
Crónicas de la guerra civil
Manuel Chaves Nogales
Espuela de Plata, 2011. Colección “España en armas”
ISBN: 978-84-15177-30-2
237 páginas
20 €
Prólogo de Santos Juliá
Coradino Vega
Ninguna institución debería impedir la búsqueda y difusión de la verdad de los hechos. Para los regímenes totalitarios, la reconstrucción del pasado era percibida como un acto peligroso cuando no subversivo. Pero hoy la memoria, en lugar de por la supresión de la información, puede que esté amenazada por su sobreabundancia. A veces resulta difícil hablar de lo que se habla mucho. Otras, hay que repetir lo que se supone debería estar claro y no lo está o no lo quiere estar o parece no estarlo: que el levantamiento del 18 de julio de 1936 fue un golpe de Estado contra una República democrática cuya responsabilidad “última” recae, por pura lógica, en el grupo de militares que lo llevaron a cabo; que, una vez fracasado el pronunciamiento en las principales ciudades de España, se inició una guerra que Franco nunca hubiera ganado sin la interesada ayuda de Hitler y Mussolini; que, al desatarse la confusión y ante la pasiva no-intervención de Francia e Inglaterra, la República se vio despojada de su ejército y de su capacidad para mantener el orden público y, de un lado, se vio obligada a armar a los sindicatos y partidos proletarios y, de otro, a aceptar la no menos interesada contribución de la Unión Soviética; que muchos de los grupos del lado republicano, por más que hablaran de “libertad” y de “antifascismo”, no lucharon por la pervivencia de la democracia, sino por la Revolución que cada uno estimaba oportuna; que, en la retaguardia de ambos bandos, lo mismo se asesinó por llevar el carné de la UGT, que por rencillas personales, que por llevar un escapulario; que mientras lo que quedaba de República se esforzó en controlar y reprimir esos crímenes, los militares sublevados —autodenominados “nacionales”— orquestaron un plan de represión y exterminio que persistió después de finalizada la guerra; que, en definitiva, mientras la República llevó políticamente razón, tanto en la práctica como moralmente ambos bandos fueron un desastre. Si en muchas ocasiones resulta imposible ponerse de acuerdo en una comunidad de vecinos, imagínense hacerlo con este tema en un país aquejado de vehemencia bipolar como éste. Pero gracias a la labor de historiadores como algunos de los más grandes hispanistas británicos, o a la más reciente de españoles como Ángel Viñas, hoy podemos saber que los hechos fueron esos. Lo difícil es reconocerlo sin prejuicios o fardos ideológicos o, todavía peor, verlo no en retrospectiva, sino en el mismo momento, que fue lo que hizo Manuel Chaves Nogales.
Autor del conocido volumen de relatos sobre la guerra civil A sangre y fuego, de libros de no-ficción como Juan Belmonte, matador de toros, y de una valiosísima obra periodística, Chaves Nogales escribía con una concisa naturalidad muy poco española, tan alejada de la retórica como fedataria de lo vivo: como si el acto de observación de la realidad, su aguda interpretación y su trasvase al papel fueran en él una descarga de electricidad, algo simultáneo. Leyendo La defensa de Madrid, no deja de sorprender la parcial coincidencia estilística, temática, de carácter y hasta de destino, con ese otro clarividente testigo del inicio de la guerra en la capital que fue Arturo Barea. Escrito en 1938 y publicado por entregas, casi a modo de folletín, primero en México y después en Inglaterra —la primorosa reconstrucción llevada a cabo por Mª Isabel Cintas tiene tanto mérito filológico como detectivesco—, La defensa de Madrid es la narración de lo que pasó en esa ciudad desde que el gobierno huyó a Valencia, en noviembre del 36, hasta que la ofensiva franquista fue contenida y el frente estabilizado en la línea que perduró hasta el final de la guerra. La postura de Chaves Nogales es inequívoca: él está firmemente del lado de la República; no en vano aceptó ser