18 febrero 2013

El tábano de Ío


Bajo el sol. Las cartas de Bruce Chatwin

Bruce Chatwin

Sexto Piso, 2012

ISBN: 978-84-15601-16-6

556 páginas

28 €

Selección y edición de Elizabeth Chatwin y Nicholas Shakespeare

Traducción de Ismael Attrache y Carlos Mayor


Coradino Vega

En las anotaciones del que fuera director de la escuela en la que cursó su enseñanza primaria, aparece un rasgo definitorio del carácter de Bruce Chatwin que cualquier psicopedagogo actual diagnosticaría como trastorno por déficit de atención hiperactivo. Y es que la idea de su viuda y su biógrafo, al agrupar y comentar estas cartas que abarcan desde que el autor de En la Patagonia tenía ocho años hasta un mes antes de morir sin cumplir los cuarenta y nueve, parece pasar por que nos fijemos en la cartografía interior de quien fue uno de los escritores más itinerantes que se hayan conocido. Irresistible y seductor, tan consciente de su ingenio como de su atractivo, de una temprana cultura exuberante, fetichista, esnob, cariñoso, egoísta hasta la irritación, reservado, mordaz con tendencia a una agudeza ácida cuando no directamente cínica, de brillante sentido del humor y una locuacidad ciclotímica tan estimulante como exagerada, Chatwin despliega en su correspondencia un grado más del álter ego que aparece en sus principales libros sin entrar en los chismes íntimos que sí revelaron su biografía: “Yo no creo en eso de confesarlo todo”, le dijo a su amigo Paul Theroux. Pero si hay un cariz que presida en todo momento su temperamento, ése es el mismo que dirige sus pasos en zigzag por el mundo y que se torna en la propulsión de la mayor parte de su obra: la curiosidad por lo desconocido, por ir más allá, por penetrar en el misterio para extraer su belleza; la incapacidad de estarse quieto mucho tiempo en un mismo sitio; el ansia de busca, de huida y de intensidad, bajo la que subyace, según Enzensberger, “una presencia turbadora”, algo sobrio, solitario y conmovedor que hace que cada vez que releamos sus libros encontremos siempre una prueba de innovación, otro detalle de su genialidad, una veta que nos pone en la pista del poderoso legado de lo que dejó escrito.     

Con sólo veinte años controlaba los departamentos de antigüedades, impresionismo y arte moderno de Sotheby’s, donde conoció a su esposa, y viajaba por media Europa, Nueva York o las excavaciones de Oriente Próximo como si fuera un profesor universitario. Precoz fue también su hartazgo del mundo de las subastas y el coleccionismo y, aprovechando el diagnóstico de un oculista, huyó a Sudán para estudiar arqueología a su regreso en la Universidad de Edimburgo. Duró poco. Pronto detestó la academia tanto como trabajar o volver a su Inglaterra natal, el único país en el que nunca se sintió en casa. De esa época data su matrimonio con Elizabeth Chanler, la compra de Holwell Farm —una granja con ovejas en la que al cabo de un solo día le entraban “temblores causados por el malestar del sedentarismo”— y el proyecto de escribir un ambicioso ensayo sobre el nomadismo, cuya sinopsis detalla minuciosamente en una carta dirigida a su editor fechada el 24 de febrero de 1969. En la primera concepción de ese libro que pensó titular The Alternative Nomad y que sólo diecisiete años después vería la luz convertido en Los trazos de la canción, estaba ya todo Chatwin. La solución a la eterna pregunta de por qué el hombre, desde el principio de los tiempos, se debate entre el ansia de explorar y el anhelo de mantenerse en la civilización sólo era la forma que tenía de explicarse a sí mismo. Mientras, los viajes son constantes y se suceden a un ritmo vertiginoso. Hay cartas remitidas desde Afganistán, Níger, París, Punta Arenas, Camerún, Patmos, Nepal, la Toscana o Provenza, Ronda, Alice Springs, y un largo y heterogéneo etcétera. Chatwin siempre está pensando en su próximo destino, ideando planes: “El cambio es lo único que le da sentido a la vida. No te la pases delante de un escritorio. Puedes acabar con úlceras y cardiopatías”. Su avidez oscila de la paleontología hasta la antropología, pasando por la botánica y la obsesión por adquirir y vender antigüedades u objetos exóticos: una cabeza maorí que —según decía él— había pertenecido a Sarah Bernhardt, un símbolo sintoísta del siglo XVII que le parecía un brancusi, una mesita marroquí, un metro de tela de seda persa, las mancuernas de un marajá, una capa de plumas peruana, una figura mesopotámica de hematita que representaba la imagen de un pato. Siempre preocupado por la cuestión económica, cuando decide al fin que su vocación es escribir, Chatwin manda a su mujer a visitar posibles casas en la que retirarse a trabajar alejado de “las bibliotecas y la obra de los otros hombres” y poder “mirar con ojos nuevos”. Pero antes entraría en nómina en The Sunday Times Magazine, para la que entrevistó entre otros a Malraux, Indira Gandhi o a la viuda de Ósip Mandelstam, uno de los escritores que más admiró junto a Isaak Bábel. De la revista se despediría con una escueta nota: “ME HE IDO A PATAGONIA CUATRO MESES”.

