Alejandro Luque
Aunque mi trabajo en prensa me obliga a tratar a menudo con autores superventas, a razón de dos o tres por semana, tengo por norma no leer ninguno de sus libros hasta pasados no menos de 20 años. Si, transcurrido ese plazo, aquellos títulos que tanto ruido hicieron siguen significando algo en el panorama literario, si todavía forman parte de algún debate mínimamente interesante, entonces tal vez merezcan una oportunidad. Según este sistema, en el mejor de los casos leeré aquel éxito de Ruiz Zafón a partir de 2022, a Dan Brown a partir de 2023, la saga de Larsson a partir de 2028, y a María Dueñas a partir de 2029 y la Libertad de Jonathan Franzen en 2031. Asumo que puedo perderme por el camino joyas imprescindibles, pero me ahorro el trance de leer, por ejemplo, a J. J. Benítez, a Vázquez-Figueroa o a Vizcaíno Casas, gente que arrasó en su día en las listas de ventas, pero de quien ya nadie habla.
No obstante, como las reglas están para saltárselas, y más las que uno mismo se impone, alguna vez he cedido a la tentación de asomarme antes de tiempo a esos mundos que tanto cautivan a mi alrededor, esas portadas que amarillean sobre todas las toallas del verano o brillan unánimes bajo las luces del metro. No ha habido una sola de esas veces que no me haya arrepentido cruelmente. Pero ninguna como el día en que abrí El niño con el pijama de rayas, aquel libro del irlandés John Boyne que acaparó los escaparates y los 'top ten' de 2006.
Hablamos de una obra que ha vendido más de cuatro millones de ejemplares en todo el mundo, y ha sido traducida a 30 idiomas. Para los afortunados que no hayan leído el libro, resumo el argumento: Bruno, de nueve años, hijo de un militar nazi de alta graduación, se muda con su familia de Berlín a Auschwitz. Allí, paseando para explorar su nuevo lugar de residencia, conoce al otro lado de las alambradas a Shmuel, niño judío polaco, con el que entabla amistad y al que ayuda llevándole comida, porque está muy delgado. Una de las grandes extrañezas de Bruno, que sirve para titular esta obra infame, es ese pijama de rayas que llevan todos los que viven “al otro lado”.
Resulta inútil detenerse a considerar la pobreza de la prosa de Boyne o la endeblez del planteamiento. Ni siquiera recuerdo si se molestaba en explicar cómo se entendían un niño alemán y un polaco, y me niego a volver a abrir esas páginas para comprobarlo. Escribo de memoria y con la esperanza de que esta crítica me sirva como purga y exorcismo. Habrá quien defienda la puerilidad de la historia con un argumento elemental: “¡Son niños!” Lo que ningún manual de literatura dice es que los niños tengan que hablar como si fueran bobos de remate. La historia de la literatura, desde Dickens a Delibes, desde Saroyan a Sánchez Ferlosio, está llena de niños que hablan como niños sin hacernos morir de vergüenza ajena a cada párrafo.
Pero es precisamente este dato el que me permite hablar de la obra de Boyne no como un libro malo, inocentemente malo, sino como algo incluso peligroso. El año pasado, cuando comentábamos los mejores títulos de nuestras bibliotecas, dije que para mí un libro imprescindible es aquel que cambia tu manera de mirar el mundo, que te impide para siempre perseverar en un error de óptica. Libros que amplían el campo de visión y la capacidad para profundizar en las cosas. Los libros nefastos, por contraposición, son aquellos que te invitan a seguir cómodamente instalado en la estulticia, es más, los que tratan de hacerte sentir mejor aún en ella. Abolen las preguntas y estrechan la mirada. Los hay, a montones.
