Cristianos
ISBN: 978-84-9266-346-0
166 páginas
16,95 €
Traducción de Fernando González
Ilya U. Topper
Monsieur,
Es usted uno de los periodistas más celebrados de Francia, con una extensa obra de reportajes, ensayos, también novelas, y varios premios, entre ellos el Albert Londres, en homenaje a un excelente reportero del que hablamos aquí hace poco, con ocasión de su viaje por el mundo judío que lo llevó hasta Palestina. Resulta que usted ha ido a la misma Palestina, 70 años más tarde, pero para buscar el mundo de los cristianos, casi olvidados en esa tierra.
En esto tiene razón: los cristianos de Oriente Próximo están olvidados. Casi nadie habla de ellos. Hasta el punto de que muchos creen que “árabe” y “musulmán” son sinónimos. Y al paso que vamos, algún día lo serán, porque el número de los iraquíes, sirios, palestinos y jordanos cristianos no para de reducirse, sin gallo que les cante.
Y usted monsieur Rolin, tiene claro quién tiene la culpa: los musulmanes. Para demostrarlo, ha viajado a Palestina -a Belén, Ramalá, Gaza; hablamos de finales de 2002- donde espera escuchar de boca de los cristianos lo perseguidos que se sienten y lo mucho que sufren bajo el yugo musulmán. Pero se ha quedado usted estupefacto al oír que todos los cristianos le aseguran que sufren bajo el yugo israelí, no el musulmán, y que si hay milicias integristas musulmanas es porque hay una ocupación y que esta ocupación es el problema, y no el islam.
Esto no puede ser verdad, decide usted, y rebusca frases sueltas, muecas o gestos que demuestren su tesis: que en realidad, los cristianos sí se sienten amenazados por los musulmanes, pero que están tan aterrados que no se atreven a confesárselo a nadie. Un dato incontestable: muchos han emigrado y los demás quieren hacerlo; si el cónsul norteamericano repartiera visados en la plaza del pueblo, no quedaría ni uno, asegura. Pero usted no se pregunta, evidentemente, qué harían los palestinos musulmanes si alguien les repartiera visados. Ni, por si acaso, averigua si quizás las embajadas europeas y americanas dan efectivamente visados con mayor facilidad a los cristianos, lo que explicaría su mayor tasa de emigración (o si Israel les franquea con más facilidad el camino al aeropuerto, condición esencial para poder emigrar).
No, no: usted no trata de averiguar sino de demostrar. Si recibe respuestas que no encajan, es porque sus interlocutores falsean la realidad o no quieren verla; cuando una cristiana condena el asedio israelí a la Iglesia de la Natividad, pero no el hecho de que un grupo armado palestino (musulmán) se haya previamente refugiado en esta iglesia, lo achaca a la fe demasiado fervorosa de la muchacha y la imagino cantando feliz en el foso de los leones. Los leones, en esta metáfora, son los musulmanes, cabe colegir.
Desde luego, usted da con hechos que desmienten la buena convivencia: ataques a comercios cristianos tras una pelea, la prohibición no oficial pero ineludible de organizar cotillones en fin de año, la erradicación del alcohol en Gaza... Veamos: si usted quiso denunciar que al amparo de la ocupación israelí, grupos islamistas radicales están hostigando y aterrando a la sociedad palestina, le doy toda la razón. Es un hecho terrible y que merece una condena rotunda. Pero si usted cree que este hostigamiento sólo hace sufrir a los cristianos, y no a los musulmanes, se equivoca. ¿O piensa que los musulmanes no beben alcohol? ¿no celebran fiestas en fin de año? ¿no tienen miedo a las pandillas radicales?
No: usted tiene claro lo que son los musulmanes o lo que deberían ser. Cuando su conductor “aprecia y comenta con animación” el que en Beit Sahur las chicas vayan “vestidas a la occidental y con la cabeza desnuda”, usted infiere inmediatamente que aún así “debe de considerarlo un signo de depravación”. Porque es musulmán, claro, así milite en un grupo comunista, y ningún musulmán puede pensar que esté bien verle el pelo a una chica.
Usted prefiere imaginar, no saber. Cuando se encuentra usted con un cristiano condenado por los tribunales israelíes por “actos de resistencia”, usted, Jean Rolin, periodista, toma la decisión de “no interrogar nunca” a sus interlocutores “sobre la naturaleza exacta de sus actividades políticas” (aunque éstos consten en una sentencia de un tribunal, de dominio público).