Alentado por la diseñadora de interiores Eileen Gray, y obsesionado con la historia de un tío bisabuelo, decidió llegar al “punto más lejano al que el hombre ha llegado a pie desde su lugar de origen”: al Cabo de Hornos, a la isla de Tierra del Fuego. El resultado sería su primera publicación, su primera obra maestra, ese libro maravilloso e inclasificable titulado En la Patagonia. A mitad de camino entre la crónica de viajes, el periodismo literario, la llamada autoficción y la novela, es todo eso a la vez y nada de eso exclusivamente. Según el propio Chatwin, que se quejará de lo mal que la crítica iba a comprender “esas cosas tan extrañas” que escribía, se trataba de un símbolo de la necesidad de estar siempre en movimiento, de un viaje alegórico siguiendo el esquema clásico (“el narrador sale a buscar a la bestia, etcétera”). Según W.G. Sebald, la originalidad de Bruce Chatwin radicó en derribar las barreras impuestas por editores, libreros y críticos, en sus estructuras e intenciones enigmáticas, en su promiscuidad, en cómo rompió el molde del libro de viajes para introducirse en el ámbito de lo metafísico y lo milagroso. “La búsqueda de los nómadas es la búsqueda de Dios”, escribiría años después el propio Chatwin en una de estas cartas. Las disputas con sus editores por la clasificación genérica de sus libros, por escapar de “la horda cada vez más populosa de escritores de viajes”, fueron tan frecuentes como los litigios con los albaceas de los modelos reales de sus personajes. Tras la Patagonia, vendría Benín, que daría lugar a El virrey de Ouidah, la historia de un traficante de esclavos bajo el modelo del Flaubert de Salambó y los Tres cuentos; las fronteras de Gales, en la reacción a la indiferencia con la que fue acogido su libro anterior que es Colina Negra, una novela-novela bajo el influjo de Thomas Hardy; Checoslovaquia en retrospectiva para Utz; o la Australia aborigen para la de nuevo heterodoxa Los trazos de la canción. “No puedo escribir sobre lo que no conozco”, confiesa en otra carta Chatwin. Pero no hay lugar en el mundo que escapara a su obstinado conocimiento, podríamos responderle.

