Bajo
el sol. Las cartas de Bruce Chatwin
Bruce
Chatwin
Sexto
Piso, 2012
ISBN: 978-84-15601-16-6
556
páginas
28 €
Selección
y edición de Elizabeth Chatwin y Nicholas Shakespeare
Traducción
de Ismael Attrache y Carlos Mayor
Coradino Vega
En las
anotaciones del que fuera director de la escuela en la que cursó su enseñanza
primaria, aparece un rasgo definitorio del carácter de Bruce Chatwin que cualquier psicopedagogo actual diagnosticaría
como trastorno por déficit de atención hiperactivo. Y es que la idea de su
viuda y su biógrafo, al agrupar y comentar estas cartas que abarcan desde que
el autor de En la Patagonia tenía
ocho años hasta un mes antes de morir sin cumplir los cuarenta y nueve, parece
pasar por que nos fijemos en la cartografía interior de quien fue uno de los
escritores más itinerantes que se hayan conocido. Irresistible y seductor, tan
consciente de su ingenio como de su atractivo, de una temprana cultura exuberante,
fetichista, esnob, cariñoso, egoísta hasta la irritación, reservado, mordaz con
tendencia a una agudeza ácida cuando no directamente cínica, de brillante
sentido del humor y una locuacidad ciclotímica tan estimulante como exagerada,
Chatwin despliega en su correspondencia un grado más del álter ego que aparece
en sus principales libros sin entrar en los chismes íntimos que sí revelaron su
biografía: “Yo no creo en eso de
confesarlo todo”, le dijo a su amigo Paul
Theroux. Pero si hay un cariz que presida en todo momento su temperamento, ése
es el mismo que dirige sus pasos en zigzag por el mundo y que se torna en la
propulsión de la mayor parte de su obra: la curiosidad por lo desconocido, por
ir más allá, por penetrar en el misterio para extraer su belleza; la
incapacidad de estarse quieto mucho tiempo en un mismo sitio; el ansia de busca,
de huida y de intensidad, bajo la que subyace, según Enzensberger, “una presencia
turbadora”, algo sobrio, solitario y conmovedor que hace que cada vez que
releamos sus libros encontremos siempre una prueba de innovación, otro detalle
de su genialidad, una veta que nos pone en la pista del poderoso legado de lo
que dejó escrito.
Con sólo veinte años controlaba los
departamentos de antigüedades, impresionismo y arte moderno de Sotheby’s, donde
conoció a su esposa, y viajaba por media Europa, Nueva York o las excavaciones
de Oriente Próximo como si fuera un profesor universitario. Precoz fue también
su hartazgo del mundo de las subastas y el coleccionismo y, aprovechando el
diagnóstico de un oculista, huyó a Sudán para estudiar arqueología a su regreso
en la Universidad de Edimburgo. Duró poco. Pronto detestó la academia tanto
como trabajar o volver a su Inglaterra natal, el único país en el que nunca se
sintió en casa. De esa época data su matrimonio con Elizabeth Chanler, la compra de Holwell Farm —una granja con ovejas
en la que al cabo de un solo día le entraban
“temblores causados por el malestar del sedentarismo”— y el proyecto de
escribir un ambicioso ensayo sobre el nomadismo, cuya sinopsis detalla
minuciosamente en una carta dirigida a su editor fechada el 24 de febrero de
1969. En la primera concepción de ese libro que pensó titular The Alternative Nomad y que sólo
diecisiete años después vería la luz convertido en Los trazos de la canción, estaba ya todo Chatwin. La solución a la
eterna pregunta de por qué el hombre, desde el principio de los tiempos, se
debate entre el ansia de explorar y el anhelo de mantenerse en la civilización
sólo era la forma que tenía de explicarse a sí mismo. Mientras, los viajes son
