Sara Mesa
Vamos a ello. En Estado Crítico celebran su tercer aniversario con las críticas de los libros más petardos que han llegado a nuestras manos. No soy muy amiga de las críticas destructoras, pero ay, hoy voy a hacer una excepción porque la carne es débil y la sensación de timo puede llegar a ser intensa. Una se gasta los 19 euracos que cuesta -que no vale- un libro y ahí se apechuga con lo que sea: toda lectura es un riesgo. Pero ¿qué pasa cuando se compra liebre y te venden gato, cuando se paga piel y es plastiquete, amigo, como diría don Joaquín Reyes? La cosa empieza a mosquear más de la cuenta. Aquí vamos a hablar del señor David Monteagudo y de su primer libro publicado, Fin, pero sobre todo vamos a hablar de la crítica que lo aupó hasta no sé qué escalón de prestigio, que lo comparó con Cormac McCarthy, con Sánchez Ferlosio, ¡con Rulfo!, que le concedió parabienes y elogios, que lo nombró talento Fnac del momento, que habló de la agilidad de sus diálogos, de la magnífica construcción de la trama, del certero análisis de la sociedad contemporánea, que explotó el cuento enternecedor del autor oculto que se revela ya en su madurez, que habló de “literatura mayúscula” (La Vanguardia), de “filiación buñuelesca” (El Periódico), de “narración de culto” (ABC), de “uno de los libros del año” (El País), … y, en fin, que me hizo picar como una ilusa y comprar también mi billete al paraíso.
Dos billetes, dos. Un viaje en avión y mi librito en la mano. Puedo leer cualquier cosa en un avión, también grandes obras literarias, faltaría más. Monteagudo y yo, surcando el espacio. Antes de despegar, lleno de aire los pulmones, expectante, y comienzo el libro. Una llamada de teléfono: la trama empieza a desenrollarse. Desde las primeras líneas, una decepción que intento ocultarme a mí misma. La sensación de impostura, de falsedad… ¿así van a hablar los personajes todo el tiempo? Avanzan las páginas. Sí, parece que sí, hablan así, sin decir nada, mera hilazón de intervenciones que me aporta bastante menos que la conversación de la pareja que tengo sentada enfrente en la sala de embarque. La historia: un grupete de amigos que hace mucho que no se ven planean reencontrarse en el mismo lugar de la sierra donde pasaron juntos unos días hace años, pero ahora con sus mujeres o maridos, sus decepciones, sus canitas y michelines, todo el desgaste acumulado, porque, en fin, el tiempo no pasa en balde. Al avión. Abrochémonos el cinturón, a ver si la cosa mejora en la maldita sierra donde todos se encaminan ahora en sus coches. Pero copón, despegamos y el libro no despega. Los personajes siguen hablando todos igual, con un lenguaje plano, desprovisto de matices, de vida. Me acuerdo de las mujeres barbudas en La vida de Brian: esa es toda la autenticidad que puedo encontrar en la narración. ¿Así eran los irresistibles diálogos? Poco a poco me va dominando la irritación. Primeras turbulencias. La historia no me engancha en absoluto, se le ven flecos por todos lados. Tópicos ensartados uno tras otro. Cierro el libro.
No me apetece seguir leyendo; llevo ya la mitad y ya empezaron los sucesos fantásticos: efectismo sin sentido donde otros vieron una trama a lo Stephen King. En fin. Pasan los minutos. Leo con detenimiento la carta de servicio a bordo y pienso que no es más sablazo pagar 9 euros por un sándwich de jamón york que 19 por este libro, a pesar del sellito de calidad que supuestamente otorga Acantilado. Vuelvo a leer las ofertas de Ryanair, la descripción de los cosméticos y los regalos para papá, mamá y los niños. Me aprendo de memoria los precios. Leo de pe a pa las instrucciones del asiento: qué hacer si nos estrellamos, la ilusión de sobrevivir a la catástrofe: así somos. Life vest under your seat. Me aburro y además estoy encastrada entre dos viajeros que dormitan peligrosamente, las cabezas inclinándose hacia mí. No me quedan más opciones; hay que seguir intentándolo: al menos la lectura como evasión, puro entretenimiento, que pase pronto el tiempo. Pero ni eso. Monteagudo me espera con un poco más de papilla para lectores sin dientes: no hay evolución, no hay chicha, no me interesa nada lo que pasa. Un alumno de secundaria aventajado habría escrito esta historia con mucho más talento. Los personajes van desapareciendo uno por uno y yo me acuerdo de Diez negritos, pero Agatha Christie (¡eso sí que era intriga!) se revuelve en su tumba solo con mi comparación. Una palabra me va invadiendo el cerebro, pasa incluso por encima de los rasca rasca que promocionan las azafatas arriba y abajo del pasillo, y se me instala al lado con determinación: mediocridad. Tengo entre mis manos un libro mediocre. También desconcierto: algunos lectores que aprecio han elogiado cómo el autor reflejó el vacío de toda una generación: si los personajes hablan así es porque son así (de ahí la comparación con El Jarama), únicamente preocupados por sus todoterrenos, sus frustraciones matrimoniales y laborales, las inquinas del tiempo. Pero no. No. La elaboración estilística de la mediocridad, la simpleza o la imbecilidad es extremadamente más complicada: hay mucho trabajo detrás de los diálogos que palpitan. Aquí lo que encuentro es más bien un registro anodino de trivialidades, un estrechamiento de miras: todo encaminado hacia el fin, el del famoso título, sea como sea, por forzado, falso o indigesto que resulte.