A partir de la publicación de En la Patagonia, esta correspondencia deja testimonio de cómo Chatwin suda tinta en el proceso de cada uno de sus libros, de sus voluntariosas exploraciones para dotar a una historia de “veracidad”, de lo arduo de su investigación y el montaje y la reescritura de numerosos borradores. Aficionado a citar los aforismos de La tumba inquieta de Cyril Connolly, Chatwin también creía que “en un mundo en el que todos los años se imprimen millones de páginas llenas de tonterías, acaba constituyendo un deber salir al mundo, observar y condensar lo visto para lectores del futuro de una fecha desconocida”. Sin embargo, a pesar de la autoconfianza que destila su prosa chispeante, hay momentos en el que la vulnerabilidad del desaliento sale a la luz sin deshonestidades: “No le des demasiado importancia a tu inseguridad: la mía está en un momento álgido”, le escribe al joven periodista indio Sunil Sethi; o a su editor italiano, Roberto Calasso: “Al final llevabas razón, lo mejor es aplicar tu ‘método tijera’”.

El talento de Chatwin para contar anécdotas reales, exagerándolas hasta cruzar la línea de la ficción, queda desparramado a lo largo de este libro. Tras el brío y la vitalidad del desparpajo con el que está escrita, por ejemplo, la larga carta a Elizabeth fechada en Viena en julio del 67, y que más bien parece un relato de Saul Bellow, está la urgencia de captarlo todo, el continuo estado de ansiedad que le impele a convertir la vida en una eterna juventud dorada: historias rocambolescas, personajes estrambóticos y la continua y casi infantil expresión del mismo deseo: “Quiero ir a Níger, ver más nómadas: la tribu de los peul bororo”. La postal es el espacio ideal para lo que mejor parecía dársele: contar algo de sopetón, sin preámbulos; la carta, el lugar en el que su prosa eléctrica, de una visualidad arrebatadora y prístina a la vez que densa, encuentra mejor acomodo. Ser el niño bonito de las damas neoyorkinas de la alta sociedad e ir un jueves a la ópera con Jackie Onassis, bucear en Kenia por arrecifes de coral o hacer windsurf en la Martinica, apenas distrae el conflicto entre lo que Chatwin quería ser y lo que realmente era. Llegó a ser un escritor prestigiado y renegó en todo momento de la figura pública de escritor. Se separó de Elizabeth Chanler, vendieron Holwell Farm, tres años después se reconciliaron en Katmandú y, a los pocos meses, le confesó a una amiga que, sin ella, se había sentido terriblemente deprimido. En ese periodo pasó una temporada en la colonia de escritores de Yaddo y no dejó de ansiar escaparse de aquel “entorno de cartón” privilegiado. De sus pullas no se escapó V.S. Naipaul, a quien consideraba precisamente un quejica, pero tampoco su amigo Salman Rushdie. Lo mismo soltaba que “el infierno es una casa, cuyo perro se llama Cerbero”, que daba la razón a Connolly cuando decía: “Dentro de todo viajero hay un anacoreta que anhela quedarse en casa”. Se pasó la vida siendo un hipocondríaco supersticioso, mentiroso y exageradamente cómico y, cuando realmente llegó la enfermedad, empleó ese mismo talento para camuflarla. No le tembló la pluma a la hora de prescindir de su amiga Deborah Rogers para fichar por la agencia literaria de Andrew Wylie, alias ‘El Chacal’ a partir de ese momento. Se mostraba más cariñoso con Susan Sontag, a quien sólo vio una vez, que cuando escribía a su esposa. Pedía a sus amantes (como James Ivory) que fueran a verle, pero se preocupaba en todo momento de que no estuviera Elizabeth —que sabía y consentía sus relaciones homosexuales— o, cuando le diagnosticaron el VIH, de que su padre no se enterara de su doble vida. Tras conocerlo en La Alpujarra, Gerald Brenan dijo de él:

“Es un hombre encerrado en sí mismo, como un insecto bajo una capa de quitina; no le importan nada los demás y tiene que estar todo el rato hablando (…) No puedo decir que me caiga bien, es un chavalillo que sólo va a lo suyo, pero tiene una energía impresionante”.