constantes y se suceden a un ritmo vertiginoso. Hay cartas remitidas desde Afganistán,
Níger, París, Punta Arenas, Camerún, Patmos, Nepal, la Toscana o Provenza, Ronda,
Alice Springs, y un largo y heterogéneo etcétera. Chatwin siempre está pensando
en su próximo destino, ideando planes: “El
cambio es lo único que le da sentido a la vida. No te la pases delante de un
escritorio. Puedes acabar con úlceras y cardiopatías”. Su avidez oscila de
la paleontología hasta la antropología, pasando por la botánica y la obsesión
por adquirir y vender antigüedades u objetos exóticos: una cabeza maorí que —según
decía él— había pertenecido a Sarah Bernhardt,
un símbolo sintoísta del siglo XVII que le parecía un brancusi, una mesita marroquí, un metro de tela de seda persa, las
mancuernas de un marajá, una capa de plumas peruana, una figura mesopotámica de
hematita que representaba la imagen de un pato. Siempre preocupado por la
cuestión económica, cuando decide al fin que su vocación es escribir, Chatwin manda
a su mujer a visitar posibles casas en la que retirarse a trabajar alejado de “las bibliotecas y la obra de los otros
hombres” y poder “mirar con ojos
nuevos”. Pero antes entraría en nómina en The Sunday Times Magazine, para la que entrevistó entre otros a Malraux, Indira Gandhi o a la viuda de Ósip
Mandelstam, uno de los escritores
que más admiró junto a Isaak Bábel. De la revista se
despediría con una escueta nota: “ME HE
IDO A PATAGONIA CUATRO MESES”.
Alentado por la diseñadora de
interiores Eileen Gray, y
obsesionado con la historia de un tío bisabuelo, decidió llegar al “punto más lejano al que el hombre ha
llegado a pie desde su lugar de origen”: al Cabo de Hornos, a la isla de
Tierra del Fuego. El resultado sería su primera publicación, su primera obra
maestra, ese libro maravilloso e inclasificable titulado En la Patagonia. A mitad de camino entre la crónica de viajes, el
periodismo literario, la llamada autoficción y la novela, es todo eso a la vez
y nada de eso exclusivamente. Según el propio Chatwin, que se quejará de lo mal
que la crítica iba a comprender “esas
cosas tan extrañas” que escribía, se trataba de un símbolo de la necesidad
de estar siempre en movimiento, de un viaje alegórico siguiendo el esquema
clásico (“el narrador sale a buscar a la
bestia, etcétera”). Según W.G.
Sebald, la originalidad de Bruce Chatwin radicó en derribar las barreras
impuestas por editores, libreros y críticos, en sus estructuras e intenciones
enigmáticas, en su promiscuidad, en cómo rompió el molde del libro de viajes
para introducirse en el ámbito de lo metafísico y lo milagroso. “La búsqueda de los nómadas es la búsqueda
de Dios”, escribiría años después el propio Chatwin en una de estas cartas.
Las disputas con sus editores por la clasificación genérica de sus libros, por
escapar de “la horda cada vez más
populosa de escritores de viajes”, fueron tan frecuentes como los litigios
con los albaceas de los modelos reales de sus personajes. Tras la Patagonia,
vendría Benín, que daría lugar a El
virrey de Ouidah, la historia de un traficante de esclavos bajo el modelo
del Flaubert de Salambó y los Tres cuentos;
las fronteras de Gales, en la reacción a la indiferencia con la que fue acogido
su libro anterior que es Colina Negra,
una novela-novela bajo el influjo de Thomas
Hardy; Checoslovaquia en retrospectiva para Utz; o la Australia aborigen para la de nuevo heterodoxa Los trazos de la canción. “No puedo escribir sobre lo que no conozco”,
confiesa en otra carta Chatwin. Pero no hay lugar en el mundo que escapara a su
obstinado conocimiento, podríamos responderle.
