Yo siempre he sentido fascinación por Italia, no solo porque mis ancestros son napolitanos, sino porque soy español y ser español, tal como yo lo entiendo, tiene mucho que ver con ser italiano. Son muchos los españoles fascinados por lo italiano. Sin ir más lejos, ¡lo que ligaron los españoles de los tercios en Italia! ¡La de besos y abrazos que esparció por allí nuestro Francisco de Aldana, poeta y guerrero! Algo debe tener Italia que aquí nos falta. Y, para no hablar en nombre de los demás, voy a intentar poner en pie qué hay allí que yo quisiera también aquí, aunque no me importa que esté solo allí, porque allí también está mi patria.
Para empezar, sobre Italia no pesa una Leyenda Negra como sobre España, sino una leyenda de oro. Mientras que los españoles, que en eso somos bastante tontos, se avergüenzan de la Conquista y la Reconquista, los italianos se enorgullecen del Imperio Romano. Italia surgió como país mucho más tarde que España, pero no se cuestiona a sí misma. Los tópicos que pesan sobre ella son mucho más llevaderos que los que pesan sobre nosotros: mientras que de los italianos se dice que son elegantes, galantes, románticos y que tienen estilo, de los españoles se dice que son solo apasionados, atrasados y machistas. Penélope Cruz no puede competir con Monica Bellucci. Mientras que la comida italiana se vende por sí sola, la española, a pesar de lo rica y variada que es, no logra mostrarse en el mundo más que como una hermana pobre de la francesa. Allí tienen al papa y aquí solo al rey. Allí tienen la mafia y aquí solo las Tres Mil Viviendas. Incluso en cuestión de dictadores, Mussolini cae menos gordo que Franco. Y conste que no me anima ningún afán antiespañol; es que más bien yo siento a Italia como parte de España o bien a España como parte de Italia. Mi patriotismo llega desde Lisboa a Atenas, con parada especial en Roma. Si gana Italia, gana España. Así lo veo yo. Y seguramente podría hacer comparaciones donde lo español quede mejor que lo italiano, pero entonces me tacharían de nacionalista y no tengo ganas.
Y ahora a lo que iba. Roberto Calasso es para mí un escritor elegante y fino donde los haya. Más intuitivo que intelectual, más poético que filosófico, llega, no obstante, a la cabeza con la misma fuerza que al corazón. Las bodas de Cadmo y Harmonía me deslumbraron. No es un tema italiano, pero lo ha cubierto de oro y de luz un italiano. Yo soy un enamorado de la mitología griega y nunca he visto un libro que trate ese tema con tanta vida como el de Calasso. Tratados por él, los protagonistas de los mitos dejan de ser nombres bonitos y, si uno cierra los párpados, se convierten en cuerpos reales que sacrifican un toro o arrojan una corona de flores al firmamento o incluso se acuestan contigo en un sembrado. Los mitos son esas cosas que no han tenido lugar, pero siempre han sucedido y en ese libro están siempre sucediendo.
El libro arranca con el rapto de Europa y termina con las bodas de Cadmo y Harmonía, que fue la última ocasión en que los dioses se sentaron a festejar un acontecimiento con los mortales. Calasso es estupendo explicando cómo se suceden las generaciones de hombres, qué héroe es anterior a quién y por qué pasó una cosa antes que otra y así la mitología deja de ser un batiburrillo de historias pintorescas sin ton ni son y se convierte en una saga de grandes figuras individuales donde cada personaje brilla por sí mismo y en su lugar y en su momento.
La mitología es en este libro la dorada época de la infancia humana, cuando los hombres inauguraban todas las cosas y cuando en todas las cosas alentaban una fuerza y un significado que solo a través del mito podemos desentrañar. No cae Calasso en la tentación de psicoanalizar a Hércules o a Helena. Él solo los alumbra con su inteligencia y su sensibilidad. Con retazos breves y variados, Calasso nos brinda el cuadro más vívido y, a la vez, simbólico, de la mitología griega. La desempolva y convierte el dato erudito en poesía y acción. Para los que quieran poetizar esos conocimientos librescos que se almacenan en la memoria, Calasso será su Virgilio.
Otro mérito suyo es que a personajes secundarios cuyo nombre solo conocen los expertos y eruditos les saca el máximo partido y dota a su acción de simbolismo, gracia y vitalismo y significado. Por todo eso tenía yo la sensación, mientras lo leía, de encontrarme en medio de un sueño revelador y deslumbrante, presidido por Eros, Apolo y Dioniso.
Calasso nos muestra lo interesante que es el hombre por ser hombre. El héroe tiene sentido por sí mismo y no por la causa que defiende. Las ideologías, gracias a los dioses y a Calasso, aquí no tienen nada que hacer. En este reino mitológico todo brilla y todo existe y todo es importante, así que uno acaba enamorado de nuestros congéneres, aunque a veces estos nos lo pongan muy difícil si se duchan poco o mastican chicle con la boca abierta.
Pues nada, amigos. Os invito a estas bodas. Beberemos juntos. Nos emborracharemos, nos ceñiremos la frente con una corona de pámpanos. Y, cuando aparezca Dioniso en medio del cortejo, arrastraremos su carroza de flores entre la espesura de los bosques para derramar su gracia y su regocijo, que falta nos hace.
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