director del diario Ahora tras ser incautado por su consejo obrero. Pero eso no le restó ni un ápice de independencia. A los pocos meses dejó el periódico y marchó al exilio. Porque Chaves Nogales no se casó con nadie, y si desde el principio tuvo claro que la inclinación de Franco por la Falange lo convertía en la extrapolación del fascismo en España, tampoco dejó de denunciar los desmadres republicanos ni su deriva hacia el totalitarismo comunista. Excepcional cronista a la vez que analista político lucidísimo, Chaves Nogales lo mira todo, conserva la serenidad y la sensatez en medio del derrumbe, incluso se adelanta a Orwell, Vasili Grossman, Koestler o Camus cuando detecta qué se halla tras la promesa del paraíso proletario en la Tierra. En La defensa de Madrid toma partido no por los políticos irresponsables, cobardes e instigadores de la violencia (el retrato que hace de Largo Caballero no tiene desperdicio); ni por los intelectuales “comprometidos” desde su cómodo sillón; ni por los líderes que empiezan las guerras en las que siempre mueren otros; sino por los seres humanos de carne y hueso que han sido arrastrados por las abstracciones de las doctrinas, por esos a los que Charles Simic llamó “personajes de poca monta que no toman decisiones”, por aquellos inocentes que tienen que pagar un precio muy alto sólo por estar en el sitio equivocado: “obreros y empleados humildes sin ninguna presunción heroica”. Sólo una figura sobresale por encima de ellos, el general Miaja (un “hombre sencillo, oscuro, sin ambición, sin ninguna prosopopeya, sin la más mínima vanidad personal”), quien al mando de la Junta de Defensa tuvo que combatir casi con la misma firmeza al enemigo, como a los exaltados de su bando e incluso las imbéciles órdenes que le llegaban del “gobierno fugitivo”. Chaves Nogales titula el último capítulo de este serial “La guerra estúpida”, aquella en la que “la matanza de seres inocentes continuaba un día y otro”, y de la que acaba responsabilizando a los “dirigentes infames que brindaron la tierra de España a la barbarie y abrieron las puertas de su país a la doble invasión extranjera”.
Porque ésa parece ser la tristeza con la que Chaves Nogales emprende el exilio, “con miedo y con asco”, a finales de 1936: la sospecha de que la muerte de cientos de millares de personas y la destrucción y la miseria del país, no fue provocada por la confrontación entre libertad y tiranía, justicia y opresión, sino por el choque irremediable de dos totalitarismos igualmente criminales. Cambiando el tono desenfadado, zumbón y cinematográfico de La defensa de Madrid por una voz más grave, segura, como de editorialista en lugar de reportero pero idénticamente indignada, ésa es más o menos la tesis que defenderá también a lo largo de estas Crónicas de la guerra civil en las que Mª Isabel Cintas ha recopilado una treintena de artículos de opinión, publicados en diversos medios ingleses, argentinos, franceses y norteamericanos, entre agosto de 1936 y septiembre de 1939. Su teoría sufre sin embargo un paulatino desarrollo. En un principio, Chaves Nogales se niega a aceptar la simplista afirmación de que la guerra se trataba de una lucha entre fascismo y comunismo, pero tampoco una primitiva contienda interior propia de un país atrasado (como se había escrito en Londres), ni una revolución original que alumbrara nuevos caminos para la humanidad: lo que pasaba sencillamente era que media España luchaba contra la fuerza armada de la nación que había traicionado al poder legítimamente constituido. Pero pronto comprende que el rostro de la contienda se transformó rápidamente y que, en efecto, con el aumento del protagonismo de la Falange y del Partido Comunista, la guerra española pasó a ser un cara a cara de los dos totalitarismos europeos: el que propugnaba la Revolución y el que propugnaba el Imperio. Por eso la intención que subyace en este conjunto de artículos es la de llamar la atención de las potencias