José Martínez Ros
Durante buena parte de esa segunda vida -en muchos aspectos, más satisfactoria que la real- dedicada a los libros, de mi existencia como lector, fui prácticamente omnívoro: lo devoraba todo, desde best-sellers internacionales a dramas terruñeros, de comedias ambientadas en la campiña inglesa a obras de, por aquel entonces para mí, autores indios y orientales… con ciertos mínimos. Digamos, para explicarlo con ejemplos prácticos, que, si bien, no soy capaz de pasar de la segunda página de El código da Vinci o Crepúsculo, si he disfrutado notablemente de tochos de Stephen King (que me sigue pareciendo un gran escritor, y prueba de ello es que su librito Mientras escribo es uno de los más amenos y útiles manuales de narrativa jamás publicados), Robert Ludlum, el galo Jean-Christophe Grangé, el sueco Larsson o, incluso, cuando era muy joven, de alguna novelilla de aventuras de Vázquez-Figueroa.
Pero, como sucede con otros muchos lectores (en particular de aquellos que, además, intentan realizar una labor creativa propia), hay un tipo de mala novela en particular que no soporto: la mala novela con pretensiones, la basura retórica, la mierda literaria con absurdas pretensiones de grandeza; y entre todas con las que me topado de esta desgraciada categoría, hay unas cuantas cuyo recuerdo aún me sigue provocando escalofríos como, por ejemplo, la patriótica y absurda Un día de cólera y la patética La piel del tambor de mi paisano, el académico Pérez-Reverte, o una burda imitación de Cela titulada Más de mil bestias atadas en un punto, obra de un ignaro cordobés de apellido Gutiérrez, la muy ridícula Un tranvía en S.P. de Unai Elorriaga o… bueno, mejor no sigamos (pero huyan de todas ellas, ¡huyan!). De entre todas querría destacar una, no sólo porque es horriblemente mala, un terrible ejemplo de pésima escritura, quincallería retórica y absoluta incapacidad para estructurar una trama o crear unos personajes convincentes, tridimensionales, sino porque, además, recibió el Premio Primavera de novela y, algunos meses más tarde, nada menos que el Nacional de narrativa.
Hablo, por supuesto, de La vida invisible de Juan Manuel de Prada.
Quiero indicar, ante todo, que yo no tengo nada personal contra el novelista de Prada, al que no conozco personalmente, pero con el que, si no me equivoco, comparto algún amigo cercano. A pesar de sus un tanto alucinatorios artículos en el ABC, que parecen previos no sólo al Concilio Vaticano II, sino incluso al de Trento, de 1545, me consta que es una persona culta, que aprecia la buena poesía y el buen cine. Añadiré que mi primer contacto con su obra, La tempestad, Premio Planeta, no fue, ni mucho menos, tan espantoso. Era aquella una novela de intriga de ambientación veneciana, que giraba, como tantas otras de la época, en torno a un cuadro misterioso. A pesar de que ya se notaba la tendencia del autor a la sobreescritura, a empozar sus frases de adjetivos y arcaísmos, la recuerdo bastante entretenida, si uno obviaba que todos los personajes estaban edificados a base de tópicos, tópicos y más tópicos y alguna que otra página en la que la prosa pretendía elevarse y terminaba siendo hilarante (todo el primer capítulo es un tremendo plagio de Javier Marías, por ejemplo, cosa que el propio Javier Marías se encargó de señalar, con su insistencia e iracundia habitual).
Pero a La vida invisible no hay manera de salvarla. La novela, que se pretende un descenso a los infiernos, nos relata confusamente, según recuerdo, las peripecias de un escritor de provincias español, que viaja por algún motivo que no recuerdo a Chicago. En el viaje coincide con una especie de 'femme fatale' con la que tiene un más bien desastroso encuentro sexual de consecuencias catastróficas: la muchacha se prenda de él y comienza a acosarlo, a pesar de que él está casado o prometido o algo semejante (el sexo no santificado por el matrimonio es malo, ¡malo!). Entretanto, conoce a un sujeto que le relata la vida de una 'pin-up' norteamericana de los cincuenta o sesenta, no sé muy bien por qué: su historia de ascenso y decadencia era muy convencional -nada que no hayamos visto en tropecientosmil telefilmes- y, supongo, que pretendía servir como espejo y contrapunto de la historia principal, cuya moraleja -sí, en las novelas de de Prada hay moraleja- se podría resumir en: si caes en el vicio, en particular en los vicios carnales, recibirás a su debido tiempo el castigo. Pero, en realidad, no vale la pena dedicar mucho espacio a explicar la sinopsis, el argumento, por muy rancio y sobado que parezca, ya que se encuentra subsumido, aplastado y realmente invisible bajo los excesos retóricos del autor, que por momentos parece transformado en una versión lobotomizada del difunto Francisco Umbral, entregado en cuerpo y alma a una oda a lo que Marsé llamaba “la prosa sonajero”. Todos los defectos citados en relación a La tempestad aparecen multiplicados y la novela padece de tal arritmia e hinchazón de páginas que, sólo con muchos esfuerzos, resulta legible (algún tiempo después, vi pilas de ejemplares en la sección de saldos de la Casa del Libro). Como anécdota final, diré que leí ese libro -con una cariñosa dedicatoria- por petición expresa de una señora que ocupaba un cargo de cierta importancia en la vida cultural de este país, a la que estaba vinculado por motivos académicos y que acababa de recibirla enviada por el propio autor. Ya que andaba muy “liada” para leerla inmediatamente, me solicitó, poco más o menos, que lo hiciera por ella y, después, le explicara “de qué iba” y “si merecía la pena”. Y yo, joven e ingenuo, acepté sin saber aún lo que me esperaba…
3 comentarios:
Joer... qué leña, Mr. Tsunamartínez Ros...
Sepa usté que, por lo general, me gusta mucho Juan Manuel de Prada, me gusta esa "prosa sonajero" y pienso que "Las máscaras del héroe" es una obra FUNDAMENTAL de la literatura española...
Y "Coños"? Qué me decís de "Coños"?
No he leído a De Prada, pero me convence la manera de destruirlo: me parece una buena mala reseña.
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