José M. López
No
me propongo aquí desacralizar una de las consideradas grandes novelas de la
literatura del siglo veinte en español.
Para nada tengo la más mínima intención de defender la tesis de que el
libro del que vamos a hablar sea un mal libro, esté mal escrito, ni siquiera
que no sea esa obra maestra que los críticos autorizados y los cánones de la
literatura afirman. Tan solo utilizaré las líneas que siguen para relatar la historia de una decepción.
El
protagonista de esta historia es Joseph M. un chaval de dieciocho años, amante
de la literatura y ya con alguna que otra lectura en su mochila. Como todo
joven sin criterio, tenía la costumbre de picotear en libros de diferentes
géneros, autores, así como en las corrientes más dispares. Sin embargo, podemos
afirmar que, quizás de manera casual, o
seguramente porque su temprana edad lo exigía, este joven lector sentía especial
atracción por dos tipos de lecturas de origen diverso: por un lado la
denominada novela del “boom” hispanoamericano, y, por otro, llamémosle la novela
de corte existencialista escrita a partir de los años cuarenta del pasado siglo.
Gozaba este muchacho con toda esa frescura y originalidad narrativas que nos
habían traído allende los mares individuos como Rulfo, Carpentier, Onetti, Borges
o Cortázar; e incluso nos desdeñaba, aunque con una adoración más terrena, las
florituras narrativas que encontraba en los libros de Vargas Llosa, Carlos
Fuentes, José Donoso, o incluso García Márquez. Con respecto a la segunda de
las corrientes a las que dedicaba horas y horas de lectura, este muchacho ya se
creía el mejor de los exégetas de Sartre y Camus, de cuyas opiniones vertía, en
forma de citas, cada conversación que mantenía con sus amigos menos doctos. Todo
fluía con placentera normalidad en la vida del chico, que no se veía obligado,
la literatura es lo que tiene, a elegir entre sus dos grandes amantes, sus dos grandes pasiones literarias.
Pero
esta armonía fue bruscamente interrumpida debido a que Joseph M. oyó hablar de
la existencia de un autor, o más bien de un libro, que desató su más profunda
curiosidad. Un tal Ernesto Sábato, novelista argentino contemporáneo, al que se
podría integrar dentro del denominado 'boom' hispanoamericano, y autor de El
Túnel, según aparecía en las solapas del libro, novela psicológica “de corte
existencialista”. Oh, las glándulas salivales de Joseph M. empezaron a trabajar
de manera acelerada y violenta, previendo la inminente degustación de este
bocado literario totalmente afín, en principio, a sus apetencias de aquella
época: autor hispanoamericano, original e innovador en la forma, y, por otro
lado, de corte existencialista, donde temas como la libertad, la nada o el
absurdo harían las delicias del lector. Por fin Joseph M. iba a encontrar un
libro en el que fondo y forma le entusiasmarían inmensamente, por fin tener a
sus dos amantes juntas, en la misma cama
y en la misma noche, en el mismo libro.
A
pesar de sus ansias por acercarse a la esperada obra, o precisamente debido a
ellas, pasaron meses hasta que el joven Joseph M. decidió comprar el libro e hincarle
el diente. Siempre fue un lector paciente, y sabía que una buena novela no
tiene por qué atraparte desde la primera página, y que, a veces, debías dejar
“madurar la lectura” (así lo expresaban sus nuevos amigos culturetas de la
universidad) para dejar que el libro “te fuese atrapando”. Pero, al igual que
un neófito en los ardides de la compra de droga
engañado por un experimentado camello, el joven veía que la lectura no
le subía, y que no sentía nada a pesar de que llevaba la novela ya bastante avanzada. Es
más, cada vez estaba más convencido de encontrarse frente a una trama bastante
anodina y contada, además, de la manera menos original. Parecía que la historia
de este pintor bohemio tornado en un completo imbécil por culpa de los celos
hacia una mujer libertina que lo desdeña y putea continuamente no le estaba
interesando lo más mínimo. Es cierto que el tema de los celos siempre le pareció
infantil y poco literario, pero en esta novela la idiocia e imbecilidad propia
del tema parecían afectar no solo al carácter de los personajes, sino también a
la misma forma en la que esta estaba escrita. Los diálogos entre este bohemio
simplón y su porteña 'femme fatale' le parecían apostillados y poco naturales. Se acordaba con el tiempo del
pasaje del primer encuentro entre el pintor y aquella mujer, que se había quedado
embobada mirando uno de sus cuadros:
“-
¡Le digo que la necesito! ¿Me entiende? (…)
-
¿Para qué? (…)
- No
sé – murmuré al cabo de un buen rato- todavía no lo sé. (…)
- Mi
cabeza es un laberinto oscuro (…)”
Joder, quién habla así, pensaba el
joven Joseph M., no pudiendo evitar soltar una carcajada ante lo artificioso de
dicha conversación entre dos desconocidos.
