Manolo Haro
Durante años, jovencitas despiertas y vigilantes a los nuevos aires literarios me han aconsejado la lectura —siempre inmediata— de la obra de Amèlie Nothomb, escritora belga-nipona de gran, dicen algunas, solvencia literaria. De eso ya ha pasado mucho tiempo y otros títulos han venido a engrosar la biblioteca Nothomb en estos últimos lustros. Me sorprende ahora ocupando portadas de revistas de moda en las que aparece con sombreros de Yohji Yamamoto, vestidos de Viktor & Rolf y gabardina de Vivienne Westwood, supongo que gurús del diseño internacional. El negocio editorial y los magacines de moda han sabido aliarse para mostrarnos a una mujer a la que los tiempos le han facilitado su presencia en las cubiertas de estas publicaciones: su aire afectadamente gótico y sus raíces japonesas la convierten hoy día en una autora de indudable contemporaneidad para el farandulesco negocio editorial.
Con ese movimiento de placas tectónicas que supone encajar un nuevo autor en la "corteza" que cada uno considera canónica, intenté instalar en su momento a la citada escritora en ese territorio de cuencas, valles y mesetas del Parnaso. Leído lo leído (Metafísica de los tubos), contemplé indolentemente que es éste otro nombre para guardar en el habitáculo estanco del observatorio sísmico de las veleidades creativas, allí donde quedan alojados otros vapores de solfatara que perfuman las mesas de novedades.
La Metafísica de los tubos es una novela corta entre lo cutre-kafkiano y la bonhomía bienpensante dignas de Bariccos, Rivas, Tabucchis y otros pájaros babélicos. En resumen, la novela cuenta los avances vitales de una niña, hija de un diplomático belga en Japón, que toma conciencia de tubo desde sus más tempranos parpadeos. Esta situación acaba con la llegada de su abuela a la ciudad de Kobe para visitar y observar de cerca tan increíble fenómeno. Los padres quedan estupefactos al ver como "su tubo" sale de esa condición por el simple hecho de encontrarse con el placer, materializado en una tableta de chocolate blanco que le da a probar su abuela. A partir de ahí se narrarán su relación con dos asistentas japonesas que personifican el bien y el mal respectivamente; el intento de suicidio truncado; y el deseo de la protagonista de no separarse nunca de la cultura japonesa. Todo ello con el contrapunto de fondo de un repaso a las incursiones occidentales en el país durante la 2ª Guerra Mundial.
En fin, para ser sinceros, no se le negará a la obra algún fogonazo desvaído al final de un túnel de intuiciones líricas, aunque todo se queda bajo la forma de una filosofía (de ahí lo de "Metafísica") licuada sin apenas desarrollo, algo que agradará a lectores de fin de semana, a horteras (con su antigua acepción de dependiente de tienda) y a otras almas cándidas que bailan al compás de los suplementos culturales de signo progresista. Sinceramente, no llegué a sentir la ironía del surrealismo ni las audacias de lo simbólico, tal como dice la crítica especializada.
De la revista que citaba arriba extraje una serie de hábitos "nothombianos" que pueden dar ciertas claves para las nuevas generaciones de artistas literarios: escribir de 4 a 8 de la mañana, desatascar el magín con un litro de té, no tocar una tecla –todo a mano– y gastar los derechos de sus obras en –según ella– el acto ascético de beber Dom Pérignon de 1977, Laurent-Perrier Cuvée Grand Siècle o Cristal Roederer. Ojalá el consumo de estos Grand Champagne surtieran el mismo efecto sobre ella que el whisky en William Faulkner. Stendhal, en una celebre frase dirigida a Merimée, decía: “Escribir no es apuntar; escribir es disparar”. Aquella tarde de lectura la desperdicié en el campo de tiro, mientras que el practicante sólo atinaba a mirar por encima del cañón, sin intuir apenas la diana al fondo del pasillo.
1 comentario:
Wow!
Vaya una reseña crítica de las que hoy no hay... Me ha gustado e impresionado por igual.
Un saludo
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