Hermann Ungar
Siruela, 2012. Colección "Libros del Tiempo"
ISBN: 978-84-9841-589-6
158 páginas
16,95 €
Traducción de Ana María de la Fuente
Sara Mesa
Expresionismo y sordidez. O sordidez representada mediante el lenguaje del expresionismo. A Esmé, la protagonista del relato de Salinger, tan seducida ella misma por la sordidez, le hubiese encantado la historia de Franz Polzer. En ella están no solo la oscuridad o la truculencia: también lo conmovedor, lo patético. Pobre Polzer. Un personaje al vaivén de circunstancias cuyas reglas desconoce, como el Joseph K. de El proceso. Una marioneta desmembrada por recibir tirones de tantos lados. Una víctima, pero también un borrego, incapaz de tomar ni una sola decisión que lo libere de sus yugos. Un personaje de su época, sometido a los brutales imperativos de la industrialización y el crecimiento económico. 1923. Entreguerras. Una Europa escindida, en ebullición, calentándose para otra gran guerra. Hermann Ungar, escritor checo, judío, cercano pero lejano del círculo de Max Brod y Kafka, publica Los mutilados, una novela brutal y descarnada como pocas. El universo Grosz llevado a la literatura.
Es sorprendente cómo en una novela de apenas 150 páginas pueden aparecer tantos temas, todos ellos bajo la misma visión de lo grotesco. El trabajo. El sexo. El dinero. La violencia. La amistad. La religión. La maternidad. La familia. La posición social. El odio a los judíos. Nada queda indemne. Personajes esquemáticos, acciones rápidas, diálogos secos y certeros y no pocas cercanías con nuestra estética del esperpento. Suciedad y crueldad: el señor Ungar no nos ahorra ningún mal trago. La historia comienza con sencillez, y luego se precipita mientras devoramos las páginas. En realidad podría resumirse en lo siguiente: el oficinista Franz Polzer, empleado de banca que lleva una existencia rutinaria y sin ambiciones, temeroso siempre de que le roben, lo asalten o se le acerque una mujer, no sabe decir no, desconoce el concepto de resistencia. No sabe decir no a una relación de sumisión e indignidad con su casera, la viuda Klara Porges; no sabe decir no a sus compañeros de trabajo, que lo asedian y se burlan de él; no sabe decir no a la lascivia que lo acecha, al robo, a la crueldad; no sabe ni siquiera escapar de su propio miedo. Bien pensado, sí hay algo a lo que dice no -un no titubeante-, en la medida en que no desea perder el mundo de seguridad que él cree que domina. Pero no lo diremos. No es conveniente contar la historia de Los mutilados; es mucho mejor enfrentarse al libro sin saber demasiado de ella. O simplemente destacar la naturaleza deforme de los personajes: Karl Fanta, amigo de la infancia del protagonista que padece una enfermedad que lo condena a la mutilación paulatina de sus miembros; el enfermero Sonntang, un matarife arrepentido que vive una religiosidad perversa; el médico, el estudiante, el apoderado, el hijo de Fanta… toda una galería de secundarios que lo sumergen en acciones que no comprende, reglas sin determinar, la turbiedad de lo que no se ve pero se presiente repugante. Franz Polzer es, sin duda, un fantoche.
Los mutilados es una novela plagada de símbolos. El sexo siempre se presenta como carne cruda; la visión de la mujer desnuda es cercana a la de un animal abierto en canal. Polzer, profundamente misógino, piensa: “La desnudez de la mujer era repelente…. Le horrorizaba pensar que aquel cuerpo no estaba cerrado. Que tenía un corte, una abertura insondable. Como la carne desgarrada, como una herida”. Sin embargo es incapaz de sustraerse al embrujo de ese cuerpo: “Ella se abrió. Polzer no se movía. El cuerpo de la mujer brillaba de sudor. Encima de los ojos tenía la raya del pelo. Le relucía el blanco cuero cabelludo. Sus pechos gordos caían, flácidos, hacia los lados”. La raya del pelo en la viuda parece un símbolo terrorífico de la vagina; es una obsesión en el protagonista: “Por la noche, Polzer veía relucir la raya del pelo. Ella dormía. Él deseaba levantarse y borrar la raya. Entonces todo se arreglaría, estaba seguro”. La raya del pelo adquiere los tintes obsesivos del borde de la falda de Teresa, la mujer del doctor Kien en el Auto de fe de Canetti: algo de lo que el hombre no puede escapar. Y sin embargo, Polzer asume su suerte como justa: “Él quería apartar la manta y mirarla. Ver el vientre hinchado, los pelillos entre los pechos que colgaban hacia los lados cuando ella estaba echada, la cara gruesa, las manos que habían tocado a todos los hombres, por todas partes. Ella era horrible y estaba profanada. Tenía el cuerpo amarillo. Ahora bien: así debía ser”.
