04 julio 2013

Cocodrilos en la playa

Cuando se publicó el 'best seller' de Katherine Pancol Los ojos amarillos de los cocodrilos se anunciaba en su faja: "Una novela que no deja a nadie indiferente". Y nuestro estadista José M. López no iba a ser menos. Obligado a leer dicha obra para evitar un conflicto familiar playero, el crítico se tuvo que terminar tragando gran parte de los prejuicios que tenía. He aquí la vergonzante pero divertida crónica de aquel caluroso verano rodeado de suegras y cocodrilos...



José M. López

Como todos sabemos, el verano es época propicia para saborear, por fin, toda una lista de libros apetecibles a los que teníamos pensado hincar el diente durante el invierno pero que, por diferentes causas, no tuvimos el tiempo necesario para leer. Debo confesar que nunca he sido un aficionado radical a la playa, pero, con el tiempo, y debido, en parte, a que mi pareja sí lo es, he aprendido a enmarcar una de mis actividades preferidas, la lectura, en ese extraño entorno de sombrillas, arena y chiringuito. Es más, yo no me limito, a pesar de la tendencia general, a leer en la playa libros livianos y de poco peso. He aprendido, con el tiempo, a compaginar aquel contexto lúdico y soleado con plúmbeas y apasionantes lecturas de esas de desgarrarte el seso. Poco a poco, toda aquella irritante coyuntura que rodeaba mis estancias en la costa se ha ido transformando en un entrono apacible, e incluso potenciador de la concentración necesaria para una agradable tarde de lectura: lo que antes era el fastidioso grito de una madre a su hijo, se torna ahora en ronroneo de fondo necesario para mi abstracción; el antiguo sopor de la canícula es ahora una idónea sensación térmica que me mantiene alerta ante las vicisitudes de la narración; hasta necesito, cada quince o veinte minutos, la interrupción producida por el golpe de una pelota de playa que me golpea furtiva como un necesario descanso tras la lectura de ciertos párrafos de especial intensidad. Bueno, pues aquella mañana de julio bajaba yo a la playa, mi libro cómodamente colocado entre el protector solar y las paletas, para empezar a disfrutar de mi primera lectura estival, pero, amigo Sancho, con los hados, o, más bien, con la familia, nos tuvimos que topar.

Cuando llegué a la arena, la familia de mi novia tenía ya perfectamente erigida su empalizada de sombrillas y sillas de playa. Ya hacía algunos años que me habían otorgado el privilegio de penetrar en ella, pues antes tenía que conformarme con acampar en los alrededores, como soldado advenedizo que aspira a conseguir ese honor. Pues bien, una vez dentro, y tras montar mi propia infraestructura defensiva, me dispuse a sentarme y a relajarme con mi ansiada lectura. Pero entonces observé a mi suegra leyendo una novela en cuya portada había un extraño dibujo de un cocodrilo con un ojo amarillo. Como no podía ser de otra forma, me dispuse a preguntarle por el libro, y ella contestó con un ciceroniano laudo hacia él. Tras ello, y como imponen las normas de cortesía, yo solté un “bueno, pues habrá que leérselo”. No di yo más importancia al asunto, hasta que la tarde siguiente mi novia se acercó con el cocodrilo de ojos amarillos en la mano y me dijo: “toma, mi madre ya se lo ha terminado, dice que te lo presta”. ¡Maldita cortesía, maldita familia y malditos hados! Tenía que posponer mi lista de lecturas ansiadas en pos de una novela de la que ya había oído hablar, y  sobre la que, debo decirlo, volcaba todos y cada uno de mis prejuicios literarios: éxito de ventas, autora de mediana edad, extremadamente 'cool' y, además, francesa. Vamos, una  novela de mujeres para mujeres, y, encima, con  título absurdo que nada tenía que ver con su argumento. Bueno, lo mejor sería acabar con ella cuanto antes, pero, oh Dios, otra nueva bofetada terminó de descorazonarme: tenía cerca de seiscientas páginas.

