David Eagleman
Anagrama, 2013. Colección “Argumentos”
ISBN: 978-84-339-6351-2
348 páginas
19,90 €
Traducción de Damià Alou
Coradino Vega
Del mismo modo con que un alumno de bachillerato de ciencias mira por
encima del hombro al de letras, el adulto de letras suele contemplar con
indiferencia o desdén la mayoría de las aportaciones que provienen de la ciencia.
Pero ¿qué sucedería si al crítico literario que postula que la realidad es una
construcción ideológica, o al filósofo que lleva veintisiete siglos tratando de
definir qué es el yo, alguien le demostrase que la conciencia es como un
diminuto polizón en un transatlántico; que casi todo lo que hacemos, pensamos y
sentimos no está bajo nuestro control; que las innumerables facetas de nuestros
comportamientos y experiencias van inseparablemente ligadas a una inmensa red
electroquímica cuyo mecanismo es ajeno a nosotros? Pues bien, eso es lo que hace
el neurocientífico David Eagleman
(Nuevo México, 1971) en este libro escrito con esa suerte de felicidad apasionada
y divulgativa que parece hallarse en las antípodas del intelectualismo de
resabio francés. Nuestras esperanzas, sueños, aspiraciones, miedos, sentido del
humor o deseos, emergen de ese extraño órgano de un kilo doscientos gramos
compuesto por miles de millones de neuronas que es el cerebro humano, y cada
pensamiento depende del estado físico de las conexiones que se den en cualquier
centímetro cúbico de tejido cerebral y que son tan numerosas como las estrellas
de la Vía Láctea. Tanto da que la conciencia participe o no en la toma de
decisiones. Casi nunca lo hace y, cuando lo hace, ralentiza su eficiencia.
Nuestro cerebro va casi siempre en piloto automático, y la mente consciente
tiene muy poco acceso a la gigantesca y misteriosa fábrica que funciona en la
parte sumergida del iceberg de la que sólo es la punta.
Este descubrimiento
de la neurociencia supone un derrocamiento similar al iniciado por Galileo, Copérnico o Giordano Bruno.
Si no hay mejor cura para la certidumbre y el egocentrismo que saber que sólo
habitamos el rincón visible de un universo que contiene quinientos millones de
galaxias y dos millones de soles, el asombro de reconocer que también hemos
perdido nuestra posición en el centro de nosotros mismos da pie a una vastedad
semejante a la que provoca nuestro lugar en el cosmos. Aunque las intuiciones
de Freud sobre el inconsciente fueron
acertadas, y hacen muy difícil cumplir con el precepto clásico de conocerse a
sí mismo, la intención de Eagleman no es precisamente adentrarse en los
meandros del psicoanálisis, sino constatar cómo la biología condiciona tanto el
carácter como el libre albedrío. ¿De qué manera es posible que uno se enfade
consigo mismo? ¿Por qué las rocas parecen ascender después de mirar una
cascada? Si el borracho Mel Gibson
es antisemita y el sobrio Mel Gibson se disculpa de corazón, ¿existe un
auténtico Mel Gibson? ¿Qué tienen en común Ulises y el desastre de las
hipotecas 'subprime'? ¿Por qué las 'strippers' ganan más dinero en ciertas épocas
del mes? ¿Por qué la gente cuyo nombre empieza por J es más probable que se
case con otra persona cuyo nombre comienza por J? ¿Por qué tenemos la tentación
de contar los secretos? ¿Por qué hay cónyuges más proclives a la infidelidad?
¿Por qué Charles Whitman, cajero de un banco con un alto coeficiente
intelectual y antiguo 'boy scout', de repente decidió matar a cuarenta y ocho
personas desde la torre de la Universidad de Texas?
Ésas y otras
cuestiones son abordadas en Incógnito
con un talento explicativo que no rehúye de la precisión ni de la claridad ni del
disfrute de sus ejemplos concretos. Sólo el acto de mirar, esa ventana por la
que percibimos la supuesta realidad, es un mundo fascinante y complejo, plagado
de ilusiones, en el que la atención cobra una importancia tan relevante como
cuando Winifred Gallagher sostiene
que nuestra vida es aquello a lo que estamos atentos. Lo normal es que no
seamos conscientes de que no somos conscientes de los detalles. Vemos lo que
necesitamos ver, y no más. La jerarquía sensorial, con sus desplazamientos en
forma de sinestesia, ocupa buena parte del estudio de Eagleman. Y en relación
con los mecanismos perceptivos llega a la siguiente conclusión: “Sólo porque creamos que algo es cierto,
sólo porque sepamos que es cierto, no significa que sea cierto”. Pero al
igual que somos conscientes de muy poco de lo que hay “ahí fuera”, tampoco tenemos
un acceso volitivo a lo que pensamos, creemos y sentimos. La brecha entre
conocimiento y conciencia es enorme. El papel de la segunda consiste en
programar al robot, en grabar los movimientos en el ADN del futuro sonámbulo:
la conciencia es quien planifica a largo plazo, mientras que casi todas las
operaciones diarias son llevadas a cabo por aquellas partes del cerebro a las
que no tiene acceso. Y mejor que sea así, pues como decía Flannery O’Connor cuando le preguntaban cómo se escribe un relato,
en cuanto nos ponemos a meditar sobre su mecánica o intentamos explicarlo
estamos perdidos.