¿Cuál es, en fin, el gran pecado de Boyne? En mi opinión, la infantilización del público, una tendencia que lleva décadas imponiéndose en nuestras sociedades, y cuyos efectos estamos ya en condiciones de evaluar. Es evidente que el autor busca una inmediata identificación entre el lector y Bruno, el protagonista. Y lo que va calando página a página, como una gota malaya, es la perversa idea de que usted, 'hypocrite lecteur', también puede volver a tener nueve años mentales, o menos, y pesar sobre el mundo como aquel chico en su campo de concentración, creyendo que los uniformes de presos son pijamas a rayas, la sangre ketchup y las cámaras de gas duchas de hidromasaje. Ninguno de los lectores de este libro que he conocido se rebelaron contra la inopia de Bruno; todos, por el contrario, estaban embelesados con su candidez, seguramente porque veían en ella una proyección de su propia actitud vital. Frente a los conflictos de conciencia, nada mejor que refugiarse en esa zona de inocencia, es decir, de impunidad, que es propia a la niñez.
No es casual que Boyne escogiera para su ficción el contexto de los nazis y los campos de exterminio. Aunque la II Guerra Mundial ha inspirado mucha y muy buena literatura, se ha convertido en un lugar común simbolizar el mal en las tropelías de Hitler y sus huestes. Y no olvidemos que el lector infantilizado necesita distinguir claramente entre malos y buenos, bajo el riesgo de que cualquier sombreado, cualquier claroscuro, le conduzca a un cortocircuito neuronal. ¿Hay malos más malos que los nazis, y víctimas más inocentes que los judíos deportados? Podría haber otros, pero como paradigma estos extremos se han revelado insuperables.
Ya teníamos que habernos dado por avisados con La lista de Schindler (1993), una picardía que no deja de ser la picardía de un señor genialoide llamado Spielberg. Luego llegó La vida es bella (1997) de Salvatore Coluccio, que ahondó en la idea de que se puede abrir los ojos de par en par y no ver la realidad, con la inestimable ayuda de un Roberto Benigni en estado de gracia. El camino estaba despejado para Boyne y sus muchachos.
¿No hay, pues, nada bueno que agradecer a El niño con el pijama de rayas? Desde luego: el hecho de que, con tantos miles de ejemplares vendidos en España, la editorial Salamandra haya podido publicar varias docenas de títulos más minoritarios, deficitarios, pero infinitamente mejores que el de John Boyne, de Ethan Canin a David Grossman, por citar sólo algunos. Ése es el más digno destino de un 'best-seller', su última oportunidad de redención: servir de buey para tirar de un carro lleno de obras que, de otro modo, difícilmente saldrían adelante en el mercado.
14 comentarios:
Si mal no recuerdo, cuando salió esta joyita, lo que molaba era mantener el secreto de la novela y no rebelar que el amigo del niño estaba en un campo de concentración. Como si eso no fuese perfectamente identificable en las primeras tres páginas (que son las que leí con estupor)...
La explicación de por qué se entienden lingüísticamente ambos niños la da el propio autor, aunque Vd. no quiera, perezosamente, comprobarlo. Para su información, la obra funciona, con las aclaraciones pertinentes, muy bien entre el público adolescente.
Amigo anónimo, no crea que es pereza, es higiene. Supongo que Boyne juega con la posibilidad de que el niño polaco hablara yiddish, muy parecido al alemán. Pero nuestro estadista Ilya Topper suele decir que no es tan fácil entenderse por esa vía, y menos para dos tiernos infantes. Y estoy perfectamente informado del dato que amablemente me facilita: no hay duda de que entre los cuatro millones hay lectores de todas las edades. No cuestiono su "funcionamiento", sino su función. Salud.
Otro dato inequívoco para juzgar su perduración es cuánto tardan, amigo Luque, en aparecer esos best sellers en las mesas de las librerías de viejo y en los puestos de libros de segunda mano, y a qué precio. Danbrowns y Zanfones se encuentran ya por de 1 a 3 euros. Creo –quizás esté equivocado- que Larssons no hay tantos (el sueco no me parece tan rematadamente espantoso como los anteriores… un buen autor de novela negra sobredimensionado por su éxito).
Desde luego, ni el más mínimo interés en el niño del pijama, ni en los guitarritas, violinistas y demás del ghetto ni en el resto de la Holocausto-explotation.
