Eudora
Welty
Impedimenta,
2012
ISBN:
978-84-15130-43-7
188 páginas
18,40 €
Traducción
de Miguel Martínez-Lage
Coradino Vega
Nada
académico, y en las antípodas de la insoportable terminología utilizada por los
‘cultural studies’ que cooptan las universidades norteamericanas desde hace un
tiempo, este libro lo forman tres conferencias que impartió Eudora Welty en Harvard cuando ya había
cumplido con creces los setenta años. Luego, publicado en 1984, se mantuvo
meses en las listas de los libros más vendidos del New York Times. El malogrado Miguel
Martínez-Lage se empeñó en volver a traducirlo para Impedimenta, pero
falleció antes de terminar. El trabajo de esta editorial y de Elena Medel para publicarlo es tan
exquisito como digno de reconocimiento. Desde luego, han sabido como nadie
plasmar la sensible delicadeza de la autora de La hija del optimista: su labor
parece una extensión natural de la prosa cuidada, serena y sutil de la menos
gótica de la nómina de grandes escritores sureños en la que siempre se le ha
encuadrado.
A diferencia de esa mayoría de
artistas —pertenecientes en gran parte al viejo continente europeo— que, al
contrario de lo que escribiera Emily
Dickinson en uno de sus enigmáticos y sombríos poemas, acostumbran a fingir
el espasmo y simular el pavor en sus testimonios memorialísticos, Eudora Welty
participa de cierto buen humor anglosajón que es también un acto celebratorio: “Mi literatura nace de una vida satisfecha,
protegida”. Pues al revés de lo que a menudo se estila en el mundo de la
creación, los ensayos autobiográficos de esta excelente cuentista nacida en
Jackson, Mississippi, rebosan gratitud, sinceridad y amor correspondido por
unos padres que propiciaron su carrera literaria, que pusieron al alcance de la
joven Welty los elementos fundamentales para que su mente proclive a la
fantasía y la ensoñación se desarrollara mediante la escritura. No hay un ápice
de rencor en estas páginas, pero tampoco de sentimentalismo. La septuagenaria
Welty recuerda las cosas tal y como son, sin pizca de amargura, con la
sabiduría de quien ya ha vivido lo suficiente, y salido de esa etapa en que uno
está solamente centrado en sí mismo, como para comprender lo que es importante
comprender en la vida. De esa evocación de la memoria van surgiendo los retales
que, con el tiempo, conformaron una poética, la de Eudora Welty, que en ningún
momento se nos impone, sino más bien: se enuncia con cierta sorpresa, como si
al formularla con palabras la propia autora descubriera de qué materia está
hecha su escritura: “Cada escritor ha de
averiguar por sí mismo, imagino, sobre qué extraña base descansan sus
creaciones”. Así, la cronología parece venir de la afición del padre por
los relojes; la atmósfera de sus relatos, de la sensibilidad meteorológica de
la niña; de su educación sensorial, la conciencia física de la palabra: y de
esta forma va explorando de dónde proviene el acto de observar, de escuchar, cómo
se encuentra una voz o cómo se llega a escribir como se escucha. Y junto a la
protección del optimismo pragmático del padre y de la inteligencia compasiva de
la madre, halla la necesidad de emancipación, como una consecuencia natural del
clamor que le apremiaba a aprender insaciablemente, no siempre exenta de culpa:
“Cierta
pasión por la independencia, no es de extrañar, se despertó en mí a edad muy
temprana. Me costó mucho tiempo disponer de ella, pues amaba a quienes me
protegían y anhelaba, sin remedio, devolverles esa sensación; pero nunca he
logrado lidiar con mis remordimientos. En el acto y en el curso de la escritura
de un relato, esos son los dos manantiales —uno luminoso, otro oscuro— que
alimentan el arroyo.”
Estas tres conferencias narran
también un mundo que ya no es, un tiempo de viajes en coche que duraban días,
de lentos trenes que paraban en muchas estaciones, de vacaciones de verano y
viajes junto al padre que, al tiempo que propiciaban el aislamiento gozoso para
la lectura y la imaginación, muestran el suspense de conocer, poco a poco, un
paisaje que a la autora se le revelará vivo, misterioso y palpitante:
“El
mundo exterior constituye el ingrediente vital de mi vida interior […] Mi
imaginación toma su fuerza y emprende su camino a partir de lo que veo y lo que
oigo, lo que entiendo, lo que siento y lo que recuerdo del mundo”.
El tiempo recobrado por Welty abarca
desde su niñez, remontándose incluso a los antecedentes familiares, hasta el
día que decidió coger un tren y presentarse en una editorial de Nueva York con
sus fotografías y cuentos. Tuvo que volverse de vacío: las primeras muestras de
interés por su trabajo llegarían más tarde, cuando el padre ya no estaba para
ver cómo su hija conseguía aquello que siempre quiso. Ese reconocimiento, sin
embargo, parece importar menos, cuando uno se sumerge en el mundo de Eudora Welty,
que la felicidad del simple hecho de escribir en la máquina que le regaló ese mismo
padre; que la hambrienta necesidad de atrapar la fugacidad de la vida, como
hiciera en su trabajo de fotógrafa durante la Gran Depresión, también por medio
de las palabras; o que el agradecimiento por disfrutar del amor por la
escritura —tan parecido al que destila, por ejemplo, la prosa de Ana María Matute—, de su belleza y
esmero, o de esa sacralidad que le aguardó desde el principio en la alegría que
heredó de aquellos a quienes va dedicado este hermoso libro.
1 comentario:
Elena Medel¿¿¿?????
esa edita la Bella Varsovia joven
No querrás decir... no sé, Enrique...
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