A partir de la publicación de En la Patagonia, esta correspondencia
deja testimonio de cómo Chatwin suda tinta en el proceso de cada uno de sus
libros, de sus voluntariosas exploraciones para dotar a una historia de “veracidad”, de lo arduo de su
investigación y el montaje y la reescritura de numerosos borradores. Aficionado
a citar los aforismos de La tumba
inquieta de Cyril Connolly,
Chatwin también creía que “en un mundo en
el que todos los años se imprimen millones de páginas llenas de tonterías,
acaba constituyendo un deber salir al mundo, observar y condensar lo visto para
lectores del futuro de una fecha desconocida”. Sin embargo, a pesar de la
autoconfianza que destila su prosa chispeante, hay momentos en el que la
vulnerabilidad del desaliento sale a la luz sin deshonestidades: “No le des demasiado importancia a tu
inseguridad: la mía está en un momento álgido”, le escribe al joven
periodista indio Sunil Sethi; o a su
editor italiano, Roberto Calasso: “Al final llevabas razón, lo mejor es
aplicar tu ‘método tijera’”.
El talento de Chatwin para contar
anécdotas reales, exagerándolas hasta cruzar la línea de la ficción, queda
desparramado a lo largo de este libro. Tras el brío y la vitalidad del
desparpajo con el que está escrita, por ejemplo, la larga carta a Elizabeth
fechada en Viena en julio del 67, y que más bien parece un relato de Saul Bellow, está la urgencia de
captarlo todo, el continuo estado de ansiedad que le impele a convertir la vida
en una eterna juventud dorada: historias rocambolescas, personajes
estrambóticos y la continua y casi infantil expresión del mismo deseo: “Quiero ir a Níger, ver más nómadas: la
tribu de los peul bororo”. La postal es el espacio ideal para lo que mejor
parecía dársele: contar algo de sopetón, sin preámbulos; la carta, el lugar en
el que su prosa eléctrica, de una visualidad arrebatadora y prístina a la vez
que densa, encuentra mejor acomodo. Ser el niño bonito de las damas neoyorkinas
de la alta sociedad e ir un jueves a la ópera con Jackie Onassis, bucear en Kenia por arrecifes de coral o hacer
windsurf en la Martinica, apenas distrae el conflicto entre lo que Chatwin
quería ser y lo que realmente era. Llegó a ser un escritor prestigiado y renegó
en todo momento de la figura pública de escritor. Se separó de Elizabeth
Chanler, vendieron Holwell Farm, tres años después se reconciliaron en Katmandú
y, a los pocos meses, le confesó a una amiga que, sin ella, se había sentido
terriblemente deprimido. En ese periodo pasó una temporada en la colonia de
escritores de Yaddo y no dejó de ansiar escaparse de aquel “entorno de cartón” privilegiado. De sus pullas no se escapó V.S. Naipaul, a quien consideraba
precisamente un quejica, pero tampoco su amigo Salman Rushdie. Lo mismo soltaba que “el infierno es una casa, cuyo perro se llama Cerbero”, que daba la
razón a Connolly cuando decía: “Dentro de
todo viajero hay un anacoreta que anhela quedarse en casa”. Se pasó la vida
siendo un hipocondríaco supersticioso, mentiroso y exageradamente cómico y,
cuando realmente llegó la enfermedad, empleó ese mismo talento para camuflarla.
No le tembló la pluma a la hora de prescindir de su amiga Deborah Rogers para fichar por la agencia literaria de Andrew Wylie, alias ‘El Chacal’ a
partir de ese momento. Se mostraba más cariñoso con Susan Sontag, a quien sólo vio una vez, que cuando escribía a su
esposa. Pedía a sus amantes (como James
Ivory) que fueran a verle, pero se preocupaba en todo momento de que no
estuviera Elizabeth —que sabía y consentía sus relaciones homosexuales— o,
cuando le diagnosticaron el VIH, de que su padre no se enterara de su doble
vida. Tras conocerlo en La Alpujarra, Gerald
Brenan dijo de él:
“Es
un hombre encerrado en sí mismo, como un insecto bajo una capa de quitina; no
le importan nada los demás y tiene que estar todo el rato hablando (…) No puedo
decir que me caiga bien, es un chavalillo que sólo va a lo suyo, pero tiene una
energía impresionante”.