La edición de estas cartas por parte de Elizabeth Chatwin y Nicholas Shakespeare gravita entre la mitificación del genio y un retrato moral que a uno no le queda claro si parte de la admiración o del ajuste de cuentas. Pero puede que en esa ambigüedad radique en parte la riqueza subyugante del libro. Cuando a Chatwin le comunican que tiene sida, éste no se cansa de publicitar que ha sido infectado por un hongo extrañísimo detectado en unos campesinos chinos, en una cueva de murciélagos o en una orca varada en la India. Conforme avanza el deterioro físico, alcanza un estado de hipomanía en el que la aceleración mental acentúa los rasgos más atrayentes de su carácter: se vuelve cada vez más locuaz, delirantemente imaginativo, un torbellino de la naturaleza que no se correspondía con la parálisis nerviosa que ya había afectado a sus piernas. Conmueve la última carta que le escribe Michael Ignatieff en la que le pregunta hacia dónde se está escapando ahora. Conmueven las cartas previas a su muerte dictadas a su mujer en las que Elizabeth añade posdatas para explicar cuál es la verdadera situación de su marido. Conmueve el cuarteto que compuso Kevin Volans basándose en Los trazos de la canción y ante cuya audición Chatwin sólo fue capaz de articular una palabra: “precioso”. Hasta conmueve su acercamiento final, medio alucinado medio místico, a la fe ortodoxa griega tras ver un pantocrátor. En el último libro que leyó aparecían estos versos:

“A todo renunciamos menos a nosotros mismos:
el egoísmo es lo último que se pierde;
nuestros suspiros son exhalaciones de la tierra,
nuestras pisadas dejan un rastro en la nieve”.  

Bajo el sol puede ser leído por los iniciados en la obra de Chatwin como una comprobación o refutación del personaje que protagoniza En la Patagonia, Los trazos de la canción o ¿Qué hago aquí?, pero también por cualquiera como una autobiografía fragmentada o una conversación con uno de los escritores más excepcionales de la segunda mitad del siglo pasado. Incluso cabe la lectura de una obra de imaginación en la que Bruce Chatwin se nos revele como el ser de ficción que construyó de cara a los demás. En cualquier caso, y aunque estas cosas dependan mucho de las condiciones materiales (en contra de lo que pudiera parecer, Chatwin no fue rico) o la configuración genética,  yo me quedo con el entusiasmo incontenible que desbordan sus páginas, con la intensidad contagiosa que destilan sus cartas, con el triunfo de la amplitud apasionada sobre la languidez de quien ni siquiera intenta vivir como quiere y con el drama de quien siendo consciente de que, como dijo Pascal, toda la desgracia de los hombres es resultado del no saber permanecer en reposo en su cuarto, no pudo hacer nada por evitarla. Su obra trató de arrojar por todos los medios cierta luz sobre la naturaleza de la inquietud humana. 

3 comentarios:

Fran G. Matute dijo...

Pues tras leer esto, no le queda a uno más remedio que anunciar su retirada inminente del mundo de la crítica literaria... Tú ganas, Cora.

SEXTO PISO dijo...

Absolutamente maravillosa, sí señor!

Mariluz dijo...

Tremendo, magistralmente tremendo. He tenido que sacrificar la media hora de desayuno para leer esta maravilla. ¿Quién es este Coradino Vega? ¿Cómo se alinearon los astros cuando viste la luz primera? ¿Quién ganó el Tour de Framcia ese año? Busco información tuya y me sales con que eres autor de El hijo del ciclista (que esta misma tarde encontraré fatigando las calles de Alicante). ¿A qué extraño designio hay que preguntarle para saber cómo he tardado tanto en encontrarte? ¿Por qué no hay más Coradino Vega en EC? Amado mío, eres digno de la mejor horchata de mi casa, como lo sería Chatwin, aunque imagino que, dándole como le dio al talón, el hombre se llevaría las libaciones horchateras alicantinas puestas para cruzar el Leteo. Cora, I love you.

http://mariluzalicante.blogspot.com.es/