Nos ha costado sonsacarle a Sara Mesa un pecadillo de juventud lectora pero una vez abierto el tarro de las esencias... resulta que la vocación escritora de nuestra laureada estadista fue ¡Isabel Allende! Así que pasen y lean esta desgarradora confesión de un pasado lector ecléctico como pocos y que terminará, como no puede ser de otra forma, en lapidación. Ponemos así fin, con este broche de oro, a esta serie de reseñas especiales motivadas por el IV Aniversario de Estado Crítico. Esperamos que las hayan disfrutado.
Sara Mesa
Lo
confieso: si no es por la presión de algún que otro estadista contumaz no
hubiese escrito jamás este texto. Qué le vamos a hacer, una a veces se
avergüenza de su pasado. Pero luego viene eso tan sano de la vergüenza torera y
de dar la cara y reírse de una misma, así que aquí estoy, admitiendo mi
devoción adolescente por esa escritora sonrojante a la que –que sí, que sí-
tanto debo en mi formación lectora. A ver: se trata de leer con entusiasmo,
¿no? Con devoción. Con pasión. Pues eso, sí, ni más ni menos es lo que me pasó
a mí con Isabel Allende. ¿Me excusa
el hecho de tener 15, 16 años cuando empecé a leerla? ¡Espero que sí! Con esa
edad espongiforme yo devoraba todo lo que caía en mis manos. Qué veranos
aquellos en los que no podía salir con mis amigos y tenía que refugiarme en los
libros… lo mismo Agatha Christie que
Dostoievsky, Martin Vigil que Cortázar,
Herman Hesse que Flaubert, la revista Nuevo Vale –que compraba a escondidas- que La conjura de los necios… Cuando digo todo, es TODO,
independientemente de que lo entendiese o no… ¡pero si hasta me leí de cabo a
rabo El año del peluquín, de Santiago Carrillo, porque lo regalaban
con el periódico, o las selecciones del Reader’s
Digest de los años 50 que encontré en casa de mi tía abuela! Así que, por
un lado, suplico el perdón para esta chica despistada y un pelín aburrida (¡captatio benevolentiae, por favor!),
pero por otro, ya que estamos, tengo que ser sincera y admitir mi pecado: a mí
de verdad lo que en realidad me atrapaba, más que ninguna otra cosa, más que
las aventuras de Raskolnikov o los conejitos de la carta de una señorita en
París, eran aquellas novelas de amores tremendos, fantasmas, mujeres brujas,
sexo más o menos explícito y trama más o menos política que leí y releí ¿cinco?
¿seis? ¿diez veces?... Ah, todavía recuerdo mi fervor por La casa de los espíritus, por De
amor y de sombra y por aquellos cuentos que, en fin, sí, admito que me
parecían una auténtica obra de arte: me refiero a los de la almibarada, tramposa
y cursi Eva Luna.
De
hecho, venga, voy a echar los restos aquí con más confesiones. Siempre digo que
fui una lectora voraz pero que jamás, nunca, me planteé que podría llegar a
escribir algún día. Más allá de mis infumables diarios, no fue hasta llegar a
la treintena que sentí verdaderamente ese impulso de sentarme a escribir mis
propias historias. Jamás fui una escritora precoz. Pero cuando digo esto,
también miento un pelín. En realidad, el primer impulso, todavía incipiente
pero el primero al fin y al cabo, lo tuve leyendo a Isabel Allende… ¿podría yo
hacer algo similar, me dije? ¿Podría yo contar historias como las de ella?
Copiaba párrafos de sus novelas para aprender… cuántos adjetivos tan intensos,
qué sintaxis tan envolvente, qué encantadores me parecían sus personajes
encantadores y qué retorcidos sus personajes retorcidos. Isabel Allende fue mi
primera maestra… ¡era mi modelo! ¡Cuánto me indigné cuando vi que no le
dedicaban ni un mísero párrafo en la sección de literatura hispanoamericana de
mi manual de historia de la literatura! Alejo
Carpentier, sí, Gabriela Mistral,
y Rulfo, y Borges, y más recientitos García
Márquez y Vargas Llosa,
estupendo… pero ¿dónde dejaban a Isabel Allende? ¿A quién se le había olvidado
incluirla? ¡Esa gente no sabía nada de libros! Aquella jovencísima Sara Mesa no
podía entenderlo.