La edición de estas cartas por parte
de Elizabeth Chatwin y Nicholas Shakespeare
gravita entre la mitificación del genio y un retrato moral que a uno no le
queda claro si parte de la admiración o del ajuste de cuentas. Pero puede que
en esa ambigüedad radique en parte la riqueza subyugante del libro. Cuando a
Chatwin le comunican que tiene sida, éste no se cansa de publicitar que ha sido
infectado por un hongo extrañísimo detectado en unos campesinos chinos, en una
cueva de murciélagos o en una orca varada en la India. Conforme avanza el
deterioro físico, alcanza un estado de hipomanía en el que la aceleración
mental acentúa los rasgos más atrayentes de su carácter: se vuelve cada vez más
locuaz, delirantemente imaginativo, un torbellino de la naturaleza que no se
correspondía con la parálisis nerviosa que ya había afectado a sus piernas.
Conmueve la última carta que le escribe Michael
Ignatieff en la que le pregunta hacia dónde se está escapando ahora. Conmueven
las cartas previas a su muerte dictadas a su mujer en las que Elizabeth añade
posdatas para explicar cuál es la verdadera situación de su marido. Conmueve el
cuarteto que compuso Kevin Volans
basándose en Los trazos de la canción
y ante cuya audición Chatwin sólo fue capaz de articular una palabra: “precioso”. Hasta conmueve su
acercamiento final, medio alucinado medio místico, a la fe ortodoxa griega tras
ver un pantocrátor. En el último libro que leyó aparecían estos versos:
“A todo renunciamos menos a
nosotros mismos:
el egoísmo es lo último que
se pierde;
nuestros suspiros son
exhalaciones de la tierra,
nuestras pisadas dejan un
rastro en la nieve”.
Bajo el sol puede ser leído por los
iniciados en la obra de Chatwin como una comprobación o refutación del personaje
que protagoniza En la Patagonia, Los
trazos de la canción o ¿Qué hago
aquí?, pero también por cualquiera como una autobiografía fragmentada o una
conversación con uno de los escritores más excepcionales de la segunda mitad
del siglo pasado. Incluso cabe la lectura de una obra de imaginación en la que
Bruce Chatwin se nos revele como el ser de ficción que construyó de cara a los
demás. En cualquier caso, y aunque estas cosas dependan mucho de las
condiciones materiales (en contra de lo que pudiera parecer, Chatwin no fue
rico) o la configuración genética, yo me
quedo con el entusiasmo incontenible que desbordan sus páginas, con la
intensidad contagiosa que destilan sus cartas, con el triunfo de la amplitud apasionada
sobre la languidez de quien ni siquiera intenta vivir como quiere y con el
drama de quien siendo consciente de que, como dijo Pascal, toda la desgracia de los hombres es resultado del no saber
permanecer en reposo en su cuarto, no pudo hacer nada por evitarla. Su obra
trató de arrojar por todos los medios cierta luz sobre la naturaleza de la
inquietud humana.
3 comentarios:
Pues tras leer esto, no le queda a uno más remedio que anunciar su retirada inminente del mundo de la crítica literaria... Tú ganas, Cora.
Absolutamente maravillosa, sí señor!
Tremendo, magistralmente tremendo. He tenido que sacrificar la media hora de desayuno para leer esta maravilla. ¿Quién es este Coradino Vega? ¿Cómo se alinearon los astros cuando viste la luz primera? ¿Quién ganó el Tour de Framcia ese año? Busco información tuya y me sales con que eres autor de El hijo del ciclista (que esta misma tarde encontraré fatigando las calles de Alicante). ¿A qué extraño designio hay que preguntarle para saber cómo he tardado tanto en encontrarte? ¿Por qué no hay más Coradino Vega en EC? Amado mío, eres digno de la mejor horchata de mi casa, como lo sería Chatwin, aunque imagino que, dándole como le dio al talón, el hombre se llevaría las libaciones horchateras alicantinas puestas para cruzar el Leteo. Cora, I love you.
http://mariluzalicante.blogspot.com.es/
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