En el Uadi
Michèle
Drouart
Barataria, 2012
Barataria, 2012
ISBN: 978-84-9297-927-1
302 páginas
18 €
Traducción de Delia Mateovich
Ilya U. Topper
Si uno hace un viaje puede contar cosas, dicen en mi
tierra. Pero si además las quiere contar por escrito, pienso, debe plantearse
qué cosas quiere contar. Durante siglos, los viajeros, empezando por Ibn
Battuta, se centraban en relatar cómo eran los lugares y las gentes que
visitaron durante su periplo, cosa muy de agradecer, porque no todo el mundo
podía ir de Tánger a China y mirar por su cuenta. Para no aburrirnos, se
saltaban los detalles personales, apuntando apenas un “Me casé con una chica de
tal lugar y vivimos juntos unos años” o cosas por el estilo.
También se puede escribir un libro de viajes contando la
transformación personal que uno experimenta a través del camino. Pero hay sólo
dos opciones para que un relato así merezca la imprenta: o se es famoso –si Borges
hubiera publicado un relato de su viaje a Sicilia, todos correríamos a
comprarlo, incluso sin saber en qué mar cae tal isla– o se escribe bien.
Escribir bien significa convertir al protagonista en personaje literario, por
mucho que se trate de uno mismo. De otro modo, lo que ocurre es una confusión
entre el rodillo de la linotipia y el diván del psicoanalista.
Igual no diría nada, pero la confusión me preocupa, visto
que Michèle Drouart no sólo ha ganado un galardón en Australia (su
patria) con En el Uadi, sino que además da clases de escritura creativa
y es editora. Deberíamos suponerle que se ha planteado qué quiere contar en
este libro, que repasa su historia de amor con un jordano por el que se va a
vivir unos cuantos meses a un pueblo de la Jordania profunda, ese que está al
lado del uadi o wadi del título.
A mí, Jordania me interesa: precisamente porque tiene una
capital que muchos viajeros contamos entre las más aburridas del mundo, sin
perjuicio de Addis Abeba y Uagadugu, aunque siempre he sospechado que debe de esconder
una sociedad de lo más interesante, por desconocida. Si yo cojo el libro es
para enterarme cómo vibra por dentro la sociedad jordana. Pueden pensar que en
la época de los vuelos 'low-cost', describir un país ya no forma parte de las
tareas de un escritor viajero. Pero sí lo forma, si lo hace bien, si gana realmente
acceso a la sociedad, si tiene capacidad de observar los detalles que importan,
que nos explican algo más allá de la postal de turista.
Esto le falla a Drouart: no sólo su dominio del árabe, que nunca llegará más allá de ese nivel que apenas te permite intuir lo que te
están diciendo, sin mantener conversaciones profundas, sino que en la mayor
parte de las escenas se dedica a describir su propia reacción, su impresión
respecto a lo que cree observar. Es decir, al final sabremos lo que una mujer
australiana-estadounidense-francesa piensa sobre la sociedad jordana campesina,
y cómo asimila –o mejor dicho, no asimila– sus pautas de convivencia, pero no
sabemos qué piensan de esas pautas las propias campesinas jordanas. Dedicará un
folio a especular sobre las emociones de una mujer que vive en un matrimonio
polígamo, pero cuando finalmente esta mujer aparece para enredarle en una
conversación íntima (en inglés), la escena se despacha en un par de frases.
Porque todo eso no importa, intuimos: lo que importa es
lo que la protagonista (autora) siente respecto a ese hombre al que conoció
como estudiante tierno y sensible en una universidad estadounidense y que se
convierte en un marido brusco, egocéntrico e inflexible defensor de las
tradiciones locales en cuanto ella le sigue a Jordania (es decir, exactamente
igual como hacen cada año miles de amantes-maridos de esa parte del mundo).
Pero también esto parece un escenario, porque tampoco nos
cuenta realmente por qué coño este hombre le gusta tanto de tal forma que, hasta el final del
libro, juega a mantenerse sumisa, no salir cuando él no quiere, no visitar a
amigos sin él y todo eso (es decir todo eso contra lo que se rebelan, con mucho motivo, una importante cantidad de chicas jordanas con las que ella nunca llega
a hablar). No es hasta la página 155 que, mediante un largo poema de amor “en
un francés vagamente antiguo” nos revela (“Ami, vostre espee est droite / et
faite para la gaine estroite = amigo, vuestra espada es recta /y hecha para una
vaina estrecha”) que el sexo sí tiene algo que ver. O eso entiendo yo.
Pero tomarse por trovadora provenzal que canta los
favores de un caballero no ayuda a entender a la autora-protagonista, que se ha
metido en un vulgar rollo de amor con un vulgar machista, como pululan por
doquier: no hace falta irse hasta Jordania para eso. Si la historia
transcurriese en Navalmoral de las Habas o en Stratford-upon-Thames, pongo por
caso, el amante-marido podría reaccionar exactamente igual, conozco a unos
cuantos, pero entonces no se podría poner Uadi en el título, claro. Y no,
Michéle Drouart no es Hester Stanhope ni Anne Blunt, y mucho
menos es Isabel Eberhardt, perdonen un poco.
Lo que nos queda es recordarle a Drouart aquel consejo
del viejo Voltaire a un aspirante a escritor: “Joven, escribir así de mal usted
sólo se lo podrá permitir cuando sea famoso”.
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