11 julio 2012

Historia de una decepción

José M. López
No me propongo aquí desacralizar una de las consideradas grandes novelas de la literatura del siglo veinte en español.  Para nada tengo la más mínima intención de defender la tesis de que el libro del que vamos a hablar sea un mal libro, esté mal escrito, ni siquiera que no sea esa obra maestra que los críticos autorizados y los cánones de la literatura afirman. Tan solo utilizaré las líneas que siguen para relatar  la historia de una decepción.
El protagonista de esta historia es Joseph M. un chaval de dieciocho años, amante de la literatura y ya con alguna que otra lectura en su mochila. Como todo joven sin criterio, tenía la costumbre de picotear en libros de diferentes géneros, autores, así como en las corrientes más dispares. Sin embargo, podemos afirmar que, quizás de manera casual,  o seguramente porque su temprana edad lo exigía, este joven lector sentía especial atracción por dos tipos de lecturas de origen diverso: por un lado la denominada novela del “boom” hispanoamericano, y, por otro, llamémosle la novela de corte existencialista escrita a partir de los años cuarenta del pasado siglo. Gozaba este muchacho con toda esa frescura y originalidad narrativas que nos habían traído allende los mares individuos como Rulfo, Carpentier, Onetti, Borges o Cortázar; e incluso nos desdeñaba, aunque con una adoración más terrena, las florituras narrativas que encontraba en los libros de Vargas Llosa, Carlos Fuentes, José Donoso, o incluso García Márquez. Con respecto a la segunda de las corrientes a las que dedicaba horas y horas de lectura, este muchacho ya se creía el mejor de los exégetas de Sartre y Camus, de cuyas opiniones vertía, en forma de citas, cada conversación que mantenía con sus amigos menos doctos. Todo fluía con placentera normalidad en la vida del chico, que no se veía obligado, la literatura es lo que tiene, a elegir entre sus dos grandes amantes,  sus dos grandes pasiones literarias.
Pero esta armonía fue bruscamente interrumpida debido a que Joseph M. oyó hablar de la existencia de un autor, o más bien de un libro, que desató su más profunda curiosidad. Un tal Ernesto Sábato, novelista argentino contemporáneo, al que se podría integrar dentro del denominado 'boom' hispanoamericano, y autor de El Túnel, según aparecía en las solapas del libro, novela psicológica “de corte existencialista”. Oh, las glándulas salivales de Joseph M. empezaron a trabajar de manera acelerada y violenta, previendo la inminente degustación de este bocado literario totalmente afín, en principio, a sus apetencias de aquella época: autor hispanoamericano, original e innovador en la forma, y, por otro lado, de corte existencialista, donde temas como la libertad, la nada o el absurdo harían las delicias del lector. Por fin Joseph M. iba a encontrar un libro en el que fondo y forma le entusiasmarían inmensamente, por fin tener a sus dos amantes juntas, en la misma cama  y en la misma noche, en el mismo libro.
A pesar de sus ansias por acercarse a la esperada obra, o precisamente debido a ellas, pasaron meses hasta que el joven Joseph M. decidió comprar el libro e hincarle el diente. Siempre fue un lector paciente, y sabía que una buena novela no tiene por qué atraparte desde la primera página, y que, a veces, debías dejar “madurar la lectura” (así lo expresaban sus nuevos amigos culturetas de la universidad) para dejar que el libro “te fuese atrapando”. Pero, al igual que un neófito en los ardides de la compra de droga  engañado por un experimentado camello, el joven veía que la lectura no le subía, y que no sentía nada a pesar de  que llevaba la novela ya bastante avanzada. Es más, cada vez estaba más convencido de encontrarse frente a una trama bastante anodina y contada, además, de la manera menos original. Parecía que la historia de este pintor bohemio tornado en un completo imbécil por culpa de los celos hacia una mujer libertina que lo desdeña y putea continuamente no le estaba interesando lo más mínimo. Es cierto que el tema de los celos siempre le pareció infantil y poco literario, pero en esta novela la idiocia e imbecilidad propia del tema parecían afectar no solo al carácter de los personajes, sino también a la misma forma en la que esta estaba escrita. Los diálogos entre este bohemio simplón y su porteña 'femme fatale' le parecían apostillados y  poco naturales. Se acordaba con el tiempo del pasaje del primer encuentro entre el pintor y aquella mujer, que se había quedado embobada mirando uno de sus cuadros:
“- ¡Le digo que la necesito! ¿Me entiende? (…)
- ¿Para qué? (…)
- No sé – murmuré al cabo de un buen rato- todavía no lo sé. (…)
- Mi cabeza es un laberinto oscuro (…)”
Joder, quién habla así, pensaba el joven Joseph M., no pudiendo evitar soltar una carcajada ante lo artificioso de dicha conversación entre dos desconocidos.
A pesar de estos primeros desengaños hacia la novela, el joven Joseph M. siguió leyendo, y se fue dando cuenta de que cada vez le repudiaba más el "pseudo-monólogo" interior de este mentecato narrador que intenta hacernos partícipes, en cada situación, de todos y cada uno de sus más insignificantes pensamientos, de sus inseguridades cotidianas más banales que, pensaba Joseph M., no podían llegar a interesar a  nadie. En definitiva, no se trataba más de los inocuos y prosaicos desvaríos de un neurótico celoso.