Hola Alejandro:
Dos cosas:
1) Me parece que se comente una injusticia al meter a Franzen en la primera lista de libros a leer dentro de 20 años. A veces -como sorpresa- que un libro se venda y la calidad literaria no tienen por qué estar reñidos.
2) Como le decía a todo el mundo -que conocía, se entiende- cuando le veía con El niño del pijama de rayas: ¿Has leído a Primo Levi?
Siempre me pareció un insulto a las víctimas del Holocausto leer a Boyle sin haber leído a Levi.
Que El niño del pijama de rayas funciona bien para público adolescente no me parece escusa. Cualquier adolescente debería poder leer Si esto es un hombre y poder reflexionar sobre él, y si no puede es que algo falla en el sistema educativo y será esto lo que hemos de corregir.
Como siempre digo: nadie debería acabar la educación secundaria sin haber leído a Primo Levi, una lectura que debería ser obligatoria en los institutos.
saludos
Sr. Luque, apúnteme como uno de los lectores abochornados por la inverosimil candidez de los protagonistas del libro. Ya es bastante indignante que el niño alemán no coja onda de lo que pasa en Auschwitz, ¡pero que tampoco lo haga el judío! "Anoche se llevaron a mi abuelo y no ha vuelto...". ¡No le vale a uno con ser atontao, tienen que ser dos!
Iba a hacer la misma puntualización que David. Lo de meter a Franzen en el mismo cubo que a Vizcaíno Casas...
Yo también tengo que decir que la novela no me gustó nada, pero que, por suerte o por desgracia, caló muy bien entre mis alumnos de trece y catorce años. Aún no lo comprendo, porque tampoco me parece que siga los patrones de calidad de una buena novela juvenil. En efecto, creo que es una novela para adultos pero que, debido al maniqueísmo y excesiva candidez de los personajes funciona bien para un público poco acostumbrado a la lectura y con escasas nociones de historia.
David, Fran, Mtnez Ros: conste que el saco donde meto a unos y a otros no es otro que el de "libros que se venden muy bien y de los que tooodo el mundo habla". Estaba tentado de incluir a Jonathan Littell, pero es que han dejado de hablar de él...
David: Me parece oportuna la mención a Levi, por el retrato nada edulcorado, nada bovino, de aquel drama terrible; pero sobre todo por esa última parte de 'Los hundidos y los salvados' en la que responde a algunos lectores alemanes diciéndoles: uds. no pueden alegar su candidez para lavarse las manos. Las cosas ocurrían delante de sus ojos, no eran inocentes. No se me hagan el niño del pijama de rayas.
Disculpen: he puesto un "excusa" con "s". Y la falta de corrector ortográfico de blogger no me parece excusa.
saludos
NSP: Tiene ud. más razón que una santa (despijamada), pero me parecía un poco fuerte titular la reseña 'Dos tontos muy tontos'.
José Manuel: Siempre hemos dicho en EC que el éxito comercial no excluye la calidad, pero tampoco la garantiza. Con mucha frecuencia, algunos productos revelan el costado más autocomplaciente del público lector. Estimular el deseo de sentirse inteligente poniéndole en las manos un libro tonto. Creo que es el caso.
Saludos.
Antes de nada apuntarme al apartado 1º que expone David Pérez Vega: es una injusticia que incluya usted a Franzen en el mismo lote que Zafón, Larsson o Brown. Permítame que le recomiende que deshaga el error leyendo Libertad.
Recibí esta novela como regalo bien intencionado (no tengo por qué dudarlo) de un familiar. De bien nacidos es ser agradecidos, así que la leí.
Me parece que acierta usted con esa inteligente observación referida al infantilismo del público mayoritario. El grandioso éxito de tamaño pestiño de novela es un buen ejemplo.
Ya que continúa porfiando en el error, le informo de que no hablan yidis como usted aventura, sino alemán, ya que el niño judío lo aprendió de pequeño; así lo explica él mismo cuando Bruno se sorprende de que hable en esta lengua. Saludos.
Amigo anónimo, le agradezco su valiosa aportación. Lo que no puedo decirle es que cambie en nada mi opinión sobre la novela. Salud.
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