Mi
vida querida
Alice Munro
Lumen, 2013
ISBN: 978-84-264-2139-5
336 páginas
22,90 €
Traducción de Eugenia Vázquez Nacarino
Coradino Vega
¿Qué es escribir bien? Para unos consiste en exigir un lenguaje
fortalecido por la audacia verbal, la exuberancia subordinada o un puntillismo
más o menos caprichoso que, en ocasiones, puede sonar demasiado a artificio.
Para otros, en cambio, lo importante es la concisión, acuñar la palabra precisa
y buscar una naturalidad que, sin reproducir exactamente el habla, rehúya un
tono de excesiva literatura. Hay muchas formas de escribir bien, y no seré yo,
que cada vez tengo menos certezas sobre más cosas, quien excluya ninguna
posibilidad (cada vez que comento un libro temo que alguien me confunda con un
crítico literario). Pero si alguien me preguntara qué es para mí escribir bien,
creo que respondería que escribir como Alice
Munro.
Como ocurre a menudo con Flannery
O’Connor o Eudora Welty, da la
sensación de que Alice Munro ha llegado a un punto en el que, tras aprender
todo lo que podría llegarse a aprender sobre técnica narrativa, la decisión
consciente de ignorar cualquier norma se funde con el deseo realizado de
escribir con total libertad, como si fuese lo primero que se escribe, sin
ningún tipo de corsé o de miedo, con la única pretensión de contar de la manera
más rudimentaria posible. Sin altanería, parece que está por encima de cuanto
no es importante: todo aquello que desdeña esa especie de academicismo
contemporáneo con función policial que reduce tanto la experiencia literaria.
Puede que los diez cuentos y las cuatro piezas autobiográficas que integran Mi vida querida no provoquen un impacto
tan notorio como el que producían, por ejemplo, muchos de los relatos de su
anterior entrega, Demasiada felicidad.
Y es que, en su último libro, Alice Munro ahonda aún más en el despojamiento,
en lo esencial, en una engañosa transparencia: las historias son más breves,
los párrafos se comprimen casi tanto como los títulos de sus piezas y el
silencio dice mucho más de lo que se enuncia explícitamente. Ya no hay apenas
vidas completas, como sucede en la mayoría de esos cuentos suyos que abarcan
condesada la materia de una novela, sino instantes, momentos insignificantes
sólo en apariencia, comienzos de una cosa que luego se transforma en otra o que
en realidad nos está hablando de una tercera.
Una mujer que ha publicado un libro de poemas vuelve algo bebida a
casa de una fiesta en compañía de un hombre que no es su marido y al que irá a
buscar años después, en un viaje en tren durante el que dejará un momento a su
hija sola. Una joven maestra llega a un frío sanatorio de niños tuberculosos
que está junto a un lago y allí se enamorará del médico que lo dirige. Una
chica tímida y apocada se fuga de su pueblo con un novio huyendo de una familia
terca, regresa al cabo de mucho tiempo y se encuentra con el policía que la
acompañaba del trabajo a casa por exigencia paterna. Un niño rememora vagamente
la separación de sus padres y cómo su hermana, para llamar la atención, se tiró
sin saber nadar a una laguna. Una joven se queda a vivir con unos familiares
cuando sus padres se van a Ghana y cuenta cómo su tío, que es un hombre
inflexiblemente conservador y religioso, anula a su tía sistemáticamente. Una
antigua criada chantajea al arquitecto que la hija tullida pero no acomplejada
de un magnate local tiene por amante. Un meticuloso oficinista que se libra del
ejército por su labio leporino y siempre vivió con su madre se hace amigo de la
extravagante hija de un banquero y ambos quedan para ver la televisión cuando
ésta aparece novedosamente. Un soldado vuelve de la guerra y, cuando queda muy
poco para llegar a su pueblo, se arroja del tren y se queda a trabajar en una
granja en la que vive una mujer sola. Una anciana con problemas de memoria va
en coche al pueblo donde pasa consulta un doctor especializado en su tema y,
cuando llega allí, no recuerda el nombre del médico. Un matrimonio de avanzada
edad planifica su muerte conjunta pero aparece una antigua amante del marido y
ambos acaban comportándose como dos jóvenes.
Todas esas historias transcurren en un espacio de tiempo en el que
tiene una presencia continua y lejana la II Guerra Mundial, y que se extiende
—con esa facilidad que tiene Alice Munro para contrastar el pasado con el
presente— por los años de la Gran Depresión, el puritanismo que vino luego, y
la revolución tecnológica y moral de los sesenta y setenta que, a la vez que el
esplendor económico, parece traer consigo una fuerza liberadora no siempre
exenta de consecuencias. Casi todas transcurren en pueblos pequeños o ciudades
de provincia, y la autora les cede la palabra directamente a sus personajes,
dignificados en su cotidianidad sin horizontes, como si le diera pudor estar en
un primer plano aun sin dejar de estarlo invisible, constante, sutilmente. No
hay muchas descripciones, ni una especial propensión al lirismo, si acaso un
cambio de tiempo verbal para acelerar un desenlace. Y sin embargo, con pocos
elementos y una sencillez muy difícil de conseguir, las ficciones de Munro
exudan una riqueza vital expansiva, un crisol de experiencias de las que hay
mucho que contar porque tratan de esas fronteras que todos tenemos que decidir
si atravesamos o no en algún momento de la vida.
Si el estilo no es más que la extensión del temperamento de un
artista, la limpieza de la prosa de Munro denota una sabiduría serena que, aun
cuando nos habla de lo terrible sin nombrarlo, confiere al acto de contar un
rango de felicidad originaria, un grado de entusiasmo y amor por la escritura
que recuerda a ese ‘grain of stupidity’ sin el que, para Flannery O’Connor, era
imposible hacer nada creativo en condiciones.
En la última sección del libro, Alice Munro recopila cuatro
fragmentos, cuatro fogonazos recordados que ella misma confiesa
autobiográficos: “lo primero y lo último
—y lo más íntimo— de cuanto tengo que tengo que decir sobre mi propia vida”.
En ellos, como si fuera una continuación posible a la reconstrucción
genealógica explorada en La vista desde
Castle Rock, la escritora ya octogenaria revisita a su padre, y en especial
a su madre, desde el punto de vista intolerante de la niña que fue, la
adolescente confusa marcada por el resentimiento o incluso la joven esposa
absorbida por los hijos pequeños y su “siempre
frustrante afán por escribir”. Son piezas que, por medio de una crudeza
desnuda, revelan dos o tres verdades tan lacerantes como curativas. No hay
consuelo ni remedio ni ninguna clase de indulgencia exculpatoria, pero sí
perdón, una especie de pacto con la vida.
Leyendo Mi vida querida,
volviendo la página atrás para recordar algún nombre o desentrañar un silencio,
la ocultación consciente de un dato o un hecho, uno se siente más cerca de
comprender lo que de ordinario e insólito, casual e inefable, maravilloso y
cruel tiene la existencia. Una vez más, es lo que nos brinda Alice Munro: su
hondura, su generosidad, su grandeza.
[Publicado en Micro-revista]
2 comentarios:
Un artículo muy interesante. Lo tendré en cuenta para mis próximas lecturas. Lo cierto es que intentando leer a Alice anteriormente no me convenció. Tal vez este libro sea un punto de inflexión y se muestre como una autora más sencilla como tú dices. Gracias.
Me gusta la reseña, pero la he notado un pelín corta, al tratarse del señor Coralino.
Muchas gracias
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