Recuerde: no hablamos de un reportaje con un ramillete de entrecomillados que podría haber hecho cualquier becario en sus vacaciones, sino de un libro para el que usted se preparó durante dos meses (afirma) antes de pasar otros dos en Palestina. Con tanto tiempo y páginas a su disposición, usted podría habernos ofrecido una obra de referencia sobre quiénes son y cómo viven los cristianos de Tierra Santa. Pero es que ni se le ocurre hablarnos del principal Patriarcado palestino, el greco-ortodoxo, ni de sus obispos, que siempre son nativos griegos, ni de las tensiones entre esta cúpula espiritual (y económica) y su grey árabe, ni de las ramificaciones que esto tiene en la diplomacia israelí-griega.
Es cierto que cuando usted viaja a Jerusalén, en 2002, aún faltan dos años para que el sínode depusiera al patriarca Ireneo I por, supuestamente, vender tierras de la Iglesia a Israel, pero ya desde 2001 se acusaba a su predecesor, Diodoro, de actos similares. Pero usted prefirió cambiar el oficio de periodista por el de paisajista: de las 166 páginas de libro, un lector interesado en saber algo de cristianos deberá restar al menos 45 en las que usted se dedica únicamente a describir la geografía de los lugares por los que pasa, con los nombres de todas las bocacalles y el aspecto de cada colina.
“Una imagen de Palestina para la que yo no estaba preparado”, concluye usted el libro. Permítame que le diga: usted no estaba preparado porque no quiere admitir que la realidad le estropee una buena ideología. Siento decirlo, 'monsieur' Rolin, pero usted comete el mayor delito que puede cometer un periodista: hacer que la realidad en su cabeza prime sobre la que tiene ante sus ojos. Es como cuando nos quieren convencer de que las armas químicas de Sadam Husein existen sí o sí, y que “si los inspectores de la ONU se empeñan en no encontrar nada, a la larga resultará dificil defender la vía de las inspecciones como alternativa a la solución preconizada por los estadounidenses”.
Cuando usted le dijo esta frase a un cristiano palestino -“si los inspectores se empeñan en no encontrar nada”- , éste comenzó a mirarle con desconfianza, relata usted. ¿Sabe una cosa? No me sorprende.
Es usted uno de los periodistas más celebrados de Francia, con una extensa obra de reportajes, ensayos, también novelas, y varios premios, entre ellos el Albert Londres, en homenaje a un excelente reportero del que hablamos aquí hace poco, con ocasión de su viaje por el mundo judío que lo llevó hasta Palestina. Resulta que usted ha ido a la misma Palestina, 70 años más tarde, pero para buscar el mundo de los cristianos, casi olvidados en esa tierra.
En esto tiene razón: los cristianos de Oriente Próximo están olvidados. Casi nadie habla de ellos. Hasta el punto de que muchos creen que “árabe” y “musulmán” son sinónimos. Y al paso que vamos, algún día lo serán, porque el número de los iraquíes, sirios, palestinos y jordanos cristianos no para de reducirse, sin gallo que les cante.
Y usted monsieur Rolin, tiene claro quién tiene la culpa: los musulmanes. Para demostrarlo, ha viajado a Palestina -a Belén, Ramalá, Gaza; hablamos de finales de 2002- donde espera escuchar de boca de los cristianos lo perseguidos que se sienten y lo mucho que sufren bajo el yugo musulmán. Pero se ha quedado usted estupefacto al oír que todos los cristianos le aseguran que sufren bajo el yugo israelí, no el musulmán, y que si hay milicias integristas musulmanas es porque hay una ocupación y que esta ocupación es el problema, y no el islam.
Esto no puede ser verdad, decide usted, y rebusca frases sueltas, muecas o gestos que demuestren su tesis: que en realidad, los cristianos sí se sienten amenazados por los musulmanes, pero que están tan aterrados que no se atreven a confesárselo a nadie. Un dato incontestable: muchos han emigrado y los demás quieren hacerlo; si el cónsul norteamericano repartiera visados en la plaza del pueblo, no quedaría ni uno, asegura. Pero usted no se pregunta, evidentemente, qué harían los palestinos musulmanes si alguien les repartiera visados. Ni, por si acaso, averigua si quizás las embajadas europeas y americanas dan efectivamente visados con mayor facilidad a los cristianos, lo que explicaría su mayor tasa de emigración (o si Israel les franquea con más facilidad el camino al aeropuerto, condición esencial para poder emigrar).