Recuerda Eagleman
que, ya en 1670, Pascal observó con
sobrecogimiento que el hombre es por igual incapaz de ver la nada de la que
surge y el infinito que lo engulle, pues a diferencia de lo que sucede con la
gran mayoría de los adultos de letras en relación con la ciencia, este
científico —sabedor de que su tema roza tanto la religión como la filosofía—
maneja los materiales humanísticos con total desenvoltura. La realidad es mucho
más subjetiva de lo que se cree normalmente. Dos personas pueden contener en sus
cabezas dos mundos completamente distintos. La introspección no sirve de mucho.
Hay patrones que han ido seleccionándose con el tiempo como el animal que, a lo
largo de su evolución, pierde por ejemplo la cola. El olor, los instintos, las
hormonas, las drogas, los psicofármacos, las microlesiones cerebrales, los
niveles de serotonina, el equilibrio entre la razón y las emociones, pero sobre
todo la genética y el entorno, no sólo condicionan nuestras opiniones o
comportamientos diarios, sino que se hallan detrás de la práctica totalidad de
los actos delictivos.
Además de dirigir el
Laboratorio de Percepción y Acción en el prestigioso Baylor College of
Medicine, David Eagleman preside una Iniciativa sobre Neurociencia y Derecho,
de ahí que la tesis final de este libro sea la del replanteamiento de la
culpabilidad, o responsabilidad penal, atendiendo a los avances de la
neurobiología. Sus propuestas pueden resultar cuando menos controvertidas en
estos tiempos en que los casos de flagrante actualidad han puesto en entredicho
las imperfecciones del sistema legal español, con el consiguiente
desplazamiento de parte de la opinión pública hacia esa línea punitiva que ignora
el primer axioma que se enseña en las facultades de Derecho (“odia el delito y
compadece al delincuente”), y que hoy parece tan condenado a su obsolescencia
como cualquier otro instrumento de convivencia social basado en criterios
racionales. Si procedemos de un proyecto genético y nacemos en un mundo cuyas
circunstancias, en nuestros años formativos, no podemos elegir, los conceptos
de libre albedrío y responsabilidad personal se vuelven como mínimo dudosos.
¿Por qué castigamos al niño que pintarrajea los muebles de casa y no lo
haríamos en caso de que lo hiciera sonámbulo? Eagleman no pretende exculpar,
sino contribuir a un sistema de rehabilitación más justo e individualizado. Por
lo que quien conciba la cárcel sólo como medio de castigo difícilmente podrá
comprender lo que aquí se trata: “Aquellos
que rompen los contratos sociales tiene que estar encerrados, pero en este caso
el futuro es más importante que el pasado”. O lo que es lo mismo, la
finalidad debería pasar menos por la venganza que por que no se vuelva a cometer
el delito. El problema es que las cárceles se han convertido de facto en
instituciones mentales, y castigar a un enfermo mental generalmente influye
poco en su comportamiento. Y la solución, para Eagleman, más que por la tradicional
lobotomía o la castración, pasa por el desarrollo de los lóbulos frontales, es
decir, por aquella parte del cerebro que inhibe la impulsividad y ofrece una
oportunidad a todo aquel que esté dispuesto a ayudarse a sí mismo. En eso
consiste también madurar.
Pero
David Eagleman no es un científico determinista dispuesto a reducir la vida a
la física y la química. Reconoce que la ciencia se encuentra con ese límite
inefable que algunos llaman “alma” y, aunque apueste con cautela por una
explicación orgánica de la espiritualidad, critica la soberbia cientificista
que pretenda una solución universal para todo. Su receta se topa por tanto con
el mismo límite contra el que siempre chocaron la religión y la filosofía. Sin
embargo, en lugar de regodearse en la falta de sentido y la nada
existencialista, no deja de insistir en que la galopante intrascendencia del
género humano conduce a una comprensión más rica y profunda, puesto que lo que
perdemos en egocentrismo queda equilibrado por la sorpresa y el asombro: “El destronamiento del centro de nosotros
mismos no me parece deprimente; me parece mágico”. La tarea de la ciencia
es seguir descubriendo. Al terminar su lectura, lo único que lamento es haber
dedicado tanto tiempo a los Foucault
de turno existiendo libros como los de Lynn
Margulis o Bill Bryson, como Atención plena de Winifred Gallagher, o
como este de David Eagleman.
3 comentarios:
La madre que te parió, Cora...
Me lo apunto en la lista de urgentes. Espero 1) que tu apasionado comentario no esté muy por encima de las cualidades del libro 2) que basten unos conocimientos de física y química a nivel bachiller porque, sí, yo también soy de letras.
Saludos y gracias
Estimado Molins de Tirso, siento tardar tanto en contestar. Urgente, urgente, me parece a mí que hay pocas cosas en la vida. En cuanto a las cuestiones que planteas, me temo que sólo puedo responderte a la segunda. No te preocupes lo más mínimo. Yo mismo he olvidado toda la física y química que aprendí y creo que he comprendido el libro. Su amenidad carece de tecnicismos. Un saludo y muchas gracias.
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