02 julio 2009

El lento devenir de la palabra

El viajero del siglo

Andrés Neuman

Alfaguara, 2009

ISBN: 978-84-204-2235-0

544 pág.

22 €

Joaquín Blanes

El viajero del siglo es una novela para tomar con calma. Absténgase el lector impaciente y no por el monto total de sus páginas, que son más de quinientas, sino por su trama pausada, lánguida, casi siempre contenida; imperceptible para el lector instintivo, el que lee buscando el goce de la trama y no el de la forma exquisita y los diálogos eruditos. Esto no es John Grisham.
El viajero del siglo está protagonizado por Hans, traductor y viajero vocacional, que llega por casualidad a Wandernburgo, una ciudad extraña y fea, donde incomprensiblemente sufrirá una especie de síndrome de Estocolmo que le impedirá abandonar el lugar y la compañía de su gente variopinta. Los personajes están muy bien elaborados, son complejos, llenos de dudas e inseguridades, también de impulsos y actitudes que los convierten en naturales, en personajes creíbles, como la protagonista, la vivaz Sophie Gottlieb, inteligente y hermosa, primero esquiva, luego complaciente.
La novela refleja una época inestable, en la que los estados europeos son volubles, con gobiernos inconstantes y fácilmente mudables, con un fuerte sentimiento nacionalista que provoca la militarización de la sociedad civil. Una época en la que los movimientos obreros comienzan a despertar por culpa de la industrialización y la mujer inicia la lenta conquista de los espacios públicos y la búsqueda de libertad en la toma de decisiones y acuerdos conyugales que tradicionalmente se acordaban entre varones. Todo eso respira en las páginas de la novela y, sin embargo, sorprende que una época de tanta convulsión social y espiritual se vaya descifrando en extensos diálogos, en batallas dialécticas, diatribas y monólogos versátiles, y apenas sucedan cosas, casi no hay acciones relevantes en el libro. La historia se desenvuelve principalmente entre ingeniosas sesiones de filosofía burguesa en casa de los Gottlieb o en una covacha donde habita el organillero con su perro Franz, lugar que frecuenta Reichardt (un viejo jornalero eventual) y Lamberg (obrero en una fábrica textil).
Neuman quiere alimentar el lento devenir de sus páginas incluyendo una subtrama policial. La historia de un villano enmascarado, un asesino de mujeres, estereotipo de la premeditación y la alevosía propia de los asesinos en serie. En esta subtrama aparecen dos personajes bastante divertidos que son los tenientes Gluck, padre e hijo, y que recuerdan por sus diálogos disparatados y su innata capacidad para desconcertar a cualquiera, a los hermanos Hernández y Fernández (Dupond et Dupont). Esta otra historia ayuda un poco a aligerar la lentitud de la trama central, sin duda folletinesca, en la que todo es, en cierto modo, presumible: la pérdida del amor verdadero por culpa de enfermedades como la tuberculosis o unas fiebres, el amor prohibido por las convenciones sociales y el locus amoenus que aquí es el cuarto de una pensión y un catre que dibuja los secretos más íntimos de los protagonistas.
Uno de los personajes de la novela, el profesor Mietter, dice (en una de las prolongadas sesiones de filosofía burguesa en casa de los Gottlieb): “la novela moderna es un espejo de nuestras costumbres, que no existen los argumentos sino la observación y que todo lo que ocurre puede caber en ella. Es una idea interesante, aunque también justifica el mal gusto imperante”. (132) ¿Una crítica al naturalismo en una novela profundamente naturalista? Resulta desconcertante.
Es evidente la inteligencia literaria de Neuman, llamado a ser un nombre imprescindible de la literatura contemporánea. Su paladar distinguido y educado, su construcción perfecta de la frase, el gusto poético por algunas imágenes, cautivará a algunos lectores. Lástima que haya tanto lector ingrato que no aprecie el denuedo de esta obra magna y persiga un poco más de acción entre tanto diálogo. Un diálogo, por otra parte, insistente en esta novela, que Neuman tiene a bien esconder entre la narración, sin el tradicional guión y sin demasiadas acotaciones. Bien es cierto que Saramago viene haciendo eso desde hace años, pero no está de más el estilo directo separado por puntos y las acotaciones entre paréntesis, agiliza y da esplendor a la narración.
Aunque a Neuman poco le debe importar un lector ingrato cuando todo son elogios por parte de la crítica y un gran premio como el de Alfaguara es un gran premio, aunque a los premios les pase como a los dados, que sólo tienen seis posibilidades y los números se repiten con bastante frecuencia.

2 comentarios:

Manolo Haro dijo...

Estupendo acercamiento a una obra que viene presentada con fulgores de trompetas apuntado al cielo. A veces el estruendo de las mismas no nos dejan oír el sonido del roce de las nubes. Me gusta el símil de los dados.

Daniel Ruiz García dijo...

Interesante crítica, Joaquín. Puede abrir el debate sobre "la novela moderna". Una novela naturalista repleta de diálogos no la concibo, al final me imagino "El Banquete" de Platón. De todas formas, creo que es legítimo exigir acción a una novela. A fin de cuentas, Neuman no es un filósofo, y no hay que esperar mucho de él en el terreno del pensamiento; lo que particularmente le pido a un novelista es que me cuente cosas, que me cuente historias, y que las cuente bien.

Un abrazo