Más: dijeron estos lectores que aprecio que el libro no es un gran libro, vale, pero que hay que reconocerle su capacidad de atracción, la lectura adictiva que nos ofrece. No. Que no. A mí no. Cuestión de gustos, sin duda, pero me puede el aburrimiento. Recuerdo al Murray Ringold de Philiph Roth cuando decía que los libros no se leen: con los libros se boxea. Aquella imagen me ganó: en el ring se vapulea el libro o se es vapuleado por él. Bien. Aquí en el ring no hay nadie, no hay nada. No hay siquiera posibilidad de combate. Avanzo en la lectura porque no me queda nada mejor que hacer, sin estímulos ya. Acabo el libro y casi es peor que cuando comenzó. ¿Decepción? No solamente: irritación es la mejor palabra.
Y se aterriza y eso es todo, fin de la historia. Entonces yo, que siempre desconfié del 'bookcrossing' (me niego a abandonar uno de Faulkner para recibir a cambio un Paulo Coelho), decido practicarlo en este caso, por ver si mi libro encuentra un lector más receptivo que yo, y ahí lo dejo, sobre un banco, y recojo a cambio una revista Glamour que alguien olvidó ahí mismo, y en la que encuentro exactamente el mismo grado de literatura que en Fin.
¿Ensañamiento? Puede ser; soy visceral con estas cosas. Así que seamos justos: libros malos los hay a montones, y el de Monteagudo no es, por supuesto, el peor. Pero también hay libros buenos a montones, y libros interesantes a patadas, y dejo fuera los indiscutibles. ¿Por qué tanta pomada crítica a este? ¿Por qué no se vendió como lo que en realidad es: un producto de entretenimiento, sin ninguna pretensión artística, carne de futura película -que se está rodando, según leo, con Maribel Verdú como reclamo-? Las ediciones de Fin se agotaron una tras otra, y creo que ya van diez: debo pensar que aparte de la potente campaña de marketing hubo también lectores que disfrutaron con la historia: a esto no tengo nada que objetar. Pero ¿cuántos otros hubo como yo, lectores que se acercaron al libro con una idea equivocada, pensando que estaban ante una verdadera revelación literaria, y se encontraron gastándose el dinero en algo en lo que jamás se lo gastarían? Porque el problema, al final, es ese: el dinero y el tiempo son limitados. Mis 19 euros y mis horas en el avión no fueron mal empleados por un error mío, no. A mí me engañaron, y de ahí mi furia, y de ahí todo esto.
Ojalá, eso sí, mi ejemplar encontrara algún lector o lectora más indulgente que yo, alguien que disfrutara de verdad con Fin. No llega mi maldad a tanto. Monteagudo escribió el libro que supo o quiso escribir. Pero, ay, eso no impide que yo también pueda opinar: es plastiquete, amigo. Y además del malo.
15 comentarios:
Lo raro es que con semejante bodrio en tu equipaje no saltaran las alarmas del control de seguridad del aeropuerto. Magnífica reseña, Sara, y gacias por evitarme el disgusto de leerlo.
Sin duda, su expresión "lector o lectora" es incuestionablemente mucho más rica en cuanto al estilo: lo políticamente correcto por encima de la gramática. ¡Qué epatante es esta sarta de reseñas conmemorativas! Esto sí que es perder el tiempo y no los euros del libro.
“Lector o lectora” es perfectamente correcto en lo que se refiere a gramática; por otro lado, la propia gramática no es algo inamovible, sino que se adecua a los tiempos y la sociedad; por eso mismo, lo que antes se denominaba “crimen pasional” ya no se llama –afortunadamente- así, sino de otra manera en los medios.
Lamento que el anónimo no esté disfrutando tanto como yo con las anti-reseñas de este año (porque lo estoy haciendo, y mucho).
De todas formas, salvo milagro de última hora, mañana volverá "Estado Crítico" a sus reseñas normales para gusto de todos los anónimos del mundo...
