Francisco Casavella
Ediciones Destino. Colección Áncora y Delfín.
ISBN: 978-84-233-4186-3
1.180 páginas
28 €
Daniel Ruiz García
Salvando el genio indiscutible de Brian Wilson, si tuviera que destacar alguna personalidad dentro de los Beach Boys, el mítico grupo que universalizó el estilo surf y ejerció de réplica transoceánica a los Beatles, resaltaría sin duda al talento oculto, al maldito, al artista-que-muere-joven-dejando-un-bonito-cadáver absolutamente necesario para cualquier gran banda de pop rock que pretenda pasar a la posteridad. Estoy hablando de Dennis Wilson.
Además de ser curiosamente el único miembro del combo que verdaderamente sabía de lo que hablaba –era el único surfista de un grupo cuya estética y ética estuvo consagrada a esta afición tan característica de la Costa Oeste-, Wilson alumbró una producción musical propia que hoy se recuerda como realmente estimable, con un disco sobresaliendo poderosamente del resto. Me refiero, cómo no, a Pacific Ocean Blue, para quien esto escribe uno de los discos esenciales –sí, así de rotundo- de la Historia del Rock.
El estilo del menor de los Wilson es absolutamente arrebatado, delirante. Cocainómano empecinado, borracho y bipolar –una patología compartida por los dos hermanos-, su música es una traducción literal de su propio espíritu. En Pacific Ocean Blue hay canciones que parecen desvaríos de un ángel traspasado por la borrachera, un ángel noctámbulo y pendenciero que es capaz de arrancar belleza del arrabal más miserable. Es un disco excesivo, inspirado, desigual, grande en su irregularidad, una irregularidad que parece premeditada, como un contraste y un desafío a la pureza formal de las composiciones de su hermano el genio consentido.
Me he acordado en varias ocasiones de Dennis Wilson y de su disco Pacific Ocean Blue mientras leía El Día del Watusi. Ecléctico que es uno, tiende a hacer este tipo de ejercicios sincréticos de manera inconsciente, y lo cierto es que pocas veces he sentido esa hermandad entre dos disciplinas como la he sentido con esta novela y su hermana sonora, el disco del pequeño Wilson.
No me parece que Francisco Casavella escribiera de forma excesivamente perfecta. Tiende de manera muy habitual a la digresión, se va por las ramas, da largos rodeos. A veces sus personajes incurren demasiado en el trazo caricaturesco, con situaciones que resultan, por grotescas, excesivamente irreales. La novela resulta, vista en un conjunto y no como una trilogía de novelas –en realidad es una única novela, y debe leerse como tal-, demasiado larga. Pero en contrapartida está plagada de rincones llenos de brillo, de magia, de poesía plástica, con párrafos que resultan memorables, que parecen alumbrados por la inspiración. Si tuviéramos que resumir el argumento, podríamos hacerlo en un par de frases: vida y obra de un arribista que parte del arrabal barcelonés y vive en carne propia todos los grandes acontecimientos de la Barcelona que discurre entre los años 70 y los Juegos Olímpicos de la Barcelona del 92. Incluyendo dentro del saco el Tardofranquismo, la Transición, la Movida Juvenil de los 80 y la corrupción política de los años 90. Todo impregnado de forma directa e indirecta en la propia vida del protagonista, un Fernando Atienza que va tomando cuerpo y solidez a lo largo de toda la novela, hasta desembocar en el trazo de un hombre bastante roto, desequilibrado por sus adicciones y por su vida inestable, consagrada a recordar una y otra vez un día mítico: el Día del Watusi, el Día de la desaparición definitiva de un personaje que a uno se le antoja como el “Chico de la Moto” de Coppola, quien con su ausencia latente da unidad y sentido a toda la obra.
Abundan en la novela las farras nocturnas, con personajes extraídos de un friso urbano bastante sórdido que se dedican en cuerpo y alma a la toxicidad y la borrachera, y de donde salen los que a mi juicio son los mejores momentos de la novela. Los episodios en los que Casavella echa a sus personajes a discutir, nadando en un poso de borrachera que da a las conversaciones un tono ebrio donde la euforia convive con la tristeza, y donde se produce el alumbramiento de las imágenes más bellas, de la verdadera poesía. Sacar lirismo de la ponzoña, conseguir transformar ratas de cloaca en ángeles con alas rotas, ese es a mi juicio el principal logro de esta novela, que otorga a Casavella la condición de autor especialmente dotado para la crónica de los bajos fondos.
Dicen que Dennis Wilson, completamente borracho, se asomó al puerto en el que fondeaba uno de sus veleros, en Los Ángeles. Miró hacia el agua, hacia el pacific ocean blue, y no se sabe si voluntariamente o no cayó al agua y quedó sepultado por ese mismo océano que tantas veces había surcado y al que dedicó su mejor oda. Tenía 39 años.
Hace poco más de un año, con 45, y poco después de obtener el Premio Nadal, Francisco Casavella moría fulminado por un infarto de miocardio en algún rincón de Barcelona, la Barcelona a la que dedicó la mayor parte de su creación, la Barcelona cuyas noches Casavella se conocía al dedillo y surcaba como si sus pies fueran una tabla de surf y sus avenidas un océano. Fruto de esos viajes nos quedó El Día del Watusi, toda una canción, llena de altibajos y claroscuros, excesiva, desmesurada, deforme, a su querida ciudad.
