El
camino de Wigan Pier
George Orwell
Austral, 2012
ISBN: 978-84-233-2900-7
232 páginas
7,55 €
Traducción de Ester Donato
Coradino Vega
Eric Arthur Blair, mucho más conocido como George Orwell, nació en la India británica en 1903, se educó en un
terrible internado a tenor de lo que luego contaría en “Ay, qué alegrías
aquellas”, fue alumno con beca en Eton, en 1922 ingresó en la policía imperial
de Birmania y, en un acto de contrición y desclasamiento voluntario que
recuerda en algo al extremo mártir de Simone
Weil, decidió vivir unos años entre mendigos, desempleados y obreros
precarios hasta que se enroló en las milicias del POUM para luchar en la guerra
civil de España. Moriría en 1950 de tuberculosis, y aunque deba su fama a las ficciones
alegóricas Rebelión en la granja y 1984, puede que la obra más valiosa de
Orwell se encuentre en sus ensayos literarios y políticos, en sus reportajes,
reseñas, textos autobiográficos y artículos de opinión a los que el lector
español sólo tiene acceso de una forma desordenada y fragmentaria. A esa
naturaleza de escritos mezcla de testimonio personal, alegato político y
crónica periodística, pertenece este libro de 1937 rescatado ahora en formato
de bolsillo sin que se aprecie el menor esfuerzo editorial por actualizar su
forma y contenido.
En la primera parte
de El camino de Wigan Pier, Orwell da
fe rigurosamente de las condiciones deplorables en las que vivían los mineros
del norte de Inglaterra en los años treinta. Las descripciones oscilan entre un
naturalismo minucioso y el inventario casi científico de la brutalidad del
trabajo en una mina de carbón, de las viviendas proletarias de Sheffield, Leeds
o Wigan, de la desmoralización de las familias desempleadas, de sus hábitos de
consumo o alimenticios, de cómo se puede estirar el subsidio social para
garantizar la supervivencia, de la fealdad industrial de los paisajes de
Lancashire y Yorkshire, y en definitiva de los objetos físicos con sus detalles
y huellas invisibles de trabajo humano. En esa forma de observarlo todo, que ve
además de mirar, radica el modo que tiene Orwell de ir por el mundo, con los
ojos abiertos y sin pelos en la lengua, y que es también su legado moral: “Hay como una obligación de ver y oler estos
lugares de vez en cuando, especialmente de olerlos, para no olvidarse de que
existen”. Se trata de registrar la factura que pasaron los años veinte, esa
“edad de oro del rentista” o “periodo de irresponsabilidad”, como el
propio Orwell los denominó en el ensayo de 1940 “En el vientre de la ballena”,
y que guarda un paralelismo ominoso con el presente. Pero al contrario que la
fascinación por el obrero a lo Chesterton
o Shaw, o su defensa abstracta por
parte del marxista de verbo enrevesado y confortable dormitorio, el
acercamiento de Orwell guarda la misma dosis de idealismo que de sentido
autocrítico de la realidad. A diferencia del “que cada uno haga su trabajo” de Camus, considera un error suponer que a todo el mundo le gusta por
regla general hacer lo que hace. “No soy
un trabajador manual y quiera Dios que nunca haya de serlo”, dice antes de
reconocerse como un burgués de clase media lastrado por los prejuicios
recelosos de su extracción educacional. Y en una de sus pocas coincidencias
explícitas con Marx, apunta: “Cuando se trata a la gente como ha sido tratada la clase obrera
inglesa durante dos siglos, no es de extrañar que estén resentidos”.
La segunda parte del
libro es una justificación personal de por qué alguien como él decide
sumergirse en el proletariado y el desempleo, además de un alegato cargado de
razones a favor del socialismo. Parte de su experiencia como policía al
servicio del imperio británico y desemboca en una llamada al cambio de
mentalidad de la clase media. Y es que, como Dickens o D.H. Lawrence,
Orwell no parece un escritor pesimista, sino que insiste a cada paso, con una
voluntad encomiable, en que la vida aquí y ahora podría ser mucho mejor si
supiéramos “mudar de corazón”, verla
de otro modo. Así, para defender el socialismo, lo primero que hace es un
esfuerzo por comprender a sus detractores, y posiblemente ahí radique el mejor
Orwell: en el crítico de la izquierda desde sus sentimientos de izquierdas, en
la clarividencia con que detecta los fallos del progresismo, en la contundencia
con que desmontará siempre la deriva totalitaria de cualquier ortodoxia. El
análisis de la complejidad transversal de las clases sociales tras el
industrialismo, las diferencias casi irreconciliables que las separan, las
incoherencias de la ‘intelligentsia’ y su cómodo esnobismo, la pedantería de la
jerga comunista, la identificación del socialismo con una noción de progreso maquinista
y distópico —cuando habla del futurismo de Bernard Shaw o Aldous Huxley uno ve cómo se va prefigurando 1984—, o la pervivencia del socialismo a pesar de los socialistas y
las extravagancias que los alejan de la gente normal y las “personas sensibles” son , a su juicio, algunos de los factores que
merman el respaldo que pretende lograr con habilidad propagandística. Orwell es
un hombre de su tiempo, que escribe desde un contexto determinado. Para él las
prioridades son dos: frenar al fascismo y unificar voluntades en aras de lo
que, en más de una ocasión, denomina “lo
esencial”: la libertad y la justicia, el sentido común, un socialismo
humanizado que garantice unos mínimos indispensables como la comida, poder
vivir sin miedo al desempleo, saber que los hijos tendrán una oportunidad para
prosperar, un baño una vez al día, ropa de cama razonablemente limpia, un techo
sin goteras o una jornada de trabajo tal que a uno le quede algo de energía al
terminarla.