A pesar de estos primeros desengaños
hacia la novela, el joven Joseph M. siguió leyendo, y se fue dando cuenta de
que cada vez le repudiaba más el "pseudo-monólogo" interior de este mentecato
narrador que intenta hacernos partícipes, en cada situación, de todos y cada
uno de sus más insignificantes pensamientos, de sus inseguridades cotidianas más
banales que, pensaba Joseph M., no podían llegar a interesar a nadie. En definitiva, no se trataba más de
los inocuos y prosaicos desvaríos de un neurótico celoso.
Sin
embargo, lo que realmente cargó de indignación al joven Joseph M. fue la
risible pretensión filosófica del libro. Porque, pensaba él, si nos encontráramos
simplemente ante una pequeña historia de desamor y muerte, de acuerdo, un libro
sencillo para lectores de perfil lacrimoso sin más objetivo que amenizar una
tarde de playa. ¿Pero hacer pasar esta sencilla historia de celos por una novela existencialista? Bien es cierto que el autor salpicaba el libro en
diferentes ocasiones de sentencias ¿filosóficas? que intentaban explicar el
comportamiento de los personajes, pero la mayoría se quedaban en nada, en meros
esbozos aparentemente trascendentales pintados en un cuadro pueril e ingenuo. Tenía
que admitir Joseph M. que algunas eran
bastantes ingeniosas y dotadas incluso de cierta profundidad, pero la mayoría
le parecieron forzadas cuñas de corte metafísico que no consiguen converitr
esta vacía historia de celos en nada que se acerque a aquellas grandes novelas
que frecuentaba, y que le ayudaban a comprender el lado más oscuro y absurdo
del ser humano.
Pero
fue un detalle insignificante lo que definitivamente terminó de sacar de sus
casillas al joven Joseph M., y eran las cursivas utilizadas por el autor para… ¿para qué? Se ponía furioso cada vez
que encontraba una de esas señales-guía a través de las que el novelista
“ayudaba” al lector a comprender qué era lo importante, en qué debía fijarse
dentro de un párrafo. Algunas de estas sentencias nietzscheanas no hicieron más
que provocarle cierto sonrojo culpable. Se acordaba, por ejemplo, del pasaje en
el que el protagonista se arrepiente en un primer
momento de haber llamado puta a su amante, para después reflexionar sobre la
razón por la que ella no parecía no haberse sentido ofendida:
“(…)
cualquier mujer debe sentirse humillada al ser calificada así, hasta las
propias prostitutas, pero ninguna mujer podría volver tan pronto a la alegría, a menos de haber cierta verdad en aquella
calificación”.
Tras la lectura de aquel fragmento, el
joven Joseph M. llegó a dudar de si el libro que tenía en sus manos estaba
escrito por un idiota o por un completo genio, dotado de un sentido del humor
infinito -hoy día tenemos claro, qué duda cabe, que la segunda conjetura es la
correcta-.
En definitva, el libro le pareció una simplona novela lacrimógena,
protagonizada por un personaje con visos de parecer interesante pero que, a lo largo
del libro, se va transformando en un idiota que se dedica a interrogar
continuamnte a su amada sobre aspectos tan trascendentales como si ella se
acuesta con otros. Una completa decepción, por tanto, alimentada, quizás, por
las altas expectativas que el propio Joseph M. se había fabricado sobre la
novela.