democráticas, la apuesta por una mediación, el deseo civilizado de acabar cuanto antes con la guerra, advirtiendo al mismo tiempo del riesgo de una conflagración europea. De ahí que incluso se precipite al anunciar su final en mayo del 37, cuando Franco encarcela a varios dirigentes de la Falange —verdadero punto de colisión con Italia y Alemania— y Negrín asume la presidencia del gobierno republicano en detrimento de los comunistas, y empiece a hablar de “doble invasión extranjera”. Cae entonces Chaves Nogales en un esencialismo resbaladizo, con ecos noventayochistas, mediante el que pretende demostrar que tanto el fascismo como el comunismo son fuerzas extrañas “al verdadero carácter español”. Su voz se convierte en un grito que implora a los países democráticos que tomen conciencia de la “crueldad bárbara y primitiva que Franco practica ante el mundo entero”. Y oída desde hoy, desde un presente que —como en el poema de Gil de Biedma— sabe que la historia acabó mal, uno no puede dejar de admirar el coraje, la pasión e incluso la contumacia con la que Chaves Nogales utilizó su calidad humana e intelectual contra la guerra por medio de un minucioso y preclaro análisis de sus complejidades y contradicciones, aun equivocándose en la mayoría de sus pronósticos.
¿Tiene sentido seguir dándole vueltas al asunto setenta y cinco años después? Por supuesto que sí. Aunque parezca lo contrario, se trata de un tema de estudio que no está agotado. Pero quizás haya que hacer un ejercicio de discriminación ante tanta literatura guerracivilista. Junto a libros de historia rigurosos y exhaustivamente documentados, y testimonios que aportan tanta claridad como éstos, han surgido en los últimos años ciertos pseudo-historiadores con la facilidad de convertir sus amarillistas tratados neofranquistas en 'best-sellers' nacionales. Del mismo modo, tanto la narrativa de ficción como el cine español han explotado el tema hasta la saciedad, quedándose muchas veces a caballo entre el panfleto chato y la novela rosa. No es por tanto extraño que algunos escritores nacidos a partir de la década de los setenta consideren que el tema de la guerra civil no guarda ninguna relación con sus necesidades imaginativas. Es legítimo. Allá cada cual con lo que piense y con la forma de decirlo. Sería algo incluso saludable si determinadas manifestaciones no revelasen una mezcla de ignorancia, irresponsable desprecio e imprudente frivolidad a la hora de manejar términos cuya carga semántica está construida de Historia. Tampoco puede que haya ayudado precisamente el ronroneo político-mediático sobre la Memoria Histórica. Lo que el recuerdo pone en juego es demasiado importante para dejarlo a merced del entusiasmo o la cólera, y sacralizar la memoria es otro modo de hacerla estéril. Los familiares de las víctimas de la guerra civil y la dictadura tienen el derecho de encontrar y honrar a cada uno de sus muertos. Pero también habría que plantearse cuál es el objetivo real de esa mirada al pasado. Si se trata de interpretar, como dice Todorov, la historia en un sentido “literal” y contribuir a que el odio antiguo rija el presente, también existe el derecho al olvido. Si por el contrario el uso de la memoria se interpreta en un sentido “ejemplar”, es decir, conocer para que no se repita, no sólo resulta pertinente sino que se torna imprescindible. Además está el matiz de si esa mirada atrás no sirve de cortina de humo para desviar la atención y evitar plantar cara al secuestro de la individualidad y la soberanía colectiva que se está produciendo actualmente. Cada crisis ha sucedido ya antes, pero siempre tenemos la sensación de que no se va a repetir, de que aquí no va a pasar, de que a mí no podría ocurrirme nunca. Por mucho que se hable de él, hoy es como si el siglo XX, con sus logros y fracasos, no hubiera existido. El renacimiento de ideologías extremas y los baños de sangre que suelen acarrear no tienen por qué ser irremediables.