Más
adelante las cosas fueron cambiando y ya con 18 años cayó en mis manos Paula, el libro en que la Allende
relataba la enfermedad y muerte de su hija. Ahí el tufillo empezó a ser
demasiado evidente y una alarmita se encendió en mi cabeza todavía
considerablemente hueca: ¿no era aquello demasiado morboso? ¿Estaba la
escritora tendiéndonos una trampa melodramática? Sin dudar del verdadero dolor
que una madre siente ante una tragedia así, ¿no era aquel libro innecesario? A
mí desde luego me generó rechazo. Me aparté. Y poco después empecé a renegar de
toda su obra. Me da la sensación además de que todo lo que vino después era aún
peor, sustancialmente peor. Pero, ¿tenían aquellas primeras novelas que yo leí
algún valor? Debería releerlas para contestar con propiedad, aunque intuyo que
literariamente hablando no son más que plastiquete del barato (codazo, codazo,
guiño, guiño, para los compañeros Luque
y Moraga). Y sin embargo, seamos justos:
no pasa nada por leer librillos como estos. A esta que les habla no le ha
impedido posteriormente leer otras cosas. Incluso escribir y todo, bajo
premisas estéticas radicalmente distintas. Todo sirve, todo contribuye. Por qué
no. Está claro que Isabel Allende no debía estar en el canon de mi manual de
literatura. Pero quizá tampoco deberían estar otros que conocemos,
contemporáneos nuestros, en los canones de la crítica actual. Si vamos a
ponernos en plan de lapidar a autores (al modo 'naïf' de La vida de Brian, faltaría más) no solo deberíamos ensañarnos con
escritoras como Isabel Allende: otros más encumbrados también se merecerían lo
suyo. Así que todos a comprar bolsitas de gravilla y barbas postizas...
14 comentarios:
¡En casa de mis padres también había selecciones de Reader´s digets!
Y algunas todavía las recuerdo con cierto cariño. Y lo confieso: también leía los "Vale" y "superpop" de mis hermanas ;)
Martínez ros, es usted un bujarra de manual.
Pues yo también me he "jartao" de leer los Reader's Digest esos... y ¡me encantaban!
Yo creo que nuestra verdadera vocación vino de la mano de aquellas historias de supervivientes en la nieve y por supuesto de la sección 'Enriquezca su vocabulario'.
Jaja... por la cara. Recuerdo una de una mujer que sobrevivió a un rayo... fascinante...
Al leer estas crónicas supuestamente vergonzantes, uno no puede dejar de intuir algo así como el manual de buenas lecturas que tienes que seguir si quieres ser cool y super. ¿Quién decide qué es bueno o es malo? Este tipo de crítica, la de señalar con el dedo, me recuerda a esos/as que tanto se les llena la boca para decir que solo ven en la caja tonta los documentales de la 2 y en realidad se encuchufan todos los días al Sálvame como si fuese una máquina de diálisis...Ya lo dice la sabiduría del refranero "Dime de que presumes..."
Desde el cariño y el respeto siempre. Saluditos
Andrea Sw.
Andrea Sw, la que decide qué es bueno o malo en la literatura es la sensibilidad artística de cada cual, pero esta no es algo meramente subjetivo, sino que sigue un canon, una tradición, unos criterios más o menos compartidos por toda la gente con buen gusto literario. ¿POr qué va a estar mal que un entendido, por ejemplo, en cuestiones culinarias confiese que le gusta comer a veces fritanga de aceite muy usado en bares sucios de los suburbios? Él no pretende que nadie haga lo mismo, sino reconocer que esa comida es de peor calidad que la paella de la abuela hecha con todos sus avíos, su tiempo y su amor. Pues lo mismo pasa en literatura.
Un saludo.
EStoy de acuerdo con Andrea Sw, aquí van todos de refinados, están ellos y "esa chusma, el pueblo..." Se congratulan de estar por encima de todo eso. Pues enhorabuena estadistas
No debe perderse la perspectiva de que estas reseñas "especiales" que se hacen en EC una vez al año con motivo del aniversario del blog no son más que un divertimento.
No obstante, a mí me parece inevitable que estas entradas rezumen cierto "elitismo" -siempre desde el cariño y el respeto, por supuesto- aunque su intención sea justo la contraria. Reconocer que te avergüenza haber leído a tal autor cuando ese autor, a lo mejor, es leído por miles de personas implica un posicionamiento estético literario determinado. Pero yo creo que cada estadista ya está mostrando todos los días, con las reseñas normales, cuál es su punto de vista, cuales son sus gustos literarios, por lo que el supuesto "elitismo" debería verse reflejado ahí, no en estas series de reseñas atípicas que, insisto, no son más que un juego para pasar un buen rato y para no tener que tomarnos esto de la crítica literaria tan en serio.
Y desde luego que creo que los estadistas son la gente menos 'cool' y 'super' que existe en toda la blogosfera... la verdad.
