Thomás Bernhard
Anagrama, 2009
ISBN: 9788433975829
490 páginas.
21,50 euros.
Jabo H Pizarroso
La cita es la siguiente. “Las palabras salen de mi cuerpo como carne cruda”, Franz Kafka. No me suele gustar comenzar con citas, pero esta le viene al pelo a Thomas Bernhard, el tocapelotas más maravilloso de toda la historia de la literatura del Siglo XX. Este libro llega para recordarnos a este autor, veinte años después de su muerte y para dejarlo fijado en la retina obtusa de los lectores de hoy. Si Kafka es el judío pasivo que revela la cárcel en la que estamos metidos todos, ya que una tarde se siente juzgado por sus familiares y los de su futura cuando se niega a casarse con ella y eso le destroza, todo esto según Canetti, digo que si Kafka es el joven judío que mejor describe la sociedad que marcará un siglo, Bernhard es el antinazi puro convertido en furibundo azotador con rebenque en mano, sable y gato de siete colas. Kafka intuye el infierno y Bernhard nos lo explica. no porque le guste hacerlo, sino porque no le queda otro remedio, su experiencia así lo dictamina.
Thomas Bernhard llegó a este país de la mano de un Merlín llamado Javier Marías. Finales de los setenta. Marías lo introdujo en la tertulia-consejo editorial que dirigida por Jaime Salinas pespuntaba los crochés del catálogo editorial de aquella alfaguara mítica de pastas verjuradas y color morado de siemprevivas. Allí se publicaron algunas de sus novelas, Trastorno, creo recordar que fue una de ellas. Helada, Corrección o La Calera, incluso alguna recopilación de cuentos se han ido incluyendo en Alianza editorial. Los relatos de su vida, los relatos autobiográficos que Bernhard empezó a escribir en los ochenta, fueron incorporados al catálogo de Anagrama. Lo bien repartido bien sabe. Pero se publicaron separados. Es la primera vez que en España se publican en un solo volumen. Hubo una experiencia parecida realizada en Gran Bretaña. También se unieron todos los libros: El origen, El sótano, el aliento, El frío, Un niño, en un volumen en el que fueron ordenados cronológicamente.
En esta ocasión, Anagrama ha optado por ordenarlos tal y como los escribió el autor. Un niño, el relato final, debería ser el inicio, pero fue escrito el último. La cronología exhaustiva pocas veces tiene que ver con la maquinaria del recuerdo. En una de las solapas de Trastorno, la novela de Bernhard publicada en Alfaguara se podía leer lo siguiente “Bernhard es un autor para escritores “. No lo comparto. Es un autor para todo el mundo. Quizá los que menos lo entiendan son los escritores, porque no es un autor complaciente con su oficio y mucho menos con los escribidores. Es un autor obsesivo, sobrio, duro, seco, que juega a exprimir el cerebro del lector con tal saña que incluso llega a corromperlo.
Si entendemos por estilo ese hablar en una lengua extranjera, ese decir cosas en “lengua extraña” utilizando una lengua conocida, a lengua de Bernhard, siempre trashumada por Miguel Sáenz, su perenne traductor al castellano, nos habla desde otro idioma, desde un idioma primitivo hecho sin muchos recursos. Autores hay, y muchos, que se rodean de un surtido efectista de recursos y picotean en todos los cestos para componer frescos llenos de mijitas estilísticas que muchas veces se quedan en la superficie de las cosas y no nos traen las cosas. Bernhard, con recursos mínimos nos abre la esencia de todo. Uno de estos , quizá el más naif, primitivo y neolítico de la literatura, es la repetición. Bernhard destupe la repetición, la utiliza y la corrompe y la convierte siempre en otra cosa. Es como si a un “manitas”, le diéramos tan solo un destornillador y le negáramos la caja de herramientas.
Con ese destornillador conseguirá todo, los alicates, el martillo, la llave de perro, la llave inglesa y hasta el nivel. La repetición se convierte en el catalizador estilístico que revela la esencia del mundo creado por Bernhard y nos envuelve en él como si estuviéramos, como lectores, siendo cosidos por una araña invisible. Una vez atrapados, a veces llega la catársis, y los momentos “bernhard”, raros como ellos sólos, son instantes que en nada envidían a las epifanías joyceanas, al mundo de arriba metido a gollete en el pecho supurando ahogos y navegando entre espasmos de silencio, la sensación de lejanía provista de inmediata y táctil presencia. Benjamin y su aura. Decía mi abuela que “El tanto joder descompone el cuerpo”. Sí, la excesiva repetición, el estilo basado en la repetición aumentada, gradual, puede descomponer el cuerpo del lector y dejarlo hecho trizas, como un guiñapo. Mejor. Los libros también nos convierten en ruinas. Pero las ruinas a las que nos convoca Bernhard con esta autobiografía, El Sótano es una joya, están llenas de una ternura súbita y sarcástica.
El origen de todo esto, Bernhard lo detalla en en los estallidos y los bombardeos de la segunda guerra mundial donde un niño encuentra manos humanas en la calle, más tarde el niño Bernhard crece en medio de un hogar sobreabultado y descompuesto, deja la música aprendida en una institución donde ensayar con un violín en el cuarto de los zapatos convoca al suicidio como única salida, un espacio, un internado regido por los nazis en el que nada cambia cuando sean los católicos los que se encarguen de la formación de los futuros músicos, y cae en la enfermedad, en la habitación de morir, con dieciocho años. A partir de ese momento, en palabras de su hermanastro, Bernhard vivirá gracias a la química y luchará con sus pulmomes destrozados durante toda su vida hasta que desfallezca del todo. Su única tabla de salvación será la literatura.
