26 julio 2013

Lucidez panfletaria

El camino de Wigan Pier

George Orwell

Austral, 2012

ISBN: 978-84-233-2900-7

232 páginas

7,55 €

Traducción de Ester Donato



Coradino Vega

Eric Arthur Blair, mucho más conocido como George Orwell, nació en la India británica en 1903, se educó en un terrible internado a tenor de lo que luego contaría en “Ay, qué alegrías aquellas”, fue alumno con beca en Eton, en 1922 ingresó en la policía imperial de Birmania y, en un acto de contrición y desclasamiento voluntario que recuerda en algo al extremo mártir de Simone Weil, decidió vivir unos años entre mendigos, desempleados y obreros precarios hasta que se enroló en las milicias del POUM para luchar en la guerra civil de España. Moriría en 1950 de tuberculosis, y aunque deba su fama a las ficciones alegóricas Rebelión en la granja y 1984, puede que la obra más valiosa de Orwell se encuentre en sus ensayos literarios y políticos, en sus reportajes, reseñas, textos autobiográficos y artículos de opinión a los que el lector español sólo tiene acceso de una forma desordenada y fragmentaria. A esa naturaleza de escritos mezcla de testimonio personal, alegato político y crónica periodística, pertenece este libro de 1937 rescatado ahora en formato de bolsillo sin que se aprecie el menor esfuerzo editorial por actualizar su forma y contenido.

En la primera parte de El camino de Wigan Pier, Orwell da fe rigurosamente de las condiciones deplorables en las que vivían los mineros del norte de Inglaterra en los años treinta. Las descripciones oscilan entre un naturalismo minucioso y el inventario casi científico de la brutalidad del trabajo en una mina de carbón, de las viviendas proletarias de Sheffield, Leeds o Wigan, de la desmoralización de las familias desempleadas, de sus hábitos de consumo o alimenticios, de cómo se puede estirar el subsidio social para garantizar la supervivencia, de la fealdad industrial de los paisajes de Lancashire y Yorkshire, y en definitiva de los objetos físicos con sus detalles y huellas invisibles de trabajo humano. En esa forma de observarlo todo, que ve además de mirar, radica el modo que tiene Orwell de ir por el mundo, con los ojos abiertos y sin pelos en la lengua, y que es también su legado moral: “Hay como una obligación de ver y oler estos lugares de vez en cuando, especialmente de olerlos, para no olvidarse de que existen”. Se trata de registrar la factura que pasaron los años veinte, esa “edad de oro del rentista” o “periodo de irresponsabilidad”, como el propio Orwell los denominó en el ensayo de 1940 “En el vientre de la ballena”, y que guarda un paralelismo ominoso con el presente. Pero al contrario que la fascinación por el obrero a lo Chesterton o Shaw, o su defensa abstracta por parte del marxista de verbo enrevesado y confortable dormitorio, el acercamiento de Orwell guarda la misma dosis de idealismo que de sentido autocrítico de la realidad. A diferencia del “que cada uno haga su trabajo” de Camus, considera un error suponer que a todo el mundo le gusta por regla general hacer lo que hace. “No soy un trabajador manual y quiera Dios que nunca haya de serlo”, dice antes de reconocerse como un burgués de clase media lastrado por los prejuicios recelosos de su extracción educacional. Y en una de sus pocas coincidencias explícitas con Marx, apunta: “Cuando se trata a la gente como ha sido tratada la clase obrera inglesa durante dos siglos, no es de extrañar que estén resentidos”.

La segunda parte del libro es una justificación personal de por qué alguien como él decide sumergirse en el proletariado y el desempleo, además de un alegato cargado de razones a favor del socialismo. Parte de su experiencia como policía al servicio del imperio británico y desemboca en una llamada al cambio de mentalidad de la clase media. Y es que, como Dickens o D.H. Lawrence, Orwell no parece un escritor pesimista, sino que insiste a cada paso, con una voluntad encomiable, en que la vida aquí y ahora podría ser mucho mejor si supiéramos “mudar de corazón”, verla de otro modo. Así, para defender el socialismo, lo primero que hace es un esfuerzo por comprender a sus detractores, y posiblemente ahí radique el mejor Orwell: en el crítico de la izquierda desde sus sentimientos de izquierdas, en la clarividencia con que detecta los fallos del progresismo, en la contundencia con que desmontará siempre la deriva totalitaria de cualquier ortodoxia. El análisis de la complejidad transversal de las clases sociales tras el industrialismo, las diferencias casi irreconciliables que las separan, las incoherencias de la ‘intelligentsia’ y su cómodo esnobismo, la pedantería de la jerga comunista, la identificación del socialismo con una noción de progreso maquinista y distópico —cuando habla del futurismo de Bernard Shaw o Aldous Huxley uno ve cómo se va prefigurando 1984—, o la pervivencia del socialismo a pesar de los socialistas y las extravagancias que los alejan de la gente normal y las “personas sensibles” son , a su juicio, algunos de los factores que merman el respaldo que pretende lograr con habilidad propagandística. Orwell es un hombre de su tiempo, que escribe desde un contexto determinado. Para él las prioridades son dos: frenar al fascismo y unificar voluntades en aras de lo que, en más de una ocasión, denomina “lo esencial”: la libertad y la justicia, el sentido común, un socialismo humanizado que garantice unos mínimos indispensables como la comida, poder vivir sin miedo al desempleo, saber que los hijos tendrán una oportunidad para prosperar, un baño una vez al día, ropa de cama razonablemente limpia, un techo sin goteras o una jornada de trabajo tal que a uno le quede algo de energía al terminarla.