En su ensayo de 1946
“Por qué escribo”, Orwell fijó los cuatro motivos que, según él, hacen que una
persona coja la pluma: egoísmo puro y duro, entusiasmo estético, impulso
histórico y propósito político. Y aunque los dos primeros estén de algún modo
presentes en su obra (hay veces en que —como cualquier escritor— Orwell no
controla la vanidad, y su defensa de la precisión del lenguaje y de un arte
desvinculado de lo político es más que notoria), es el tercero y sobre todo el
cuarto motivo los que marcan la nervadura de sus escritos. Pocos intelectuales han
sido capaces de ver con tanta claridad y lucidez su presente. Orwell pertenece
a esa estirpe de autores que, como Camus o Chaves
Nogales, tuvieron que preservar su coraje entre las balas de dos fuegos
cruzados. Que se equivocara estrepitosamente en algunos de sus pronósticos
responde al voluntarismo panfletista, nacido de la circunstancia del momento,
que preside la recta final de El camino
de Wigan Pier o la tercera parte de El
león y el unicornio, donde la defensa de lo que él denomina “socialismo
democrático” convierte a éste poco menos que en un oxímoron en flagrante contradicción
con las ideas vertidas, por ejemplo, en sus “Recuerdos de la Guerra Civil
española” de 1942. Hay un antes y un después del paso por el frente de Aragón
en la vida y obra de George Orwell: “La
guerra de España y otros sucesos de 1936-1937 cambiaron la escala de valores y
me permitieron ver las cosas con mayor claridad —dice en El león y el unicornio—. Cada renglón que he escrito en serio desde
1936 fue creado, directa o indirectamente, en contra del totalitarismo y a
favor del socialismo democrático, tal como yo lo entiendo”.
Hoy, más que nunca,
la libertad de criterio y la valentía de Orwell cobran una pertinencia que
sobrecoge. Sus arremetidas contra la clase dirigente de su época, su rabia política
ante la injusticia y su búsqueda de una salida para un mundo en crisis resultan
de lo más vigente. Del mismo modo, Orwell da lo mejor de sí cuando desentraña
el papanatismo y las controversias de chichinabo que asolan a la izquierda. “Los intelectuales a los que tanto gusta
cotejar democracia y totalitarismo, pesarlos en la misma balanza, ‘demostrar’
que una es tan perniciosa como el otro, son simplemente unos frívolos que nunca
se han visto ante la cruda realidad”, escribió el mismo año que criticó con
dureza la poesía de Auden nacida al
socaire de la propaganda soviética. Porque si hay algo que rebela a Orwell
tanto como el privilegiado parásito que vive de sus dividendos, es el
intelectual que siempre está en otra parte cuando se aprieta el gatillo, que
justifica la dictadura desde la seguridad de un Estado liberalmente blando, que
juega con las palabras desde su inmunidad personal y emplea en sus textos
expresiones como “asesinato necesario”.
Esa es la mejor versión de Orwell, la que no se cansa de combatir la actitud
negativa, quejumbrosa, falta de sugerencias constructivas, calidez emocional y
responsabilidad de la inteligencia que jamás ha ocupado ni espera ocupar una posición
de poder, que nunca ha estado ni estará en la primera línea del frente, o que
vive en un mundo hecho puramente de ideas y tiene un escaso contacto con la
realidad física de las cosas. La misma que, con una prosa transparente y
precisa que parece el correlato perfecto de la sinceridad de sus propósitos, y
aunque incurra en algunos de los vicios que él mismo denunciara, dijo cosas como:
“El lenguaje político está diseñado para
que las mentiras suenen a verdad y los asesinatos parezcan algo respetable:
para dar solidez a lo que es viento”.
3 comentarios:
A título personalísimo, como no puede ser de otra forma, debo decir que cuando leo reseñas como la de hoy, tan bien redactada, con un análisis concienzudo detrás, claro y conciso, no puedo dejar de pensar en las ENORMES diferencias que se dan entre lo que publicamos unos estadistas y otros. Ojalá todos pudiéramos mostrar siempre un nivel crítico tan elevado como el de Coradino. Es un deseo. Y una aspiración.
Ojalá. No siempre tenemos el tiempo, no siempre tenemos el talento. Pero de eso el lector no tiene la culpa: hay que intentarlo. Enhorabuena, Cora.
Mi amado Coradino, las fábricas de horchata alicantinas (donde espero que la jornada laboral y el salario no se parezcan a los de esas minas norteñas) le enviarán hasta el final de sus días un suministro semanal de la mejor producción de sus factorías. Mudar el corazón... si el sindicalismo y la patronal tomaran nota...
Le amo, estadista de mis entrañas.
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