José Martínez Ros, si lee atentamente mi comentario se percatará de que esa lamentable expresión no la califico de incorrecta gramaticalmente; su argumento de la adecuación a los tiempos es capcioso porque obligaría a aceptar, por ejemplo, el lenguaje de los mensajes de móviles. En cuanto al lenguaje pretendidamente sexista, nadie mejor que un académico como Ignacio Bosque para refutarlo ("Sexismo lingúístico y visibilidad de la mujer"). Ahora bien, si la opinión de este catedrático no es suficiente y los que han de cambiar el idioma son usted y la Sra. Mesa, entonces me callo.
Fran G. Matute, no sabía que la condición de anónimo estaba estigmatizada en este blog, eso se avisa, ¡hombre!
Si estuviese estigmatizada los anónimos no podrían comentar...
Estimado anónimo, yo a la gramática le tengo un respeto máximo. Dicho lo cual le complacerá saber (o no, porque tumba sus prejuicios) que yo estoy completamente en la línea del Sr. Ignacio del Bosque en esto del debate sobre lenguaje sexista. La expresión "lector o lectora" es espontánea y natural aquí; uso también el masculino genérico "lectores", o digo "un alumno escribiría mejor", etc.
Dicho lo cual, tiene gracia que se centre usted en este desdoblamiento.
Saluditos.
Sara, Ignacio Bosque, no del Bosque, tenga el mismo respeto a los apellidos que dice tener a la gramática. Lo que tiene gracia es que justifique dicha expresión con el argumento de la espontaneidad y la naturalidad, el mismo que usan mis alumnos para defender sus errores lingüísticos. En cuanto al resto de su reseña, ¿en qué quiere que me centre, en la interjección vulgar "copón"? Y en lo de prejuicios, no voy a entrar: ni la conozco a Vd. personalmente, ni he leído su literatura, por lo que no puedo formarme ninguna imagen de Vd. Aunque su reseña...
Anónimo, yo también soy un detractor del llamado lenguaje no sexista, pero creo recordar que, antes de que empezaran a darnos la matraca con él, nadie se extrañaba de que, de vez en cuando, cuando a uno le venía bien, se dijeran expresiones como "querido lector y lectora querida" o "los chicos y las chicas" o "papá y mamá". Por eso, no siempre que uno distinga entre los dos sexos, está cediendo a la imposición del lenguaje no sexista, sino sencillamente hablando con una espontaneidad que, en una persona culta como la reseñista de hoy, es garantía de estilo y no excusa para justificar errores, como usted ha sugerido.
Jesús Cotta Lobato, me rindo y me sumo a los caballeros defensores de la dama Sara Mesa para otorgarle el premio a la reportera más dicharachera, espontánea y natural de "Barrio S...", ¡uy, perdón!, de "Estado Crítico".
Recuerdo el amontonamiento de este libro y sus ventas prodigiosas; me lo dejaron, para mi desgracia, y lo devolví diciendo: es un bodrio de los grandes. Me ha ganado con lo de plastiquete de Reyes y con la finura afilada para destrozar, merecidamente, el libro.
Sara, no haga caso de la tontería de 'lectora' y siga con las reseñas. Durante unos meses dividí a los conocidos entre los que decían que esto era una maravilla y los que no pasaban de las primeras páginas. Le recomiendo, para desengrasar, las últimas novelas de Camilleri o el famoso y emocionante HHhH de Binent. Buen verano.
PS. Anónimo, es muy pesadete, qué aburrimiento debe de tener usted.
Gerard Salinas, ¡otro más!, el número de Caballeros de la "Mesa" Redonda es infinito; pero si ya he dicho que me doy por vencido y me adhiero a las virtudes blogueras de Sara Mesa, sobre todo cuando "coponea" y cuando confunde a un gramático con el seleccionador nacional de fútbol.
Dividir a las personas según un libro de lectura, ¡qué elevado criterio ético!
Hay que reconocer que ha subido mucho el nivel de discusión de esta entrada argumentando con la pesadez.
Creo recordar que en los 80 firmaba Ignacio del Bosque, y junto a Violeta Demonte, escribía libros imposibles de estudiar. Parece que cambió esa marca de antigua nobleza, o se la inventó de joven.
Confunde usted, anónimo, la ética con la magnética, me ha salido así; es un juego privado y ya está, no pasa de ahí. Si aprecian los conocidos lecturas que se me caen de las manos, seguimos siendo amigos, no se lo tome tan en serio.
Lo suyo con mesa, caballeros, barrio sésamo... es de una gran calidad, le felicito.
Contumaz valedor de "mesas" y "camillas", que no de "bosques", ¿está haciendo méritos o qué? Si no, no se entiende la patraña que nos ha endilgado con el apellido del gramático, digna de una antología del disparate. Vivir para leer. ¿Hemos de esperar que pergeñe otra similar que defienda el exabrupto arriba mencionado? ¡Estoy en ascuas!
En fin, doy por concluidos mis comentarios para esta entrada. El rival no da más de sí en el terreno de las ideas.
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