Autor del conocido volumen de relatos sobre la guerra civil A sangre y fuego, de libros de no-ficción como Juan Belmonte, matador de toros, y de una valiosísima obra periodística, Chaves Nogales escribía con una concisa naturalidad muy poco española, tan alejada de la retórica como fedataria de lo vivo: como si el acto de observación de la realidad, su aguda interpretación y su trasvase al papel fueran en él una descarga de electricidad, algo simultáneo. Leyendo La defensa de Madrid, no deja de sorprender la parcial coincidencia estilística, temática, de carácter y hasta de destino, con ese otro clarividente testigo del inicio de la guerra en la capital que fue Arturo Barea. Escrito en 1938 y publicado por entregas, casi a modo de folletín, primero en México y después en Inglaterra —la primorosa reconstrucción llevada a cabo por Mª Isabel Cintas tiene tanto mérito filológico como detectivesco—, La defensa de Madrid es la narración de lo que pasó en esa ciudad desde que el gobierno huyó a Valencia, en noviembre del 36, hasta que la ofensiva franquista fue contenida y el frente estabilizado en la línea que perduró hasta el final de la guerra. La postura de Chaves Nogales es inequívoca: él está firmemente del lado de la República; no en vano aceptó ser director del diario Ahora tras ser incautado por su consejo obrero. Pero eso no le restó ni un ápice de independencia. A los pocos meses dejó el periódico y marchó al exilio. Porque Chaves Nogales no se casó con nadie, y si desde el principio tuvo claro que la inclinación de Franco por la Falange lo convertía en la extrapolación del fascismo en España, tampoco dejó de denunciar los desmadres republicanos ni su deriva hacia el totalitarismo comunista. Excepcional cronista a la vez que analista político lucidísimo, Chaves Nogales lo mira todo, conserva la serenidad y la sensatez en medio del derrumbe, incluso se adelanta a Orwell, Vasili Grossman, Koestler o Camus cuando detecta qué se halla tras la promesa del paraíso proletario en la Tierra. En La defensa de Madrid toma partido no por los políticos irresponsables, cobardes e instigadores de la violencia (el retrato que hace de Largo Caballero no tiene desperdicio); ni por los intelectuales “comprometidos” desde su cómodo sillón; ni por los líderes que empiezan las guerras en las que siempre mueren otros; sino por los seres humanos de carne y hueso que han sido arrastrados por las abstracciones de las doctrinas, por esos a los que Charles Simic llamó “personajes de poca monta que no toman decisiones”, por aquellos inocentes que tienen que pagar un precio muy alto sólo por estar en el sitio equivocado: “obreros y empleados humildes sin ninguna presunción heroica”. Sólo una figura sobresale por encima de ellos, el general Miaja (un “hombre sencillo, oscuro, sin ambición, sin ninguna prosopopeya, sin la más mínima vanidad personal”), quien al mando de la Junta de Defensa tuvo que combatir casi con la misma firmeza al enemigo, como a los exaltados de su bando e incluso las imbéciles órdenes que le llegaban del “gobierno fugitivo”. Chaves Nogales titula el último capítulo de este serial “La guerra estúpida”, aquella en la que “la matanza de seres inocentes continuaba un día y otro”, y de la que acaba responsabilizando a los “dirigentes infames que brindaron la tierra de España a la barbarie y abrieron las puertas de su país a la doble invasión extranjera”.