En su ensayo de 1946 “Por qué escribo”, Orwell fijó los cuatro motivos que, según él, hacen que una persona coja la pluma: egoísmo puro y duro, entusiasmo estético, impulso histórico y propósito político. Y aunque los dos primeros estén de algún modo presentes en su obra (hay veces en que —como cualquier escritor— Orwell no controla la vanidad, y su defensa de la precisión del lenguaje y de un arte desvinculado de lo político es más que notoria), es el tercero y sobre todo el cuarto motivo los que marcan la nervadura de sus escritos. Pocos intelectuales han sido capaces de ver con tanta claridad y lucidez su presente. Orwell pertenece a esa estirpe de autores que, como Camus o Chaves Nogales, tuvieron que preservar su coraje entre las balas de dos fuegos cruzados. Que se equivocara estrepitosamente en algunos de sus pronósticos responde al voluntarismo panfletista, nacido de la circunstancia del momento, que preside la recta final de El camino de Wigan Pier o la tercera parte de El león y el unicornio, donde la defensa de lo que él denomina “socialismo democrático” convierte a éste poco menos que en un oxímoron en flagrante contradicción con las ideas vertidas, por ejemplo, en sus “Recuerdos de la Guerra Civil española” de 1942. Hay un antes y un después del paso por el frente de Aragón en la vida y obra de George Orwell: “La guerra de España y otros sucesos de 1936-1937 cambiaron la escala de valores y me permitieron ver las cosas con mayor claridad —dice en El león y el unicornio—. Cada renglón que he escrito en serio desde 1936 fue creado, directa o indirectamente, en contra del totalitarismo y a favor del socialismo democrático, tal como yo lo entiendo”.

Hoy, más que nunca, la libertad de criterio y la valentía de Orwell cobran una pertinencia que sobrecoge. Sus arremetidas contra la clase dirigente de su época, su rabia política ante la injusticia y su búsqueda de una salida para un mundo en crisis resultan de lo más vigente. Del mismo modo, Orwell da lo mejor de sí cuando desentraña el papanatismo y las controversias de chichinabo que asolan a la izquierda. “Los intelectuales a los que tanto gusta cotejar democracia y totalitarismo, pesarlos en la misma balanza, ‘demostrar’ que una es tan perniciosa como el otro, son simplemente unos frívolos que nunca se han visto ante la cruda realidad”, escribió el mismo año que criticó con dureza la poesía de Auden nacida al socaire de la propaganda soviética. Porque si hay algo que rebela a Orwell tanto como el privilegiado parásito que vive de sus dividendos, es el intelectual que siempre está en otra parte cuando se aprieta el gatillo, que justifica la dictadura desde la seguridad de un Estado liberalmente blando, que juega con las palabras desde su inmunidad personal y emplea en sus textos expresiones como “asesinato necesario”. Esa es la mejor versión de Orwell, la que no se cansa de combatir la actitud negativa, quejumbrosa, falta de sugerencias constructivas, calidez emocional y responsabilidad de la inteligencia que jamás ha ocupado ni espera ocupar una posición de poder, que nunca ha estado ni estará en la primera línea del frente, o que vive en un mundo hecho puramente de ideas y tiene un escaso contacto con la realidad física de las cosas. La misma que, con una prosa transparente y precisa que parece el correlato perfecto de la sinceridad de sus propósitos, y aunque incurra en algunos de los vicios que él mismo denunciara, dijo cosas como: “El lenguaje político está diseñado para que las mentiras suenen a verdad y los asesinatos parezcan algo respetable: para dar solidez a lo que es viento”.    

3 comentarios:

Fran G. Matute dijo...

A título personalísimo, como no puede ser de otra forma, debo decir que cuando leo reseñas como la de hoy, tan bien redactada, con un análisis concienzudo detrás, claro y conciso, no puedo dejar de pensar en las ENORMES diferencias que se dan entre lo que publicamos unos estadistas y otros. Ojalá todos pudiéramos mostrar siempre un nivel crítico tan elevado como el de Coradino. Es un deseo. Y una aspiración.

Alejandro Luque dijo...

Ojalá. No siempre tenemos el tiempo, no siempre tenemos el talento. Pero de eso el lector no tiene la culpa: hay que intentarlo. Enhorabuena, Cora.

Mariluz dijo...

Mi amado Coradino, las fábricas de horchata alicantinas (donde espero que la jornada laboral y el salario no se parezcan a los de esas minas norteñas) le enviarán hasta el final de sus días un suministro semanal de la mejor producción de sus factorías. Mudar el corazón... si el sindicalismo y la patronal tomaran nota...
Le amo, estadista de mis entrañas.