Con sumo cuidado me fui adentrando en la historia de Jo, una mujer casada y con dos hijas, que nunca ha tenido la entereza de valerse por sí misma, de dar rienda a sus sueños y poner en práctica toda una serie de proyectos que le apasionan y aterran a la vez. Esta mujer se ve abandonada por su marido, por lo que no le queda más remedio que encarar la vida, y estrangular de una vez sus miedos e inseguridades. Al principio, me mostraba reacio ante una historia que me parecía tópica y perfectamente diseñada para un tipo de lector/a muy concreto. Sin embargo, poco a poco, y ayudado por la calidez de una prosa nada torpe, me fui interesando por la protagonista, que si bien al principio me pareció estereotipada y anodina, va ensanchándose con el devenir de las páginas, y cobra una profundidad y calidez humanas considerables. La débil ama de casa que empieza la novela nada tiene que ver con la mujer que encontramos al final del relato. Jo se ha convertido, como la dama medieval que protagoniza  la novela que ella misma escribe, en una heroína cotidiana, a la que hemos acompañado desde el principio, nos hemos reído con ella, hemos sufrido por ella, e incluso, debo reconocerlo, nos hemos emocionado con ella. La narradora ha podido conmigo, me ha manipulado, y me ha obligado, a mi pesar, a encariñarme de esta antiheroína, de esta Woody Allen a la francesa.

La autora sabe perfilar la personalidad de su protagonista haciéndola interesante más que por sus virtudes, por sus defectos. Y estas características que en Jo son profundamente femeninas, trascienden lo particular y se vuelven, en mi opinión, universales, lo que provoca que no me sienta excluido para nada de la historia, y permite que, a pesar de las circunstancias propias del sexo, termine identificándome con esta mujer bondadosa y algo bobalicona.

Sin embargo, y a pesar de que toda la novela gira entorno de la protagonista, encontramos una amplia fauna de personajes no siempre cincelados con la misma fortuna. Muchos de ellos, sobre todo los personajes masculinos, son tipos de una personalidad plana, meros monigotes caracterizados normalmente por un solo defecto. El amante de su hija, por ejemplo, es el típico donjuán patético y engreído; su padrastro, un primitivo nuevo rico de carácter simplón; sus hijas, una la cariñosa y sensible, la otra la harpía con visos de futura 'femme fatale'.

Otro de los aspectos que, en mi opinión, lacra la historia, es su tono excesivamente 'naif'. A pesar de la crueldad de algunas situaciones, siempre hay una amiga para consolar a la protagonista o un caballero andante de jersey de cuello alto que termina salvándola. Hay que reconocer que el excesivo “buenismo” de algunos personajes y la desmesurada sensiblería de algunas escenas no hicieron más que apuntalar los prejuicios que albergaba antes de acercarme al libro.

Sin embargo, y pesar de estos vicios propios de toda obra que aspira a 'best seller', tengo que reconocer que ese inicio de verano, mientras me embriagaba el olor a la brisa salada y a filetes empanados, disfruté con la lectura de este libro. Y es que, a veces, un personaje salva una novela. Y debo admitir que la escritora da vida en el libro a una protagonista con un grado de humanidad tal, que, meses después de haber leído la novela, no estaba seguro de si el personaje de Jo pertenecía a una novela, lo había visto en alguna serie, o es que realmente había conocido a esa mujer.

Al final, y una vez terminada la novela, me di cuenta de que su lectura no había resultado una experiencia tan traumática como esperaba. Cerré el libro y observé con los ojos entornados a esa extraña gente que me rodeaba y que yacía tostada sobre sus toallas. Enterré un poco más mis pies en la abrasante arena y, me quedé dormido acunado por la extraña melodía que conformaban el romper de las olas sobre la orilla y el agudo silbato del vendedor de cuñas de Sanlúcar.

1 comentario:

Confitería Pampín dijo...

Desde Sanlúcar siempre hemos abogado por la buena literatura y el control del colesterol. Nos preguntamos sin embargo, si la mención a Sancho de la reseña no hubiera ido más acertadamente dirigida a "Dulcinea".