De ese ambiente nacionalcatólico donde la ingenuidad es aplastada siempre, donde la ternura no puede crecer, Bernhard saca las ruinas de su historia y las ordena como puede, componiendo cinco relatos asombrosos. Tres padres tendrá, su abuelo, el polaco del comercio donde entra a trabajar de aprendiz en el peor barrio de Salzburgo, y la enfermedad. atrapada según cuenta mientras carga sacos de sal bajo la lluvia. Una autobiografía que pulula entre el cuestionamiento de una vida, la reafirmación de un pasado duro y escalofriante y el olvido imposible. La repetición constante flexibiliza una experiencia difícil de contar por su crudeza e inaprensible por eso mismo. Pero hace de los años pasados un material manejable. Este es un libro de lectura lenta, sopesada. Un libro que nos acompaña durante unos días y que seguro no cogerá polvo en los anaqueles. No se gasta con la edad. La literatura de tuétano vivo de este austriaco odiado en su país merece un lugar irreprochable en el panteón de los mejores, y hay pocos. Como él, ninguno.
En esta ocasión, Anagrama ha optado por ordenarlos tal y como los escribió el autor. Un niño, el relato final, debería ser el inicio, pero fue escrito el último. La cronología exhaustiva pocas veces tiene que ver con la maquinaria del recuerdo. En una de las solapas de Trastorno, la novela de Bernhard publicada en Alfaguara se podía leer lo siguiente “Bernhard es un autor para escritores “. No lo comparto. Es un autor para todo el mundo. Quizá los que menos lo entiendan son los escritores, porque no es un autor complaciente con su oficio y mucho menos con los escribidores. Es un autor obsesivo, sobrio, duro, seco, que juega a exprimir el cerebro del lector con tal saña que incluso llega a corromperlo.
Si entendemos por estilo ese hablar en una lengua extranjera, ese decir cosas en “lengua extraña” utilizando una lengua conocida, a lengua de Bernhard, siempre trashumada por Miguel Sáenz, su perenne traductor al castellano, nos habla desde otro idioma, desde un idioma primitivo hecho sin muchos recursos. Autores hay, y muchos, que se rodean de un surtido efectista de recursos y picotean en todos los cestos para componer frescos llenos de mijitas estilísticas que muchas veces se quedan en la superficie de las cosas y no nos traen las cosas. Bernhard, con recursos mínimos nos abre la esencia de todo. Uno de estos , quizá el más naif, primitivo y neolítico de la literatura, es la repetición. Bernhard destupe la repetición, la utiliza y la corrompe y la convierte siempre en otra cosa. Es como si a un “manitas”, le diéramos tan solo un destornillador y le negáramos la caja de herramientas.
Con ese destornillador conseguirá todo, los alicates, el martillo, la llave de perro, la llave inglesa y hasta el nivel. La repetición se convierte en el catalizador estilístico que revela la esencia del mundo creado por Bernhard y nos envuelve en él como si estuviéramos, como lectores, siendo cosidos por una araña invisible. Una vez atrapados, a veces llega la catársis, y los momentos “bernhard”, raros como ellos sólos, son instantes que en nada envidían a las epifanías joyceanas, al mundo de arriba metido a gollete en el pecho supurando ahogos y navegando entre espasmos de silencio, la sensación de lejanía provista de inmediata y táctil presencia. Benjamin y su aura. Decía mi abuela que “El tanto joder descompone el cuerpo”. Sí, la excesiva repetición, el estilo basado en la repetición aumentada, gradual, puede descomponer el cuerpo del lector y dejarlo hecho trizas, como un guiñapo. Mejor. Los libros también nos convierten en ruinas. Pero las ruinas a las que nos convoca Bernhard con esta autobiografía, El Sótano es una joya, están llenas de una ternura súbita y sarcástica.
El origen de todo esto, Bernhard lo detalla en en los estallidos y los bombardeos de la segunda guerra mundial donde un niño encuentra manos humanas en la calle, más tarde el niño Bernhard crece en medio de un hogar sobreabultado y descompuesto, deja la música aprendida en una institución donde ensayar con un violín en el cuarto de los zapatos convoca al suicidio como única salida, un espacio, un internado regido por los nazis en el que nada cambia cuando sean los católicos los que se encarguen de la formación de los futuros músicos, y cae en la enfermedad, en la habitación de morir, con dieciocho años. A partir de ese momento, en palabras de su hermanastro, Bernhard vivirá gracias a la química y luchará con sus pulmomes destrozados durante toda su vida hasta que desfallezca del todo. Su única tabla de salvación será la literatura.
De ese ambiente nacionalcatólico donde la ingenuidad es aplastada siempre, donde la ternura no puede crecer, Bernhard saca las ruinas de su historia y las ordena como puede, componiendo cinco relatos asombrosos. Tres padres tendrá, su abuelo, el polaco del comercio donde entra a trabajar de aprendiz en el peor barrio de Salzburgo, y la enfermedad. atrapada según cuenta mientras carga sacos de sal bajo la lluvia. Una autobiografía que pulula entre el cuestionamiento de una vida, la reafirmación de un pasado duro y escalofriante y el olvido imposible. La repetición constante flexibiliza una experiencia difícil de contar por su crudeza e inaprensible por eso mismo. Pero hace de los años pasados un material manejable. Este es un libro de lectura lenta, sopesada. Un libro que nos acompaña durante unos días y que seguro no cogerá polvo en los anaqueles. No se gasta con la edad. La literatura de tuétano vivo de este austriaco odiado en su país merece un lugar irreprochable en el panteón de los mejores, y hay pocos. Como él, ninguno.
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