29 mayo 2012

Un pequeño gran milagro

Coradino Vega


Buena parte de la mejor literatura italiana del siglo XX es un tono. Una manera de hablar. La transformación de un carácter, de un enclave, de una atmósfera moral, en un conjunto de palabras en apariencia sencillas, desenfadadas, cantarinas, con una entraña de humanidad veladamente cómica, que a veces gritan sus personajes o susurra un narrador casi siempre a ras de tierra: una prostituta, una campesina, un hombre que quiere dejar de fumar, un intelectual que vuelve a su isla natal para ver a su madre. Incluso en su escepticismo hay a menudo una raíz vital. Hasta del desapego surge la ética, el alma, la revelación, el reverso de la angustia, los misterios de la muerte o la bondad. La Romana de Alberto Moravia, Conversación en Sicilia de Elio Vittorini, La conciencia de Zeno de Italo Svevo, Las palabras de la noche de Natalia Ginzburg, Todo modo de Leonardo Sciascia, La playa de Cesare Pavese, esa maravillosa ‘nouvelle’ que es La isla de Giani Stuparich. Y a pesar de la definitiva fusión con la ‘saudade’, geografía y literatura portuguesas que experimentó tras estudiar la obra de Pessoa, a esa tradición pertenece también el recientemente fallecido Antonio Tabucchi, cuyo primer libro, Piazza d’Italia, puede ser leído como una especie de Novecento de bolsillo.

Notable cuentista, autor de libros de viaje e híbridos, genéricamente similares a los de Claudio Magris, en los que mezcla la memoria con la ficción y con la crítica literaria, articulista político e intermitente novelista, puede que Tabucchi sea recordado sobre todo por la obra maestra que publicó en 1994: Sostiene Pereira. Él mismo explicaría, en su nota a la décima edición italiana, que Pereira se le presentó como una forma vaga, “en ese privilegiado espacio que precede al momento del sueño”, después de visitar en Lisboa la capilla ardiente de un exiliado periodista portugués fallecido casi en el anonimato. Poco a poco fue cobrando identidad y, “en dos meses de intenso y furibundo trabajo”, en un agosto toscano tan tórrido como el agosto de 1938 en el que transcurre la novela, Tabucchi acabó de perfilar a uno de los personajes más entrañables, redondos, perdurables y humanos de la historia de la literatura contemporánea. Pereira es un apático hombre sin atributos, un viudo hipocondríaco y gris cuya vida transcurre entre el periódico en el que tanto le cuesta publicar necrológicas de escritores franceses heterodoxamente católicos, el café en el que siempre toma una limonada con mucha azúcar y una ‘omelette’ a las finas hierbas, y el retrato de su esposa al que continuamente habla cuando llega a casa. Su existencia participa de la poquedad de su carácter porque no es más que una extensión de su limitado mundo afectivo y social. Pero un día, por una suerte de inesperado equívoco, Pereira conocerá al joven Montero Rossi, activista clandestino al que primero alertará de su temeridad y, más tarde, acabará ayudando. En un balneario al que Pereira accede a ir para reponerse de la obesidad y de sus dolencias cardíacas, el doctor Cardoso le hablará también de la teoría de la confederación de las almas, según la cual un individuo no tiene una sola alma sino muchas que sólo se ponen bajo las órdenes de un yo hegemónico que puede cambiar llegado un momento. Y eso que parece una anécdota irrelevante, una especie de broma intelectual, se trocará finalmente en la clave de la transformación que sufrirá el viejo e indolente periodista cuando, al tomar conciencia vía Rossi de la situación que hasta ese momento no había visto o no había querido ver, decide actuar de una manera tan modesta como peligrosamente heroica.

Sostiene Pereira es una novela moral, una novela "comprometida" escrita en un tiempo en el que ese adyacente era tachado poco menos que de irrisorio, de una precisión literaria encomiable y una sencillez intensamente conmovedora. El secreto de su perfección radica en el paulatino desarrollo de su protagonista, en cómo se nos muestra a Pereira desde su prudente pasividad hasta la ascesis que supone el milagro cívico de su conversión ética, pero también en la voz que lo cuenta. Ese narrador innominado, invisible y sin embargo continuamente presente que toma acta, que recibe la información y la transcribe con objetividad casi burocrática, que parece la voz de un notario, de un policía o de un juez, maneja un estilo flexivamente procesal, alejado de toda retórica, que por medio de los silencios y ese límite que se autoimpone el autor para penetrar en la conciencia de su personaje, va dosificando la información de una manera tan eficaz como hermosa, trazando el enrarecido y deshumanizado clima de la época casi por omisión y revelando, poco a poco y sólo por medio del comportamiento, la metamorfosis del señor Pereira.

Uno piensa en cierta escritura con pretensiones explícitas de compromiso social que se escribe hoy día en este país y no puede dejar de acordarse de esta novela o de algunas de las de Leonardo Sciascia. Porque parece que lo político, esa cosa tan seria y necesaria y de mensajes duros para quienes se arrogan su portavocía de forma no poco cenital, tiene que estar reñida con la ternura, la delicadeza de sentimientos y la limpieza de un personaje tan poco de cartón como Pereira. En esta novela Tabucchi acertó de lleno con el timbre y la forma a la hora de dar fe de un milagro laico: la decisión que acaba adoptando el inolvidable Pereira. Con esta novela, el mismo Tabucchi perpetró otro pequeño gran milagro, en dos meses, encerrado en Vecchiano, a partir de la necrológica que leyó en un periódico lisboeta sobre uno de esos seres anónimos que se pasan toda la vida sumergidos en una aparente mediocridad, pero que por un día, por un acto, por una acción, se elevan para siempre por encima del promedio de sus conciudadanos.

1 comentario:

Gerard Salinas Valls dijo...

Emocionante reseña, gracias. Como corresponde a novela tan necesaria y perdurable en la memoria.