Estas reseñas serán un divertimento en la forma, pero lo que exponen en el fondo son asuntos que merecen su reflexión y su debate. Los prejuicios existen, no los hemos inventado nosotros: lo que tratamos es de reconocerlos, de darles la vuelta, de refutarlos y hasta de reírnos de ellos. Ojalá muchos lectores de Gala, Benedetti, Larsson o Allende hicieran valer sus argumentos en este espacio, enriqueciéndolo. Existe también la buena y la mala literatura, como existe el buen y el mal uso del lenguaje, independientemente de las pasiones que pueden despertar en un individuo o en las masas: veamos qué criterios se barajan, si los compartimos o no, si nuestras ideas cambian con el tiempo. Para todo eso, además de para entretener, podrían servir estas reseñas. Pero no para tratar de acomplejar a nadie, ni de establecer ninguna casta de elegidos.
Me gusta este debate, tal y como se desarrolla, así que con la venia y si les parece oportuno, completo el primer comentario y respondo a las réplicas, en especial a la del Sr. Cotta, cuya aportación me parece especialmente reveladora. Quizás esa minoría que decide el canon de la buena literatura esté más autorizada que los millones que compran/leen a Isabel Allende, no en vano otra minoría con igual sensibilidad y criterio, decidieron que otro Allende no convenía, pese a ser elegido por la mayoría de sus conciudadanos. La cuestión es ¿por qué el criterio de mi madre, ama de casa, lectora feroz de Allende (Isabel) no puede decidir lo que es y no "buen gusto literario"? Le advierto que mi madre hace unas paellas excelentes, por más que se aburra soberanamente leyendo a Proust. Por otra parte, creo Sr. Luque, que una cosa es hacer crítica literaria y comentar públicamente lo que te gusta y lo que no, de manera argumentada y razonada, y otra muy distinta es hacer crítica del lector/a, que se entretiene leyendo a Gala, Allende y demás fauna, mientras toma el sol en la piscina de su pueblo. El escritor hace pública su obra y por tanto se somete al comentario general, pero tal razón no se produce con el lector y tengo la sensación de que aquí se está haciéndo crítica del lector más que del escritor, o si lo prefieren, de la lectura más que de la escritura.
Ese es mi particularísimo punto de vista de la cuestión, pero no lo vayan a tomar a mal, que a mi el blog me gusta y divierte (objetivo logrado, Sr. Matute).
Con cariño sincero.
Andrea Sw
Digo yo que en lugar de darse por aludidos deberían aprovechar para aprender de quien tiene una formación literaria. En caso contrario, quizá se han equivocado de sitio.
La literatura no tiene por qué ser democrática, la política sí. Son cosas muy diferentes y es altamente peligroso mezclarlas.
Empecé a leer La casa de los espíritus porque se lo había regalado a mi madre y me picó la curiosidad. Aún no tenía ninguna referencia. Pero no hizo falta, después de unas cuantas páginas de indignarme ante el plagio descarado de Cien años de soledad, lo cerré y dejé de sufrir para siempre. Nunca más he regalado nada de ella y el que recibí hace tiempo ahí está, sin abrir.
Pero cada uno que haga lo que quiera ¿eh? O aprendéis o disfrutáis, acomplejaros, ¡jamás!
A mi pasó algo parecido como a SM. Leía a la Allende (porque la leían las chicas de mi facultad y era un modo válido de parecer sensible y guay y así poder llegar al Monte de Venus) y me gustaron "la casa...", "de amor..." y los "cuenos de Eva Luna". Me cabreó sobre manera "Paula" y ahí rompimos. NO me avergüenzo de haberla leído pero desde aquel libro no volví a mostrar ningún interés por la Chilena.
Estimado/a Andrea, si hubiera una intención de criticar al lector -que no la hay-, sería en todo caso una autocrítica, pues somos nosotros mismos quienes nos ponemos en la picota. Por otro lado, a su madre, como a la mía, la crítica literaria no les dice seguramente nada, porque lo que piden de la literatura es que les haga pasar el rato, y si ya de paso les emociona o divierte o les hace aprender algo, pues genial. La crítica (de cine, teatral, gastronómica...) tiene sentido cuando se sube el listón de la exigencia. Ahí es donde los criterios, que es lo que compartimos (y disentimos) en este blog, hacen su trabajo. ¿Tiene el mismo mérito abrir un nuevo camino que transitar uno mil veces trillado? ¿Es igual apelar a las emociones más elementales que plasmar otras más complejas? ¿Es lo mismo un personaje acartonado que uno que nos parece de carne y hueso? ¿La verosimilitud es una virtud? La lista de cuestiones es inagotable, y cuantas más herramientas tengamos para valorar una obra, mejores lectores seremos, en el sentido de ser más exigentes con el autor, pero también de estar más capacitados para disfrutar de lo bien hecho.
Publicar un comentario