El
salón rojo
August
Strindberg
Acantilado,
2012
ISBN:
978-8415277-52-1
383
páginas
24
€
Traducción
de Jesús Pardo
José M. López
Ya
echábamos en falta la aparición de un intelectual que aportara un minucioso
análisis del estado actual de nuestra sociedad en este momento de crisis,
económica, sí, pero sobre todo, moral e intelectual. Por fin alguien nos ofrece
un cuadro literario en el que aparecen reflejadas todas y cada una de las
sucias estancias que conforman esta inhóspita casucha a la que llamamos estado
del bienestar. Que hay que hablar de los usureros que se dedican a estafar al
ciudadano medio hasta la asfixia, y que si por un causal terminan arruinados
debido a su insondable avaricia son amablemente rescatados por el Gobierno, o
sea, por los mismos que han sido estafados, pues se habla. Que hay que hablar
de empresarios corruptos que crean empresas efímeras con la única finalidad de
blanquear dinero y esclavizar a los trabajadores, pues hablemos. Los políticos,
por supuesto, no se quedan atrás: verdadera ralea amoral que se erige en vate
de una sociedad inculta y perdida. Funcionarios parasitarios que se niegan a
arrimar el hombro, periodistas comprados por el poder o la oposición, la
burguesía más acomodada que tan solo busca aplacar su conciencia
fotografiándose con el mendigo al que regala alguna limosna, intelectuales, actores, dramaturgos,
escritores, clero… nadie queda a salvo de este fresco tremendamente
desesperanzado y, desgraciadamente, lúcido. Ni siquiera aquellos que se dedican
a la crítica literaria, auténticos villanos de la palabra, capaces de elevar
hasta los cielos o ahogar en las lavas del infierno a un escritor por motivos
ideológicos o afinidades personales, en vez de por la calidad de una obra que,
en ocasiones, ni siquiera ha llegado a ser leída. No, no se trata de ningún
escritor actual hablando de la España de principios del siglo XXI. Ha tenido
que ser un genio de finales del diecinueve el que, hablando de la sociedad
sueca de la época, por fin ha puesto negro sobre blanco los motivos de nuestra
mala hostia generalizada.
Pues
eso, que el valor de esta obra de Strindberg (1849-1912) radica precisamente en
la universalidad de sus ideas y en la inteligencia con la que estas se
desarrollan. El autor sueco, al que Acantilado homenajea en el primer
centenario de su muerte, es consciente de que el ser humano conforma el
eslabón más miserable dentro del mundo animal, de ahí su visión tremendamente
pesimista en relación a una raza que se caracteriza por ser tan malvada como su
hipocresía le permite. En El salón rojo, por tanto, observamos que personajes
tremendamente avariciosos, embusteros e insensibles comparten banquetes con
otros de una ingenuidad risible y pasajera, ya que también terminarán atrapados
en la tela de araña que una sociedad exenta de moral va tejiendo a su
alrededor. Es el caso de Falk, quizás el personaje principal del libro, joven
idealista que se cree capaz de revelarse contra el mundo que le asquea, pero
que termina resignado y metido de lleno dentro de esta triste farsa.
Esta
novela es, por tanto, un extenso y complejo cuadro de costumbres de la sociedad
sueca de finales del diecinueve. Strindberg es un maestro en el arte de la
descripción, le salen del alma, y son siempre mordaces y líricas. En ocasiones,
estas se disfrazan de una objetividad fingida, de la que se vale el autor para
terminar lanzando contra el descrito un juicio punzante y venenoso. El
fragmento siguiente es delicioso, y en él Strindberg nos ofrece un retrato del
clásico pelota con el que todos nos hemos topado alguna vez:
“(…)
los hombros le caían como canalones, de sus cadenas no quedaba huella, sus
tibias se estiraban hacia arriba hasta el muslo, sus pies estaban tan gastados
como zapatos viejos bajo los cuales hubiese quedado aplanado el empeine; sus
piernas se esforzaban por inclinarse hacia delante y hacia abajo, como las de
un obrero que ha soportado grandes pesos o ha tenido derecho la mayor parte de
su vida. Era un perfecto tipo de esclavo”.
