El
síndrome de albatros
Gonzalo
Suárez
Seix
Barral, 2011. Colección "Biblioteca Breve"
ISBN:
978-84-322-0934-5
239
páginas
18 €
Jesús Cotta
Este es
un libro extraño, sorprendente, imprevisible, de expresión creativa y audaz,
dinámico, interior, onírico. Pero, como en la virtud está el defecto, es
también a ratos difícil de seguir (que no es lo mismo que aburrido), hiperbólico
(que no es lo mismo que inverosímil) y con saltos argumentales a veces poco
consistentes, aunque uno se los perdona porque en el libro lo poético e
intuitivo predomina sobre lo real y lo analítico.
Es una
buena obra literaria, aunque a mí no me ha acabado de atrapar, por lo cual es
muy posible que los posibles defectos que le achaque se deban más a mi
incapacidad como lector.
La
novela comienza con un fragmento de una obra de teatro obscena escrita al
parecer por el difunto marido de una viuda, la cual contrata al protagonista
para que averigüe si existe o no el personaje femenino central de la obra. Como
un Edipo que es a la vez detective y culpable, el protagonista se va
descubriendo a sí mismo a medida que descubre los oscuros hechos que envuelven
a ese personaje teatral.
En
principio, todo ocurre fuera a través de la acción, pero, a medida que uno lee,
tiene la sensación de que todo pasa dentro a través del pensamiento. Todas las
mujeres, Elvira, Ludivina, Linda, Felina, etc. parecen la misma en distintas
fases de la vida o en diferentes películas.
El
libro bebe de esa tendencia literaria, frecuente en la literatura española, que
consiste, no sé expresarlo de otro modo, en ser un poco cruel con los
personajes o, al menos, en presentarnos no lo mejor de ellos, sino sus
debilidades, sus vicios y sus defectos y en conseguir que, a pesar de eso, nos
resulten simpáticos. Desde Quevedo,
pasando por Galdós y Clarín, hasta Cela, Torrente Ballester,
Luis Landero, etc., los
protagonistas no son héroes que el autor trate con respeto y simpatía, sino
pícaros o seres sufrientes, sin demasiada grandeza moral.
La
novela a veces resalta el detalle feo o sórdido. Reconozco que es una actitud
literaria que no me resulta simpática, porque en la vida, además de lo sórdido,
está lo hermoso y esto no es menos realista ni menos serio que aquello. ¿Para
qué aumentar, pues, con la literatura lo sórdido, si ya tenemos bastante? Aunque
le reconozco el ingenio, me parece horrible que el protagonista se llame Zóster porque tiene un herpes. La
insistencia del libro en ciertos detalles biológicos y obscenos, por muy bien
traídos literariamente que estén, llega a cansar. No me acaba de convencer eso
de sonreír “de soslayo por el más
amarillo de sus colmillos”. Pero también es cierto que, gracias a eso,
resaltan en la novela más por contraste los gestos nobles, las personas
inocentes, los sentimientos elevados, el musgo poético que a veces almohadilla
su prosa. En este libro están esas cuatro cosas y palpitan en el corazón del
protagonista, herido por la pérdida de un hijo y del amor.
El
autor es un maestro del lenguaje, de la técnica literaria y del mensaje con
enjundia y la sorpresa. Un traje es “de
día nublado” y “Cuando de repente
llega” la vejez, “todas las
superficiales razones por las que nos apetecía vivir se convierten en profundas
reflexiones por las no nos apetece morir”. En cuanto al motivo que aduce el
Ausente, un personaje que fue boxeador y actor porno, para justificar el
asesinato, es escalofriante y contundente. Y el cuento del dragón es magnífico,
plástico, cinematográfico, sorprendente, una idea estupenda para un corto
terrible de Pixar, y ¡acaba bien!
Se
trata, pues, de una obra para amantes de la buena literatura, con una trama a
veces difícil de seguir o de creer, pero con palabras grabadas a fuego que
pueden deleitar o envenenar y que, desde luego, no dejan indiferente al lector.
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