Sin embargo, lo que realmente cargó de indignación al joven Joseph M. fue la risible pretensión filosófica del libro. Porque, pensaba él, si nos encontráramos simplemente ante una pequeña historia de desamor y muerte, de acuerdo, un libro sencillo para lectores de perfil lacrimoso sin más objetivo que amenizar una tarde de playa. ¿Pero hacer pasar esta sencilla historia de celos  por una novela existencialista? Bien  es cierto que el autor salpicaba el libro en diferentes ocasiones de sentencias ¿filosóficas? que intentaban explicar el comportamiento de los personajes, pero la mayoría se quedaban en nada, en meros esbozos aparentemente trascendentales pintados en un cuadro pueril e ingenuo. Tenía que admitir Joseph M.  que algunas eran bastantes ingeniosas y dotadas incluso de cierta profundidad, pero la mayoría le parecieron forzadas cuñas de corte metafísico que no consiguen converitr esta vacía historia de celos en nada que se acerque a aquellas grandes novelas que frecuentaba, y que le ayudaban a comprender el lado más oscuro y absurdo del ser humano.
Pero fue un detalle insignificante lo que definitivamente terminó de sacar de sus casillas al joven Joseph M., y eran las cursivas utilizadas por el autor  para… ¿para qué? Se ponía furioso cada vez que encontraba una de esas señales-guía a través de las que el novelista “ayudaba” al lector a comprender qué era lo importante, en qué debía fijarse dentro de un párrafo. Algunas de estas sentencias nietzscheanas no hicieron más que provocarle cierto sonrojo culpable. Se acordaba, por ejemplo, del pasaje en el que el protagonista se arrepiente en un primer momento de haber llamado puta a su amante, para después reflexionar sobre la razón por la que ella no parecía no haberse sentido ofendida:
“(…) cualquier mujer debe sentirse humillada al ser calificada así, hasta las propias prostitutas, pero ninguna mujer podría volver tan pronto a la alegría, a menos de haber cierta verdad en aquella calificación”.
Tras la lectura de aquel fragmento, el joven Joseph M. llegó a dudar de si el libro que tenía en sus manos estaba escrito por un idiota o por un completo genio, dotado de un sentido del humor infinito -hoy día tenemos claro, qué duda cabe, que la segunda conjetura es la correcta-.
En definitva, el libro le pareció una simplona novela lacrimógena, protagonizada por un personaje con visos de parecer interesante pero que, a lo largo del libro, se va transformando en un idiota que se dedica a interrogar continuamnte a su amada sobre aspectos tan trascendentales como si ella se acuesta con otros. Una completa decepción, por tanto, alimentada, quizás, por las altas expectativas que el propio Joseph M. se había fabricado sobre la novela.