Porque ésa parece ser la tristeza con la que Chaves Nogales emprende el exilio, “con miedo y con asco”, a finales de 1936: la sospecha de que la muerte de cientos de millares de personas y la destrucción y la miseria del país, no fue provocada por la confrontación entre libertad y tiranía, justicia y opresión, sino por el choque irremediable de dos totalitarismos igualmente criminales. Cambiando el tono desenfadado, zumbón y cinematográfico de La defensa de Madrid por una voz más grave, segura, como de editorialista en lugar de reportero pero idénticamente indignada, ésa es más o menos la tesis que defenderá también a lo largo de estas Crónicas de la guerra civil en las que Mª Isabel Cintas ha recopilado una treintena de artículos de opinión, publicados en diversos medios ingleses, argentinos, franceses y norteamericanos, entre agosto de 1936 y septiembre de 1939. Su teoría sufre sin embargo un paulatino desarrollo. En un principio, Chaves Nogales se niega a aceptar la simplista afirmación de que la guerra se trataba de una lucha entre fascismo y comunismo, pero tampoco una primitiva contienda interior propia de un país atrasado (como se había escrito en Londres), ni una revolución original que alumbrara nuevos caminos para la humanidad: lo que pasaba sencillamente era que media España luchaba contra la fuerza armada de la nación que había traicionado al poder legítimamente constituido. Pero pronto comprende que el rostro de la contienda se transformó rápidamente y que, en efecto, con el aumento del protagonismo de la Falange y del Partido Comunista, la guerra española pasó a ser un cara a cara de los dos totalitarismos europeos: el que propugnaba la Revolución y el que propugnaba el Imperio. Por eso la intención que subyace en este conjunto de artículos es la de llamar la atención de las potencias democráticas, la apuesta por una mediación, el deseo civilizado de acabar cuanto antes con la guerra, advirtiendo al mismo tiempo del riesgo de una conflagración europea. De ahí que incluso se precipite al anunciar su final en mayo del 37, cuando Franco encarcela a varios dirigentes de la Falange —verdadero punto de colisión con Italia y Alemania— y Negrín asume la presidencia del gobierno republicano en detrimento de los comunistas, y empiece a hablar de “doble invasión extranjera”. Cae entonces Chaves Nogales en un esencialismo resbaladizo, con ecos noventayochistas, mediante el que pretende demostrar que tanto el fascismo como el comunismo son fuerzas extrañas “al verdadero carácter español”. Su voz se convierte en un grito que implora a los países democráticos que tomen conciencia de la “crueldad bárbara y primitiva que Franco practica ante el mundo entero”. Y oída desde hoy, desde un presente que —como en el poema de Gil de Biedma— sabe que la historia acabó mal, uno no puede dejar de admirar el coraje, la pasión e incluso la contumacia con la que Chaves Nogales utilizó su calidad humana e intelectual contra la guerra por medio de un minucioso y preclaro análisis de sus complejidades y contradicciones, aun equivocándose en la mayoría de sus pronósticos.
¿Tiene sentido seguir dándole vueltas al asunto setenta y cinco años después? Por supuesto que sí. Aunque parezca lo contrario, se trata de un tema de estudio que no está agotado. Pero quizás haya que hacer un ejercicio de discriminación ante tanta literatura guerracivilista. Junto a libros de historia rigurosos y exhaustivamente documentados, y testimonios que aportan tanta claridad como éstos, han surgido en los últimos años ciertos pseudo-historiadores con la facilidad de convertir sus amarillistas tratados neofranquistas en 'best-sellers' nacionales. Del mismo modo, tanto la narrativa de ficción como el cine español han explotado el tema hasta la saciedad, quedándose muchas veces a caballo entre el panfleto chato y la novela rosa. No es por tanto extraño que algunos escritores nacidos a partir de la década de los setenta consideren que el tema de la guerra civil no guarda ninguna relación con sus necesidades imaginativas. Es legítimo. Allá cada cual con lo que piense y con la forma de decirlo. Sería algo incluso saludable si determinadas manifestaciones no revelasen una mezcla de ignorancia, irresponsable desprecio e imprudente frivolidad a la hora de manejar términos cuya carga semántica está construida de Historia. Tampoco puede que haya ayudado precisamente el ronroneo político-mediático sobre la Memoria Histórica. Lo que el recuerdo pone en juego es demasiado importante para dejarlo a merced del entusiasmo o la cólera, y sacralizar la memoria es otro modo de hacerla estéril. Los familiares de las víctimas de la guerra civil y la dictadura tienen el derecho de encontrar y honrar a cada uno de sus muertos. Pero también habría que plantearse cuál es el objetivo real de esa mirada al pasado. Si se trata de interpretar, como dice Todorov, la historia en un sentido “literal” y contribuir a que el odio antiguo rija el presente, también existe el derecho al olvido. Si por el contrario el uso de la memoria se interpreta en un sentido “ejemplar”, es decir, conocer para que no se repita, no sólo resulta pertinente sino que se torna imprescindible. Además está el matiz de si esa mirada atrás no sirve de cortina de humo para desviar la atención y evitar plantar cara al secuestro de la individualidad y la soberanía colectiva que se está produciendo actualmente. Cada crisis ha sucedido ya antes, pero siempre tenemos la sensación de que no se va a repetir, de que aquí no va a pasar, de que a mí no podría ocurrirme nunca. Por mucho que se hable de él, hoy es como si el siglo XX, con sus logros y fracasos, no hubiera existido. El renacimiento de ideologías extremas y los baños de sangre que suelen acarrear no tienen por qué ser irremediables.