Además de ser curiosamente el único miembro del combo que verdaderamente sabía de lo que hablaba –era el único surfista de un grupo cuya estética y ética estuvo consagrada a esta afición tan característica de la Costa Oeste-, Wilson alumbró una producción musical propia que hoy se recuerda como realmente estimable, con un disco sobresaliendo poderosamente del resto. Me refiero, cómo no, a Pacific Ocean Blue, para quien esto escribe uno de los discos esenciales –sí, así de rotundo- de la Historia del Rock.
El estilo del menor de los Wilson es absolutamente arrebatado, delirante. Cocainómano empecinado, borracho y bipolar –una patología compartida por los dos hermanos-, su música es una traducción literal de su propio espíritu. En Pacific Ocean Blue hay canciones que parecen desvaríos de un ángel traspasado por la borrachera, un ángel noctámbulo y pendenciero que es capaz de arrancar belleza del arrabal más miserable. Es un disco excesivo, inspirado, desigual, grande en su irregularidad, una irregularidad que parece premeditada, como un contraste y un desafío a la pureza formal de las composiciones de su hermano el genio consentido.
Me he acordado en varias ocasiones de Dennis Wilson y de su disco Pacific Ocean Blue mientras leía El Día del Watusi. Ecléctico que es uno, tiende a hacer este tipo de ejercicios sincréticos de manera inconsciente, y lo cierto es que pocas veces he sentido esa hermandad entre dos disciplinas como la he sentido con esta novela y su hermana sonora, el disco del pequeño Wilson.
No me parece que Francisco Casavella escribiera de forma excesivamente perfecta. Tiende de manera muy habitual a la digresión, se va por las ramas, da largos rodeos. A veces sus personajes incurren demasiado en el trazo caricaturesco, con situaciones que resultan, por grotescas, excesivamente irreales. La novela resulta, vista en un conjunto y no como una trilogía de novelas –en realidad es una única novela, y debe leerse como tal-, demasiado larga. Pero en contrapartida está plagada de rincones llenos de brillo, de magia, de poesía plástica, con párrafos que resultan memorables, que parecen alumbrados por la inspiración. Si tuviéramos que resumir el argumento, podríamos hacerlo en un par de frases: vida y obra de un arribista que parte del arrabal barcelonés y vive en carne propia todos los grandes acontecimientos de la Barcelona que discurre entre los años 70 y los Juegos Olímpicos de la Barcelona del 92. Incluyendo dentro del saco el Tardofranquismo, la Transición, la Movida Juvenil de los 80 y la corrupción política de los años 90. Todo impregnado de forma directa e indirecta en la propia vida del protagonista, un Fernando Atienza que va tomando cuerpo y solidez a lo largo de toda la novela, hasta desembocar en el trazo de un hombre bastante roto, desequilibrado por sus adicciones y por su vida inestable, consagrada a recordar una y otra vez un día mítico: el Día del Watusi, el Día de la desaparición definitiva de un personaje que a uno se le antoja como el “Chico de la Moto” de Coppola, quien con su ausencia latente da unidad y sentido a toda la obra.
Abundan en la novela las farras nocturnas, con personajes extraídos de un friso urbano bastante sórdido que se dedican en cuerpo y alma a la toxicidad y la borrachera, y de donde salen los que a mi juicio son los mejores momentos de la novela. Los episodios en los que Casavella echa a sus personajes a discutir, nadando en un poso de borrachera que da a las conversaciones un tono ebrio donde la euforia convive con la tristeza, y donde se produce el alumbramiento de las imágenes más bellas, de la verdadera poesía. Sacar lirismo de la ponzoña, conseguir transformar ratas de cloaca en ángeles con alas rotas, ese es a mi juicio el principal logro de esta novela, que otorga a Casavella la condición de autor especialmente dotado para la crónica de los bajos fondos.
Dicen que Dennis Wilson, completamente borracho, se asomó al puerto en el que fondeaba uno de sus veleros, en Los Ángeles. Miró hacia el agua, hacia el pacific ocean blue, y no se sabe si voluntariamente o no cayó al agua y quedó sepultado por ese mismo océano que tantas veces había surcado y al que dedicó su mejor oda. Tenía 39 años.
Hace poco más de un año, con 45, y poco después de obtener el Premio Nadal, Francisco Casavella moría fulminado por un infarto de miocardio en algún rincón de Barcelona, la Barcelona a la que dedicó la mayor parte de su creación, la Barcelona cuyas noches Casavella se conocía al dedillo y surcaba como si sus pies fueran una tabla de surf y sus avenidas un océano. Fruto de esos viajes nos quedó El Día del Watusi, toda una canción, llena de altibajos y claroscuros, excesiva, desmesurada, deforme, a su querida ciudad.
4 comentarios:
Casavella prometía lo que ya estaba comenzando a regalar. Lástima que se fuera.
Tu cerebro es una rosa, amigo Dani.
Ah, qué gran poeta, el loco de Mondragón.
Amigo Daniel: si tanto te gusta Dennis Wilson, me imagino que habrás tenido el placer de visionar "Carretera Asfaltada en Dos Direcciones" de Monte Helmann, una de las mejores películas que he visto en mi vida...
Gran peli, sí señor. Pero sigo prefiriendo Easy Rider.
Publicar un comentario