Hijos
de Babel. Reflexiones sobre el oficio de traductor en el siglo XXI
VV.
AA.
Fórcola,
2013
ISBN:
978-84-15174-73-8
176
páginas
17,50
€
Antonio Rivero Taravillo
Son
catorce los participantes en este volumen, y como en mi infancia (no tengo ni
idea de cómo será ahora) componen una quiniela en la que todas las casillas
-uno, equis, dos- son un acierto. Abordan lo que promete el subtítulo:
"Reflexiones sobre el oficio de traductor en el siglo XXI", y lo
acometen desde diferentes ángulos y sobre distintas trayectorias. Como es
lógico, y en el ámbito de la traducción literaria, que es el que me importa, las
páginas que resultan interesantes son las que firman los traductores que son a
su vez escritores, ya sea en prosa (Mercedes
Cebrián, Amelia Pérez de Villar,
Juan Arnau, Berta Vías Mahou y Pablo
Sanguinetti ), ya en verso (Xavier
Farré, Eduardo Moga, y Martín López-Vega). Uno de ellos, Eduardo Iriarte, que lo es en ambos
géneros, escribe acerca de la rara integración del creador y su recreador:
"Hay ocasiones, tal vez no tan frecuentes como sería de desear, en que
autor y traductor llegan a ser uno y lo mismo. Stephen Spender, poeta que vertió al inglés obras de autores como Rilke, Altolaguirre y Lorca, lo
sintetiza a la perfección en unos versos dedicados a su traductor al
japonés", y cita los emocionantes versos del autor de Mundo dentro del mundo: "Mi escritura inglesa asciende por tus
ojos / luego reaparece por las yemas de tus dedos / [...] A medio camino entre
ambos, nuestras lenguas / nos transforman a ti en mí y a mí en ti."
Farré se ocupa lo mismo que de
poetas rusos (los casos de Nabokov y
Brodsky) que de Yourcenar o del traductor polaco Stanisław Barańczak, cuyos dos preceptos
que reproduce ("No traduzcas la poesía a prosa" y "No traduzcas
buena poesía en mala poesía") parecen perogrulladas, pero no siempre fue
así. Y es que como se cita en otro lugar del volumen, «la
significación no es de ningún modo lo que constituye un poema» (Yves Bonnefoy). El cómo es, en
definitiva, tan importante como el qué. La prosificación de un poema es la
formación de un trombo, de un coágulo espeso que atasca lo que fluía
naturalmente, y que suele ser mortal para el cuerpo que latía vivo. Puede
llegar a contar, como una lápida funeraria, las hazañas del difunto, pero no
nos engañemos: separada del ritmo, de la presentación versal, de sus blancos,
ahí lo que hay es un cadáver. Una traducción que no atienda a la forma (la cual
no necesariamente ha de ser la misma que la de partida, pero sí operar en la
misma onda), incluso si el original es de prosa, será una traducción malograda.
Cuántas veces un mal traductor afea, haciendo que el invitado, el texto que lo
visita, se tienda en el lecho de Procusto. El traductor no tiene que
embellecer, pero sí evitar que, como en esos programas de distorsión de voz
propios de las películas con secuestro, quede amortiguado, irreconocible el
tono, el decir del autor, aunque el mensaje sea el mismo.
En Miseria y esplendor de la traducción, José Ortega y Gasset escribió que "en el orden intelectual no
cabe faena más humilde" que esta que nos ocupa. Es frase que me recuerda
al relato que Borges hace en Literaturas germánicas medievales de la
muerte de Beda el Venerable. Tras alabar que el autor de la Historia eclesiástica del pueblo inglés
muriera traduciendo, glosa el argentino que aquel lo hizo cumpliendo "la
menos vanidosa y la más abnegada de las tareas literarias". Puede que
Borges leyera el artículo de Ortega cuando se publicó en La Nación de Buenos Aires en 1937 y le quedara un eco en la memoria
al escribir su libro, pero desde luego no le hacía falta que el filósofo lo
esclareciera sobre ese extremo: él mismo fue un traductor esforzado y humilde,
y a veces de lenguas que aprendió para acceder directamente a sus originales,
haciendo buena la máxima de que la traducción constituye la más profunda de las
lecturas.
Los otros experimentados lectores-traductores
y colaboradores de Hijos de Babel son
David Paradela, Paula Caballero, Rafael
Carpintero, Lucía Sesma y Marina Bornas, que se ocupan
respectivamente de las retraducciones (los textos que reencarnan en más de una
traducción a lo largo del tiempo), el traslado de los clásicos grecolatinos, el
curioso caso del esquizofrénico Louis
Wolfson y su distorsión del lenguaje y, 'last
but not least', la traducción audiovisual, que cada vez cobra más
importancia -ya sea
mediante el doblado o con subtítulos-,
dada la ingente presencia de películas y series extranjeras.
Estoy a punto ya de finalizar
esta reseña y a enviarla cuando caigo en algo que me desbarata su símil quinielístico de la
apertura, no sé qué contrariedad conocida como "pleno al quince". Confieso
que en juegos de azar me quedé en el golpe de dados de Mallarmé, pero no pasa nada: el decimoquinto en juego es Javier Jiménez, el editor de Fórcola,
autor del prólogo.
2 comentarios:
Hermoso oficio y sí, hace falta que se digan algunas cosas que distinguen a un traductor de un copiadiccionarios. Ahora bien, me he quedado singularmente consternado por la traición - alta traición - de la portada: una editorial que no es capaz poner una palabra en árabe en la portada sin que se le descuajeringan las letras ¿cabe confiar en ella que sepa editar una traducción con un mínimo cuidado?
Hola, hemos agregado un trackback (enlace hacia este artículo) en el nuestro ya que nos pareció muy interesante la información detallada pero no quisimos copiarla, sino que nuestros lectores vengan directamente a la fuente. Gracias... reporte gratis
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