7 comentarios:
Con lo difícil que parece escribir sobre estos temas y lo fácil que lo hace Coradino Vega...
Una reseña fantástica, y que me ha recordado por qué La vaquilla de Berlanga sigue siendo la mejor película –en mi opinión, no se enfaden- realizada sobre nuestra guerra incivil, a pesar de que, como escribió con su ironía característica Félix de Azúa “los artistas españoles del celuloide, avergonzados con tanta imitación del cine francés, italiano, americano e incluso escandinavo a la que se habían entregado, decidieron en 1982 que era llegada la hora de construir un género genuinamente español e inventaron el de la guerra civil en tanto que western, con sus heroicas milicianas de saloon, sus mulas cargadas de morteros, sus vendedores de catecismos comunistas, los malvados capitanes de la Academia de Zaragoza y una moralina jesuítica” y que la gran novela sobre la Guerra Civil continúan siendo El laberinto mágico de Max Aub (en mi opinión, claro está). Abrazos.
Muy buena también La noche de los tiempos, de Muñoz Molina.
Gracias por los comentarios. Fíjate, José Martínez Ros, que el humor que destila Chaves Nogales en "La defensa de Madrid" es muy berlanguiano y también muy de Gila, lo cual puede llevar a pensar que ese aparente "surrealismo" fue una mirada de lo más realista.
Muy buena reseña a pesar de lo difícil y vidrioso que es este asunto.
Recomiendo a C. Vega y demás lectores el reportaje de La 2 sobre Negrín, en el que se muestra que la Guerra Civil española es aún un enigma en ciertos asuntos; y también las novelas de Martínez de Pisón, no recuerdo el título, y la maravillosa "La buena letra" de Chirbes.
Muchas gracias, Gerald Salinas Valls. En efecto, en torno a Negrín todavía hay muchos malentendidos. La novela, o libro de no ficción, de Martínez de Pisón "Enterrar a los muertos" es fabulosa. Y sí, Chirbes es uno de los novelistas que mejor ha escrito sobre la guerra y sobre todo la posguerra ("La larga marcha"). Te recomiendo lo que dice él mismo sobre la narrativa guerracivilista al socaire de la Memoria Histórica en uno de los ensayos recopilados en "Por cuenta propia". Parece que sólo ahora se ha escrito sobre la guerra civil, y eso es falso: desde Max Aub a Juan Eduardo Zúñiga, desde Mercé Rodoreda a Alberto Méndez...; incluso la primera novela de Muñoz Molina, "Beatus Ille", que es de 1986, fue escrita en una época en la que este tema no estaba de moda. Puede que actualmente suframos un empacho a lo Almudena Grandes, pero el tema siempre estuvo ahí (Cela, Benet, Delibes, Laforet, etc.).
Estoy paseando por tu blog y me está encantando.
He oído mucho sobre este escritor, pero tu reseña me anima a buscar este libro.
Si no te importa voy a enlazar tu blog en el mío.
Un saludo
Teresa
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