Max
Aub
Calambur,
2011. Colección “Narrativa”
ISBN:
978-84-8359-220-5
96
páginas
11,40
€
Prólogo
de Eduardo Haro Tecglen
José
M. López
¿Quién no se ha sentido tentado alguna
vez de degollar al tipo que, sentado junto a él en el cine, no para de
cuchichear y hacer ruiditos durante toda la película? ¿Quién puede negar que no
se le ha pasado por la mente estrangular a un amigo que le ha hecho esperar
durante 45 minutos en la esquina donde debían encontrarse, y que aparece alegre
y distraído, sin ni siquiera disculparse? ¿Quién, por Dios Santo, no ha sentido
el irresistible deseo de asfixiar con la almohada a su propia pareja, que no
para de roncar durante toda la maldita noche, y que descansa plácidamente
mientras el insomne no deja de observar cómo las manecillas del reloj de su
mesita se acercan cada vez más a la temida hora que marca el inicio de su
jornada laboral? Pues de estas humanas tentaciones, de estos comprensibles
deseos nos habla Max Aub en esta obra que la editorial Calambur ha vuelto a
rescatar -ya editó la obra en 1991 y 1996- para disfrute de los incondicionales
del autor, o simplemente para aquellos a los que nos gusta de vez en cuando
juguetear con lo truculento.
La idea de la muerte que encontramos en
el libro entronca con una amplia tradición que, en mi opinión, se acerca más a
referentes extranjeros -Thomas de Quincey, August de Villiers de L´Isle-Adam,
André Breton- que a los nacionales -Quevedo, Goya o el “tremendismo” de la
novela tras la Guerra Civil, por citar algunos-. Y esto se debe a que los
aspectos más lúgubres son tratados aquí de una manera trivial, provocando
incluso cierta sonrisa culpable en el lector. Ya desde el título el autor nos
deja claras la ironía y la mala leche con las que traza cada uno de los
microrrelatos que forman el libro. Estos crímenes, a diferencia de las Novelas
ejemplares cervantinas, no pretenden ser precisamente modelos de comportamiento
a imitar por la sociedad. Es más, podemos advertir que los móviles de muchos de
los asesinatos que se comenten suelen ser, si no arbitrarios, pretendidamente
descabellados:
“La maté porque era de Vinaroz.”
Pero, a pesar de la aparente falta de
lógica que le lleva a cometer estos asesinatos, cada texto supone una confesión
descarnada de las manías del narrador hacia ciertas personas cuyas molestos
comportamientos no le dejan otra salida que enviarlos al otro mundo. El criminal
relata sus manías con tal sinceridad, que el lector se simpatiza en todo
momento con él -en vez de identificarse con la víctima-, y llega a comprender
su reacción ante comportamientos tan irrespetuosos como el siguiente:
“La hendí de abajo arriba, como si
fuese una res, porque miraba indiferente al techo mientras hacía el amor.”
La situación es tan absurda, que, a
veces, el criminal achaca su delito, no a su libre albedrío, sino a pequeños
detalles ajenos a su voluntad, y que son los verdaderos desencadenantes del
crimen. El protagonista llega a afirmar que mató al cartero por culpa del pito
que no paraba de tocar, o que el origen del acuchillamiento de un familiar estuvo
en lo afilado del puñal que tenía sobre su mesa. Causas absurdas que dotan en
ocasiones estos textos de un profundo tono existencialista
Otras veces el homicidio no nace de
motivos disparatados, sino que se origina debido a que alguien no sabe acatar
las apropiadas normas de cortesía, como en el caso de una visita que prolonga
inesperadamente su estancia; o, por el contrario, por un exceso a la hora de
poner en práctica estas mismas normas sociales, como aquel texto en el que el
personaje no tiene más remedio que asesinar a la anfitriona que le insiste en
que siga repitiendo arroz, aún a sabiendas de que el invitado está a punto de
vomitar. Otra situación que puede justificar la muerte del prójimo sería, por
ejemplo, que este recaiga en
determinadas confusiones imperdonables:
“Le pedí El Excelsior y me trajo El
Popular. Le pedí Delicados y me trajo Chesterfield. Le pedí una cerveza clara y
me la trajo negra. La sangre y la cerveza, revueltas por el suelo, no son una
buena combinación.”
Una patosa pareja de baile, una criada
que no para de hablar, un vendedor de lotería pesado o un alumno insolente son
otras de las muchas víctimas que, por motivos obvios, se ven obligados a dejar
atrás los quehaceres terrenales a manos del protagonista de estos Crímenes
ejemplares.
Cuando Max Aub escribió este libro llevaba
ya muchos años exiliado en México. Y la idea de trivializar con la idea de la
muerte, de acercarse a ella de una manera lúdica e irreverente, viene muy
influenciada por la idiosincrasia de este país. La muerte es parte de la vida,
y la mejor forma de afrontarla es a través de la risa, y de un humor, que en
ocasiones se torna, no negro, sino negrísimo, dando como resultados algunos
crímenes de una crueldad y un lirismo muy intensos:
“Mató a su hermanita, la noche de
Reyes, para que todos sus juguetes fuesen para ellas.”
A pesar de que encontramos magníficos textos
que abarcan toda una página, es en los más breves donde el autor ofrece verdaderos
recitales de su enorme dominio en el arte de lo breve, de lo no dicho. ¿El
resultado? Microrrelatos que nada deben envidiar a otros más célebres, como el
del famoso dinosaurio de Monterroso:
“¡Tenía el cuello tan largo!”
“¡Que se declare en huelga ahora!”
El libro termina con tres nuevas
secciones: una de “Suicidios”, otra de “Epitafios”, y una tercera con una serie
de crímenes suprimidos por el autor en una edición anterior. La eliminación de estos textos por parte de
Max Aub me resulta, por otra parte, incomprensible, pues aquí se encuentran
algunos de los crímenes más divertidos del libro. También encontramos un
prólogo algo insípido que Eduardo Haro Tecglen escribió para la edición de
1991, y un epílogo con mucha más chicha a cargo de Fernando Valls.
En esta época donde la hipocresía se
disfraza de elegancia, donde podemos llamar perro judío a nuestro adversario
político pero eso sí, siempre con chaqueta y corbata, donde los “bibianos” y
las “miembras” son directrices de obligado cumplimiento, en esta época, digo,
qué gusto da reencontrarnos con un libro que apuesta por lo políticamente
incorrecto, por lo irreverente y transgresor, pero siempre desde la inteligencia,
el talento y la calidad literaria. El buen gusto, vamos, aunque sea por lo
macabro.
2 comentarios:
El critico es acertado y pedante, pero lo que no sabe es que ese libro inspiro que yo me cargara de un navajazo a un jesuita en la calle Jesus del Gran Poder, hace 16 meses. Busquen en los periodicos.
a) No fue de un navajazo sino con un cojín, según consta en la prensa. b) No fue hace 16 meses sino hace 25 meses.
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