El terror se extiende a los sueños. Polzer se obsesiona con el orden en el trabajo, con los pasos nocturnos, con los ruidos y los olores. A veces la novela apesta. La habitación de enfermo de Karl Fanta desprende un hedor insoportable al que todos parecen acostumbrarse pronto. La fealdad es el único reino posible. El propio Fanta, al que la mutilación conduce al cinismo -pero también a la lucidez- es duro al plantearlo: “En el mundo, hay sibaritas y hay glotones. Polzer, ¿comprendes? La belleza es algo superior. Tú no puedes sino contemplarla… Pero los glotones prefieren atracarse de carne de cerda, en lugar de degustar exquisiteces…”
El mundo del trabajo, de la oficina, es descrito con más crueldad aún que en El proceso. Los compañeros de Polzer y sus jefes parecen confabulados contra él. Él está en sus manos; debe someterse a designios cuyos fines no conoce. El ascenso social es contemplado con deseo, pero también con miedo. La forma de vestir es importante, demasiado importante. Polzer se avergüenza de sus manos enrojecidas, que delatan su origen humilde. Es un simple contable, su misión es contar, pero a veces no sabe qué está contando. El dinero se revela fundamental, pero nadie confiesa de dónde proviene ni con qué fines: “Dinero, dinero, de todas partes, dinero (…) para qué el dinero, siempre el dinero, de todas partes, dinero”. El enfermero ex matarife, que conserva su gran cuchillo manchado de sangre de ternera, predica que los pecados han de repetirse para poder obtener el perdón, “porque no hay más expiación que la de responder nuevamente de tus pecados, porque la expiación nunca termina (…) no nos es dado abandonar nuestro camino ni nuestros pecados”. Todo es enfermizo, está viciado, se pudre.
Leer este libro es zambullirse en una estética de lo feo y lo perverso. Una estética de lo deforme, también, que afecta a las breves pero efectivas descripciones de espacios: claustrofóbicos, asfixiantes, casi sobrenaturales. Tres años antes de la aparición de Los mutilados, en 1920, se estrenaba El gabinete del doctor Caligari. Hace mucho que no veo esa película, pero sus imágenes volvieron a mi mente con este libro: personajes acosados entre muros que se retuercen, sombras que acechan y un horror incomprensible para las leyes del racionalismo. Hay quien huye de esto: otros lectores, sin embargo, nos sentimos irremediablemente atraídos. A estos, el libro no les defraudará, estoy segura.
Nota: Cabe añadir que, al mismo tiempo que esta edición de Siruela, ha aparecido otra en el sello Backlist de Planeta, con prólogo de Ricardo Menéndez Salmón.
Es sorprendente cómo en una novela de apenas 150 páginas pueden aparecer tantos temas, todos ellos bajo la misma visión de lo grotesco. El trabajo. El sexo. El dinero. La violencia. La amistad. La religión. La maternidad. La familia. La posición social. El odio a los judíos. Nada queda indemne. Personajes esquemáticos, acciones rápidas, diálogos secos y certeros y no pocas cercanías con nuestra estética del esperpento. Suciedad y crueldad: el señor Ungar no nos ahorra ningún mal trago. La historia comienza con sencillez, y luego se precipita mientras devoramos las páginas. En realidad podría resumirse en lo siguiente: el oficinista Franz Polzer, empleado de banca que lleva una existencia rutinaria y sin ambiciones, temeroso siempre de que le roben, lo asalten o se le acerque una mujer, no sabe decir no, desconoce el concepto de resistencia. No sabe decir no a una relación de sumisión e indignidad con su casera, la viuda Klara Porges; no sabe decir no a sus compañeros de trabajo, que lo asedian y se burlan de él; no sabe decir no a la lascivia que lo acecha, al robo, a la crueldad; no sabe ni siquiera escapar de su propio miedo. Bien pensado, sí hay algo a lo que dice no -un no titubeante-, en la medida en que no desea perder el mundo de seguridad que él cree que domina. Pero no lo diremos. No es conveniente contar la historia de Los mutilados; es mucho mejor enfrentarse al libro sin saber demasiado de ella. O simplemente destacar la naturaleza deforme de los personajes: Karl Fanta, amigo de la infancia del protagonista que padece una enfermedad que lo condena a la mutilación paulatina de sus miembros; el enfermero Sonntang, un matarife arrepentido que vive una religiosidad perversa; el médico, el estudiante, el apoderado, el hijo de Fanta… toda una galería de secundarios que lo sumergen en acciones que no comprende, reglas sin determinar, la turbiedad de lo que no se ve pero se presiente repugante. Franz Polzer es, sin duda, un fantoche.
