25 agosto 2009

Buscando leña en el bosque Sade.

Nuestro lado oscuro: una historia de los perversos

Elisabeth Roudinesco

Anagrama, 2009

ISBN: 9788433962850

264 páginas

16 €

Manolo Haro

De la perversión, sus formas, tratamiento y mutaciones a lo largo de la cultura occidental trata Nuestro lado oscuro. Una historia de los perversos de Élisabeth Roudinesco, profesora de la universidad de París-VII. El libro está estructurado en cinco capítulos (Edad Media, siglo XVIII, XIX, XX y edad posmoderna) que ofrecen un repaso tal vez algo apresurado del asunto. En la panorámica perteneciente al periodo medieval se estudian a los místicos, los autoflagelantes y, por último y con nombre propio, los crueles trabajos del asesino de campesinos Gilles de Rais, más conocido por el imaginario popular como Barba azul.

Del siglo XVIII se destaca la omnipresente figura de Sade, escriba programático de una forma de entender el cuerpo muy alejada de la medieval y de su camino de purificación hacia Dios. El cuerpo es ahora un lugar de goce, a cualquier precio. El corte seco de la guillotina acabó con la nobleza y sus libertinajes, abriendo de esta manera el camino a una burguesía decimonónica que iba a reaccionar hipócritamente contra ese mundo. “Su coño me mimaba con rodetes de terciopelo. En su interior me sentí como una fiera […]. Una real hembra tetuda, carnosa, con las ventanas de la nariz rasgada […]. La lamí con rabia […]. En cuanto a las embestidas, estuvieron bien. La tercera sobre todo resultó salvaje, y la última sentimental”. Con esta claridad se expresaba Gustave Flaubert en una de sus cartas enviadas desde Egipto en la que narraba su toma de contacto con la célebre cortesana Kuchuk Hanem. Flaubert vivió en un siglo que contribuyó tanto a la erotización de las prácticas sexuales como a su represión. En ese tiempo dos ramas de la psiquiatría, la sexología y la criminología, ofrecieron un catálogo de las perversiones y la exploración de las zonas más sombrías del alma humana, respectivamente; como diría Foucault, “se dibujó el rostro fijo de las perversiones”. La sociedad burguesa del XIX intentó construir un modelo moral que sepultara el incómodo legado de los libertinos del XVIII –entre ellos el marqués de Sade –, que tomaban el cuerpo como único lugar de goce. De ahí la doblez con que se trataba casos como la publicación de Madame Bovary (“Haremos que, bajo nuestra supervisión, haga el trabajo una persona experta y hábil; sólo se podará; eso te costará unos cien francos”, Maxime du Camp a Flaubert sobre la publicación de la obra), que mostraba el revés de la trama de aquella sociedad, y la silenciosa aceptación de ciudades-burdeles (léase El mundo de ayer de Zweig acerca de Viena) en la que la iniciación sexual masculina siempre se daba entre sábanas sudadas por millares de cuerpos anónimos.

Sería Freud el que ofrecería unas perspectivas de la perversión consustancial al ser humano: la perversión es connatural al hombre; se trata de una estructura psíquica que puede dar lugar a la sublimación o al crimen. A este último brazo del turbulento río perteneció una forma de perversidad desconocida hasta la fecha y que no fue otra que la del régimen nazi. Surgía así una perversión de estado, vivida con absoluta naturalidad por sus ejecutantes antes y durante de sus juicios. La profesora Roudinesco aborda el asunto analizando la figura de tres actores fundamentales en la Solución final: Adolf Eichmann (logística), Rudolf Höss (realización) y Josef Mengele (soporte científico). En sus juicios respectivos no se observó ninguna patología visible. Como afirma Bataille, “los verdugos no tienen voz y, en caso de que hablen, lo hacen con la voz del estado”. Auschwitz fue una maquinaria mortal y perversa asentada en los fuertes pilares de una nación y un mundo que nadie que perteneciera a él puso en solfa.

Pero, ¿y nuestra sociedad globalizada y posmoderna?, ¿cómo ha asumido este lado perverso de la humanidad? Sencillamente, lo ha borrado. Vivimos en sociedades que, de manera paradójica, cultivan la trasparencia, la vigilancia y la abolición de su parte más maldita, aunque, sin ningún género de dudas, no ha habido en toda su historia un acceso a lo perverso más sencillo que ahora. Es más, no queda ni rastro del término perversión, mutado por la psicología para ofrecer el lato término de parafilia, que engloba actos considerados perversos con anterioridad: exhibicionismo, fetichismo, erotismo, pedofilia, masoquismo sexual, voyerismo, travestismo, escatología telefónica, necrofilia, parcialismo, zoofilia, coprofilia, clismafilia y urofilia. Quedan fuera de esta amplia nómina de excentricidades aceptadas la zoofilia (aunque hay defensores del matrimonio entre humanos y animales, a los que resultan inmundos “los comedores de bocadillos de jamón” ) y el terrorismo islámico, entendiendo a sus defensores como los nuevos flagelantes, capaces de la inmolación a cambio del cielo, que toman, además, a la mujer como objeto de la perversión.

A los lectores de este trabajo se le brinda un interesante jardín de flores malditas por el que guiar sus pasos de parafílicos o de gente común (me cuesta creer en tal dicotomía). El recorrido muestra los cambios habidos en torno a este asunto: del cuerpo llagado en busca de lo espiritual en la Edad Media, se pasó al cuerpo gozoso del XVIII alejado de la ley divina, para más tarde pasar a la perversión fundamentada en el Estado nacionalsocialista y llegar así a nuestra época, extraña conjunción de todo lo anterior.

De todas maneras, habría que señalar algunas carencias que presenta el libro: plantea un interesante punto de partida para una indagación más profunda sobre el asunto, pero el conjunto resulta algo lacónico; se obvia el extraordinario catálogo de prostíbulos parisinos y sus usos que regala la obra de Restif de la Bretonne; al igual que se hace con la búsqueda de referentes literarios decimonónicos (Hugo, Flaubert) que robustecen los argumentos esgrimidos, se echa de menos que el siglo XX o nuestra época no tengan representación ficcional; y, por último, el lector puede llegar a pensar, junto a la autora y el “brujo de Viena” (Nabokov dixit), que la perversión es únicamente una cuestión humana, algo que habría que dejar para el campo de la ley natural y sus comentaristas.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Excelente crítica, como es habitual en usted.
Lo que llama la atención es la asociación tan directa que tiene la perversión con el sexo. No sabía que el sexo era perverso, creía que era más bien placentero. ¿También debemos esto a Freud? Cuánto daño ha hecho Freud al mundo pero cuánta creatividad ha generado.

Alejandro Luque dijo...

La mejor representación ficcional de nuestra época son los relatos de Alberto Laiseca, 'En sueños he llorado'. Imbatibles por lo alto y por lo perverso.