El
sentido de un final
Julian Barnes
Anagrama, 2012. Colección "Panorama de Narrativas"
ISBN: 978-84-339-7852-3
192 páginas
16,90 €
Traducción de Jaime Zulaika
Premio Man Booker 2011
Rafael Suárez Plácido
Al final todo cambia. Cuando conocemos
todos los detalles de una historia —y me pregunto si llegamos a conocerlos
alguna vez—, lo que antes nos parecía inequívocamente que era de una manera,
pasa a ser de otra. Probablemente, incluso se trate de todo lo opuesto. ¿Hay
alguna defensa ante esa continua posibilidad de errar? No estoy demasiado
seguro, pero hablaría del criterio, de una suerte de improvisación, cierta
intuición con las personas y las situaciones, o de la experiencia, o de algún
modo de inteligencia.
La última novela publicada en España de Julian Barnes (Leicester, 1946) parece
interrogarnos sobre este asunto. Y lo hace de la mejor manera posible. Nos
cuenta una historia deliberadamente sesgada (no hay mejor manera de manipular una
historia que en una novela, ¿qué es el periodismo actual sino una mala novela?)
en la que va introduciendo pequeñas variables que nos llevan de aquí para allá.
Llegamos a sentir cierta compasión por la vida del narrador, Tony Webster: un
ser completamente anodino que en algún momento de su vida llegó a tener sueños
de cierta grandeza, la esperanza de que iba a vivir una vida plena de aventuras,
cuando era un joven adolescente que había leído a Orwell y a Huxley, y formaba
parte de un grupito de cuatro amigos con delirios de cierta grandeza, o cuando
se alejó de su confortable casa-nicho en la Inglaterra de los setenta y viajó a
Estados Unidos y allí su vida pudo cambiar y ser vida.
Cuando Tony Webster comienza a contarnos
su historia, tampoco es que nos engañe. De hecho, él mismo nos advierte que se
trata de “algunos recuerdos aproximativos que tiempo ha deformado y
transformado en certeza. Aunque ya no tengo la seguridad de que algunos sucesos
fueran reales, al menos recuerdo con claridad las impresiones que dejaron. Es
lo más lejos que llego.” Y todo es válido, porque de lo que se trata es de
hacer vivir al lector las sensaciones que vivió el narrador en cada momento. De
hacerle dudar cuando él dudó o creer que había llegado al final del enigma
cuando él lo hizo. Aunque él ya conocía todo lo que había pasado y el porqué de
las cosas, desde la primera línea de la novela, nos toma de la mano y parece
que nos invita a un viaje por su tiempo y nos dice algo así como: “Acompáñeme.
Esto es lo que yo he vivido en cada momento: tal cual.” De todas formas, lo que
más me ha interesado no es la trama principal de la novela: la relación entre el
narrador, Tony, y Verónica, y la posterior de esta con su mejor amigo, Adrian.
Esa es la excusa, el viaje que nos lleva por las páginas de El sentido de un final, buscando
comprender ese final. Pero lo que realmente nos interesa es eso mismo, el
viaje. Y a la manera de Cavafis, el autor nos lleva por lo que fue la vida de
Tony Webster, por unos paisajes humanos y urbanos muy próximos a los que debió
vivir el propio Julian Barnes. Una época —los años 60, los primeros 70—, en la
que era posible que cuatro jóvenes escolares adolescentes se caracterizaran por
sus lecturas, muy diferentes de las que leerían los jóvenes lectores
actualmente: “Si Alex había leído a Russell y a Wittgenstein, Adrian había
leído a Camus y a Nietzsche. Yo había leído a George Orwell y Aldous Huxley;
Colin, a Baudelaire y a Dostoievski.”
Estos jóvenes veían pasar el tiempo
esperando que llegara un tiempo en el que realmente les pasaran cosas
excitantes, y no dándose cuenta de que aquel era el tiempo en el que estas
cosas podrían pasar. En algún momento, sin embargo, tendrían que cortarles las
alas, y ese momento fueron los años posteriores de juventud: sus veinte años,
en los que su único interés, y lo único que les estaba vedado, era el sexo.
Este momento de la historia de Inglaterra
es el mismo que nos cuenta Ian McEwan en su Chesil
Beach. Dos novelas diferentes con un mismo protagonista subliminal: el sexo
o, para ser más exactos, su permanente ausencia fuera del matrimonio.
Inglaterra, aunque no sólo Inglaterra, era un país lastrado por este problema
que en Estados Unidos estaba ya bastante superado. De hecho, los dos
protagonistas, el de Chesil Beach y
el de esta novela, tienen viajes por Norte América que les aportan un poco de
aire fresco y les abren al mundo, aunque sólo sea para regresar de nuevo a él.
El hecho es que Tony Webster se casa,
tiene una hija, se separa y mantiene una relación más o menos afectuosa con su
ex, sin saber muy bien por qué hace todo esto. Podría decirse que sin querer o
que por no salirse demasiado de una norma que ha venido siguiendo toda su vida:
su deseo de llevar una vida anodina. Es que, en realidad, Julian Barnes, ya
desde su primer gran éxito, El loro de
Flaubert, que no recuerdo demasiado, aunque sí recuerdo la grata, gratísima
sensación que me dejó, no hacía demasiado hincapié en los detalles de la trama,
sino más bien en una serie de reflexiones que parece que son lo que realmente
desea contarnos. Así ocurre también en El
sentido de un final: uno sabe que ha sido zarandeado de un lado a otro de
la cubierta del barco, y al final todo ha salido como queríamos demostrar. Es
posible que siempre ocurra así cuando se trata de los libros de Julian Barnes:
siempre consigue lo que se propone. Aunque eso no quite que lamentemos
quedarnos siempre con ganas de más. Así estamos ya: esperando por la próxima
novela.
2 comentarios:
Una magnífica novela. Lleváis razón en que en ella Barnes nos zarandea a su antojo, haciendo que cambie cada cierto rato nuestra percepción moral respecto al protagonista. Las sorpresas que guarda la novela tienen un impacto brutal, por su sutileza y su implicación en las vidas de los personajes. Me encantó.
Este muchacho Plácido es interesante. Tuve un novio de Castellón que decía lo mismo de Barnes. El hombre puso mucho empeño en que me leyera El Loro de Flaubert, pero no entendí nada. De hecho, me lo leyó él completo un verano durante una semana que pasamos en la playa de San Juan en Alicante, mientras se ahogaba en su propia risa. Creo que era un poco pedante. Mañana me tiraré a comprarlo. Espero que sea más livianito que el otro. Por cierto, ahora recuerdo que también me leí Hablando del asunto. Ese me cabreó directamente porque me recordaba a La Celestina: no era una novela sino una conversación a tres bandas entre gente de naturaleza infiel. Un rollo macabeo. Bueno, Plácido, para ti (menos que para Coradino) hay un tetrabrick de horchata en mi nevera, campeón.
http://mariluzalicante.blogspot.com.es/
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