Los mutilados es una novela plagada de símbolos. El sexo siempre se presenta como carne cruda; la visión de la mujer desnuda es cercana a la de un animal abierto en canal. Polzer, profundamente misógino, piensa: “La desnudez de la mujer era repelente…. Le horrorizaba pensar que aquel cuerpo no estaba cerrado. Que tenía un corte, una abertura insondable. Como la carne desgarrada, como una herida”. Sin embargo es incapaz de sustraerse al embrujo de ese cuerpo: “Ella se abrió. Polzer no se movía. El cuerpo de la mujer brillaba de sudor. Encima de los ojos tenía la raya del pelo. Le relucía el blanco cuero cabelludo. Sus pechos gordos caían, flácidos, hacia los lados”. La raya del pelo en la viuda parece un símbolo terrorífico de la vagina; es una obsesión en el protagonista: “Por la noche, Polzer veía relucir la raya del pelo. Ella dormía. Él deseaba levantarse y borrar la raya. Entonces todo se arreglaría, estaba seguro”. La raya del pelo adquiere los tintes obsesivos del borde de la falda de Teresa, la mujer del doctor Kien en el Auto de fe de Canetti: algo de lo que el hombre no puede escapar. Y sin embargo, Polzer asume su suerte como justa: “Él quería apartar la manta y mirarla. Ver el vientre hinchado, los pelillos entre los pechos que colgaban hacia los lados cuando ella estaba echada, la cara gruesa, las manos que habían tocado a todos los hombres, por todas partes. Ella era horrible y estaba profanada. Tenía el cuerpo amarillo. Ahora bien: así debía ser”.
El terror se extiende a los sueños. Polzer se obsesiona con el orden en el trabajo, con los pasos nocturnos, con los ruidos y los olores. A veces la novela apesta. La habitación de enfermo de Karl Fanta desprende un hedor insoportable al que todos parecen acostumbrarse pronto. La fealdad es el único reino posible. El propio Fanta, al que la mutilación conduce al cinismo -pero también a la lucidez- es duro al plantearlo: “En el mundo, hay sibaritas y hay glotones. Polzer, ¿comprendes? La belleza es algo superior. Tú no puedes sino contemplarla… Pero los glotones prefieren atracarse de carne de cerda, en lugar de degustar exquisiteces…”
El mundo del trabajo, de la oficina, es descrito con más crueldad aún que en El proceso. Los compañeros de Polzer y sus jefes parecen confabulados contra él. Él está en sus manos; debe someterse a designios cuyos fines no conoce. El ascenso social es contemplado con deseo, pero también con miedo. La forma de vestir es importante, demasiado importante. Polzer se avergüenza de sus manos enrojecidas, que delatan su origen humilde. Es un simple contable, su misión es contar, pero a veces no sabe qué está contando. El dinero se revela fundamental, pero nadie confiesa de dónde proviene ni con qué fines: “Dinero, dinero, de todas partes, dinero (…) para qué el dinero, siempre el dinero, de todas partes, dinero”. El enfermero ex matarife, que conserva su gran cuchillo manchado de sangre de ternera, predica que los pecados han de repetirse para poder obtener el perdón, “porque no hay más expiación que la de responder nuevamente de tus pecados, porque la expiación nunca termina (…) no nos es dado abandonar nuestro camino ni nuestros pecados”. Todo es enfermizo, está viciado, se pudre.
Leer este libro es zambullirse en una estética de lo feo y lo perverso. Una estética de lo deforme, también, que afecta a las breves pero efectivas descripciones de espacios: claustrofóbicos, asfixiantes, casi sobrenaturales. Tres años antes de la aparición de Los mutilados, en 1920, se estrenaba El gabinete del doctor Caligari. Hace mucho que no veo esa película, pero sus imágenes volvieron a mi mente con este libro: personajes acosados entre muros que se retuercen, sombras que acechan y un horror incomprensible para las leyes del racionalismo. Hay quien huye de esto: otros lectores, sin embargo, nos sentimos irremediablemente atraídos. A estos, el libro no les defraudará, estoy segura.
Nota: Cabe añadir que, al mismo tiempo que esta edición de Siruela, ha aparecido otra en el sello Backlist de Planeta, con prólogo de Ricardo Menéndez Salmón.
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