Muchos años más tarde, Joseph M. llegó a rentabilizar su afición a los libros, llegando incluso a escribir en uno de los blogs literarios más prestigiosos de su país, donde cobraba por cada reseña grandes cantidades de dinero. De vez en cuando, y sobre todo tras alguna cena en la que este autor había salido a la palestra, y al que, por supuesto, se le habían dirigido excelsos halagos, Joseph llegaba a casa y se dedicaba a releer El Túnel, su más celebrada novela. No obstante, y por mucho que intentaba forzar la lectura para admirar algo de lo que leía, no lograba ver en esas páginas más que la historia insulsa de un pobre celoso y sus ridículas reflexiones. Entonces cerraba el libro resignado y se volvía a prometer, por su bien y por el de su familia, que nunca revelaría a nadie sus opiniones sobre este autor canónico, y que su secreto moriría con él.

9 comentarios:

José Martínez Ros dijo...

Magnífica, inapelable, reseña. Bravo.

Anónimo dijo...

Vamos, que el protagonista de la reseña no es el autor de la novela, sino el joven Joseph M. Kafkiano, en varios sentidos.

Fran G. Matute dijo...

Ojalá todas las reseñas fuesen así de imaginativas... Bravo!

tirso malatesta dijo...

Aun respetando opiniones, esta parodia de reseña me causa tristeza por las reflexiones tan simplistas que contiene sobre un libro fundamental. Quizas el estadista tenga el juicio muy sano y no sea lo suficientemente neurótico para apreciar el Túnel. Una pena.

David Pérez Vega dijo...

Hola:

Yo leí este libro hace mucho, pero la verdad es que recuerdo que me gustó. No sé lo que opinaría ahora: el diálogo que señalas es espeluznante.

Así que os pagan mucho en Estado crítico. Hombre, yo no me puedo quejar de que económicamente me vaya mal con mi blog: creo que me pagan menos por reseña que a vosotros, pero al hacerlas todas yo a fin de mes junto un capital más importante.

saludos

José Manuel dijo...

Sr. Ros y Sr. Matute: me alegra que os haya gustado la reseña. De eso e trataba, de hacer algo divertido, original pero a la vez sincero.
Sr. Anónimo: mi intención era que el foco de la reseña fuera, por supuesto, la obra, pero decidí utilizar este "truco" narrativo para amenizar un poco la crítica, sólo eso.
Sr. Malatesta: sinceramente siento que le haya producido a usted tristeza la reseña. La verdad es que era consciente de que esto iba a pasar, ya que tengo muchos amigos, lectores cuyo criterio respeto muchísimo, amantes de Sábato y que se iban a sentir dolidos o defraudados con mis opiniones. Pero de verdad le digo que sólo he intentado ser sincero, y mostrar lo que considero una lacra mía personal a la hora de verme incapaz de apreciar El túnel. Eso sí, intentando defender mis impresiones con argumentos literarios, como solemos hacer en Estado Crítico.
Sr. Pérez Vega: fíjese usted lo que puede llegar a ganar un crítico de nuestro blog, que mis dos reseñitas al mes superan en mucho mi antiguo sueldo como consejero de Bankia. Así nos las gastamos aquí.

Anónimo dijo...

¿Y El Quijote? ¿Quién se atreve con El Quijote?

David Pérez Vega dijo...

Hola:

He consultado mi cuaderno de frases anotadas de libros, y me encuentro con esta de El túnel:

"Es cierto que era otro individuo despreciable: había escrito un libro de poemas acerca de la vanidad de todas las cosas humanas, pero se quejaba de que no le hubieran dado el premio nacional".

Ya sólo por esta frase merece la pena el libro.

saludos

ilya u. topper dijo...

Yo leí este libro hace mucho, pero la verdad es que recuerdo que NO me gustó. No me gustó nada. Me dejó muy mal sabor de boca.

Pero en aquel entonces lo achaqué no a una falta de capacidad literaria del autor sino al hecho de que, como certeramente señala el reseñista, el tema de los celos idiotas y enfermizos no puede por menos que traer mal sabor de boca y sensación de profunda irritación.

Pensaba entonces que eso era lo que quería conseguir el autor, dado que me constaba como genio indudable, tras la lectura de "Sobre héroes y tumbas" (o aún más la versión abreviadisima que el propio Sábato confeccionó para Alianza Cien bajo el título "El dragón y la princesa").

Tras acometer reiteradas veces la lectura, siempre coronada por estrepitosos fracasos, de "Abaddón el exterminador", ya no estuve tan seguro.