No, no: usted no trata de averiguar sino de demostrar. Si recibe respuestas que no encajan, es porque sus interlocutores falsean la realidad o no quieren verla; cuando una cristiana condena el asedio israelí a la Iglesia de la Natividad, pero no el hecho de que un grupo armado palestino (musulmán) se haya previamente refugiado en esta iglesia, lo achaca a la fe demasiado fervorosa de la muchacha y la imagino cantando feliz en el foso de los leones. Los leones, en esta metáfora, son los musulmanes, cabe colegir.
Desde luego, usted da con hechos que desmienten la buena convivencia: ataques a comercios cristianos tras una pelea, la prohibición no oficial pero ineludible de organizar cotillones en fin de año, la erradicación del alcohol en Gaza... Veamos: si usted quiso denunciar que al amparo de la ocupación israelí, grupos islamistas radicales están hostigando y aterrando a la sociedad palestina, le doy toda la razón. Es un hecho terrible y que merece una condena rotunda. Pero si usted cree que este hostigamiento sólo hace sufrir a los cristianos, y no a los musulmanes, se equivoca. ¿O piensa que los musulmanes no beben alcohol? ¿no celebran fiestas en fin de año? ¿no tienen miedo a las pandillas radicales?
No: usted tiene claro lo que son los musulmanes o lo que deberían ser. Cuando su conductor “aprecia y comenta con animación” el que en Beit Sahur las chicas vayan “vestidas a la occidental y con la cabeza desnuda”, usted infiere inmediatamente que aún así “debe de considerarlo un signo de depravación”. Porque es musulmán, claro, así milite en un grupo comunista, y ningún musulmán puede pensar que esté bien verle el pelo a una chica.
Usted prefiere imaginar, no saber. Cuando se encuentra usted con un cristiano condenado por los tribunales israelíes por “actos de resistencia”, usted, Jean Rolin, periodista, toma la decisión de “no interrogar nunca” a sus interlocutores “sobre la naturaleza exacta de sus actividades políticas” (aunque éstos consten en una sentencia de un tribunal, de dominio público).
Recuerde: no hablamos de un reportaje con un ramillete de entrecomillados que podría haber hecho cualquier becario en sus vacaciones, sino de un libro para el que usted se preparó durante dos meses (afirma) antes de pasar otros dos en Palestina. Con tanto tiempo y páginas a su disposición, usted podría habernos ofrecido una obra de referencia sobre quiénes son y cómo viven los cristianos de Tierra Santa. Pero es que ni se le ocurre hablarnos del principal Patriarcado palestino, el greco-ortodoxo, ni de sus obispos, que siempre son nativos griegos, ni de las tensiones entre esta cúpula espiritual (y económica) y su grey árabe, ni de las ramificaciones que esto tiene en la diplomacia israelí-griega.
Es cierto que cuando usted viaja a Jerusalén, en 2002, aún faltan dos años para que el sínode depusiera al patriarca Ireneo I por, supuestamente, vender tierras de la Iglesia a Israel, pero ya desde 2001 se acusaba a su predecesor, Diodoro, de actos similares. Pero usted prefirió cambiar el oficio de periodista por el de paisajista: de las 166 páginas de libro, un lector interesado en saber algo de cristianos deberá restar al menos 45 en las que usted se dedica únicamente a describir la geografía de los lugares por los que pasa, con los nombres de todas las bocacalles y el aspecto de cada colina.
“Una imagen de Palestina para la que yo no estaba preparado”, concluye usted el libro. Permítame que le diga: usted no estaba preparado porque no quiere admitir que la realidad le estropee una buena ideología. Siento decirlo, 'monsieur' Rolin, pero usted comete el mayor delito que puede cometer un periodista: hacer que la realidad en su cabeza prime sobre la que tiene ante sus ojos. Es como cuando nos quieren convencer de que las armas químicas de Sadam Husein existen sí o sí, y que “si los inspectores de la ONU se empeñan en no encontrar nada, a la larga resultará dificil defender la vía de las inspecciones como alternativa a la solución preconizada por los estadounidenses”.
Cuando usted le dijo esta frase a un cristiano palestino -“si los inspectores se empeñan en no encontrar nada”- , éste comenzó a mirarle con desconfianza, relata usted. ¿Sabe una cosa? No me sorprende.
[publicado en Mediterráneo Sur]
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