Maestro
en el arte de las acotaciones, el autor sueco se siente cómodo en las
descripciones de ambientes y de personajes. Quizá los momentos más
gratificantes de mi lectura han sido aquellos en los que he releído lentamente
pasajes en los que se describía a alguno de los títeres de esta farsa,
utilizando el símil o la metáfora como armas de destrucción masiva. La maldad
de su pluma se hace especialmente presente a través de algunas animalizaciones:
“Tenía
aspecto refulgente, como una tortuga puede refulgir ante una buena comida (…)”
Dicho
todo esto, también debo advertir que El salón rojo no es una obra que se lea de
manera desahogada. Como novela, pienso, peca de algún defecto que hace que su
lectura no resulte fácil. Si bien hemos hablado de su maestría a la hora de
describir, el autor se recrea tanto en estos pasajes que parece desatender la
narración, y hace que esta fluya de manera torpe y a trompicones, lo que
conlleva que el lector pierda el hilo de la historia y hasta, en ocasiones,
deje de interesarse por ella y por sus protagonistas. Tampoco hay personajes
centrales que estructuren la trama. Al principio, la cámara parece seguir con
más insistencia a Arvid Falk, el joven idealista e ingenuo, pero otros
personajes no dejan de cruzarse, y finalmente, la pantalla se llena de actores
que entran y salen de plano sin que al espectador le dé tiempo a fijarse en
ninguno.
La
novela tampoco posee una unidad espacio-temporal a la que el espectador pueda
aferrarse para contextualizar lo ocurrido. El lector no sabe si han pasado días,
meses o años entre capítulo y capítulo, y el famoso salón rojo que da título a
la obra apenas tiene presencia en la historia. Y es que realmente no hay
historia, tan solo una sucesión de cuadros aislados que se suceden. Que sí, que
sí. Puede que Strindberg a finales del XIX haya presagiado las innovaciones
narrativas de los grandes novelistas del principios del XX (Proust, Joyce,
Faulkner…), pero creo que no es el caso. Más que un explícito deseo de
revelarse contra las convenciones de la novela, pienso que estamos ante un
intento fallido de mostrar una serie de ideas muy valiosas a través de un
formato novelístico. Es decir, el estilo de cada párrafo es genial, la
descripción de personajes y ambientes resultan líricas y divertidas. Me he
divertido con cada párrafo, pero el libro no me ha enganchado. Y es que la
novela yerra en su estructura, y es por esto por lo que no me termina de
saciar: porque fracasa, precisamente, como artefacto narrativo.
¿Que
si vale la pena leerla? La respuesta es sí. Estamos ante una novela inteligente
que nos reconfortará, ya que nos recuerda que nuestros males de hoy día
(usureros, políticos corruptos, banqueros sin alma…) no son nuevos, y que
nuestra generación no ha sido la primera -ni será la última- en sufrirlos.
Desde un punto de vista muy personal, también he agradecido mucho el tono
desesperanzado de la novela. Sólo desde el pesimismo más absoluto, pienso,
puede afrontarse la realidad descrita con ciertas dosis de lucidez e
inteligencia. Nada de condescendencias, nada de luz al final del camino ni
cierta sonrisa esperanzadora hacia el tendido. La mirada de Strindberg es
desalentadora y brutal. Sólo a través de esta perspectiva podremos averiguar,
de una puñetera vez, qué nos está pasando. Los momentos para el optimismo vendrán
después. Si es que vienen. Así nos golpea esta novela, con toda la fuerza de la
clarividencia. Así nos golpea Strindberg, en mi opinión, mejor dramaturgo que
novelista, pero, en definitiva, un autor genial.
5 comentarios:
Reseñón, amigo José M., reseñón...
Magnífico texto (no me gusta el vocablo "reseña" porque alude a algo con propósito más comercial. Analiza la novela desde todas las perspectivas. Conciso pero completo.
Quizá sea el mejor momento para leer este libro ya que tenemos el adecuado estado de ánimo. Saludos
Por eso he dicho "reseñón", que es un vocablo que excede el mero ámbito comercial para trascender hacia el infinito... ;)
Creo que Strindberg disfrutaba mucho con la alquimia pero no tanto con su señora. Que venga un señor de ultratumba a explicarnos el parte meteorológico del momento es otro de los muchos milagros de la literatura. Alicante y toda la Comunitat en sus extensión sería un buen regalo isobárico para el autor. Celebro la agudeza de López, que también tiene su ración de horchata fresca en mi nevera para cuando guste. Por cierto, si algún día Estado Crítico se convirtiera en una franquicia, con gusto acogerá mi ciudad tan gran honor.
A mí me ha gustado mucho ese sufijo: "reseñón". Elogioso y ajustado, como viene al caso.
Por otro lado, aprovecho para indicarle a Mariluz que Vicente Molina Foix - gran amante del alejandrino como bien sabrá- proviene como ella de Alicante, tierra de excelsas almas y mejores horchatas.
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