Muchos años más tarde, Joseph M. llegó
a rentabilizar su afición a los libros, llegando incluso a escribir en uno de
los blogs literarios más prestigiosos de su país, donde cobraba por cada reseña
grandes cantidades de dinero. De vez en cuando, y sobre todo tras alguna cena
en la que este autor había salido a la palestra, y al que, por supuesto, se le
habían dirigido excelsos halagos, Joseph llegaba a casa y se dedicaba a releer
El Túnel, su más celebrada novela. No obstante, y por mucho que intentaba
forzar la lectura para admirar algo de lo que leía, no lograba ver en esas
páginas más que la historia insulsa de un pobre celoso y sus ridículas
reflexiones. Entonces cerraba el libro resignado y se volvía a prometer, por su
bien y por el de su familia, que nunca revelaría a nadie sus opiniones sobre
este autor canónico, y que su secreto moriría con él.
9 comentarios:
Magnífica, inapelable, reseña. Bravo.
Vamos, que el protagonista de la reseña no es el autor de la novela, sino el joven Joseph M. Kafkiano, en varios sentidos.
Ojalá todas las reseñas fuesen así de imaginativas... Bravo!
Aun respetando opiniones, esta parodia de reseña me causa tristeza por las reflexiones tan simplistas que contiene sobre un libro fundamental. Quizas el estadista tenga el juicio muy sano y no sea lo suficientemente neurótico para apreciar el Túnel. Una pena.
Hola:
Yo leí este libro hace mucho, pero la verdad es que recuerdo que me gustó. No sé lo que opinaría ahora: el diálogo que señalas es espeluznante.
Así que os pagan mucho en Estado crítico. Hombre, yo no me puedo quejar de que económicamente me vaya mal con mi blog: creo que me pagan menos por reseña que a vosotros, pero al hacerlas todas yo a fin de mes junto un capital más importante.
saludos
Sr. Ros y Sr. Matute: me alegra que os haya gustado la reseña. De eso e trataba, de hacer algo divertido, original pero a la vez sincero.
Sr. Anónimo: mi intención era que el foco de la reseña fuera, por supuesto, la obra, pero decidí utilizar este "truco" narrativo para amenizar un poco la crítica, sólo eso.
Sr. Malatesta: sinceramente siento que le haya producido a usted tristeza la reseña. La verdad es que era consciente de que esto iba a pasar, ya que tengo muchos amigos, lectores cuyo criterio respeto muchísimo, amantes de Sábato y que se iban a sentir dolidos o defraudados con mis opiniones. Pero de verdad le digo que sólo he intentado ser sincero, y mostrar lo que considero una lacra mía personal a la hora de verme incapaz de apreciar El túnel. Eso sí, intentando defender mis impresiones con argumentos literarios, como solemos hacer en Estado Crítico.
Sr. Pérez Vega: fíjese usted lo que puede llegar a ganar un crítico de nuestro blog, que mis dos reseñitas al mes superan en mucho mi antiguo sueldo como consejero de Bankia. Así nos las gastamos aquí.
¿Y El Quijote? ¿Quién se atreve con El Quijote?
Hola:
He consultado mi cuaderno de frases anotadas de libros, y me encuentro con esta de El túnel:
"Es cierto que era otro individuo despreciable: había escrito un libro de poemas acerca de la vanidad de todas las cosas humanas, pero se quejaba de que no le hubieran dado el premio nacional".
Ya sólo por esta frase merece la pena el libro.
saludos
Yo leí este libro hace mucho, pero la verdad es que recuerdo que NO me gustó. No me gustó nada. Me dejó muy mal sabor de boca.
Pero en aquel entonces lo achaqué no a una falta de capacidad literaria del autor sino al hecho de que, como certeramente señala el reseñista, el tema de los celos idiotas y enfermizos no puede por menos que traer mal sabor de boca y sensación de profunda irritación.
Pensaba entonces que eso era lo que quería conseguir el autor, dado que me constaba como genio indudable, tras la lectura de "Sobre héroes y tumbas" (o aún más la versión abreviadisima que el propio Sábato confeccionó para Alianza Cien bajo el título "El dragón y la princesa").
Tras acometer reiteradas veces la lectura, siempre coronada por estrepitosos fracasos, de "Abaddón el exterminador", ya no estuve tan seguro.
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