Saki
Navona Editorial, 2009
ISBN 978-84-92716-20-3
128 pág.
7,50 €
Ilya U. Topper
Escribir una parodia es un arma de doble filo: la carcajada está asegurada, pero la inmortalidad no. Porque la parodia deja de entenderse cuando el original desaparece de la conciencia del público. Raros son los autores que han conseguido convertir las caricaturas en personajes de perfil propio, las situaciones ridículas en reflejos de toda la humanidad.
Saki ―su nombre original era Hector Hugh Munroe, nació en Birmania en 1870 y murió en la Gran Guerra en Francia, en 1916― no forma parte de ellos. Al menos no a través de su libro Reginald en Rusia (desconozco las demás obras), una colección de 15 cuentos breves publicados en 1910, con un punto en común: el fustigamiento de las costumbres victorianas de su época. Despiadado, elegante, sarcástico, con un lenguaje que a veces ejecuta piruetas sobre el trapecio de refinamiento irónico, estos cuentos tuvieron que ser la delicia de los lectores de la época, que seguramente se veían reflejados en ellos como en un espejo deformador, impecablemente bruñido.
Pero ¿hoy? La época victoriana ha sido enterrada, afortunadamente, bajo densas capas de moho y sus códigos sociales se nos antojan hoy ridículos por si solos, sin necesidad de caricatura. Parodiar a un payaso no tiene gracia. Me deja indiferente la descripción de unas señoras incapaces de hacer la compra en la tienda del barrio, no me divierten los esfuerzos denodados para mantener las apariencias y no me río al leer que en Turquía, otorgar el voto a las mujeres hará ganar al candidato que tenga el harén mayor.
Tampoco se puede decir que Saki construya bien sus viñetas. Muchas tienen un final flojo o directamente inexistente: uno pasa la página y se da cuenta de que ha terminado el relato. De eso se exceptúan “La reticencia de Lady Anne” y “El ratón”, que sí tienen golpe final. Algo más previsible es “El zurrón” (una puntualización: la mofeta no existe en el Viejo Mundo; Saki tuvo que pensar en el glotón ―skunk bear― que sí se halla en Rusia, aunque tampoco en Inglaterra, donde se desarrolla el cuento ―sólo allí la caza del zorro es un drama social― , de manera que el final sigue siendo inverosímil).
No todo es igual, por supuesto: “El sanjak perdido”, sin perder el lenguaje irónico, adquiere una dimensión borgiana absolutamente sorprendente: trata de la ejecución de un reo acusado de haberse asesinado a sí mismo... Y “El santo y el duende” es una maravillosa fábula eterna, tallada en piedra.
En conjunto, uno tiene la impresión de que Saki debe ser un brillante escritor al que le han hecho el flaco favor de reeditar algunos de sus textos más flojos, más estrictamente locales y temporales. Es como si al novelista Gustav Meyrink no lo conociéramos por su inmortal Golem sino por las gracietas de su Cuerno Mágico (1913), afortunadamente nunca traducido. Es la misma época que Saki: flagelar la hipocresía de la alta sociedad (en la que se movían) era el no va más de muchos novelistas. Entonces. Hoy, si quieren descubrir a Saki, recuerden que casi todas sus obras se han editado en España en la última década. Prueben con alguna otra.
Saki ―su nombre original era Hector Hugh Munroe, nació en Birmania en 1870 y murió en la Gran Guerra en Francia, en 1916― no forma parte de ellos. Al menos no a través de su libro Reginald en Rusia (desconozco las demás obras), una colección de 15 cuentos breves publicados en 1910, con un punto en común: el fustigamiento de las costumbres victorianas de su época. Despiadado, elegante, sarcástico, con un lenguaje que a veces ejecuta piruetas sobre el trapecio de refinamiento irónico, estos cuentos tuvieron que ser la delicia de los lectores de la época, que seguramente se veían reflejados en ellos como en un espejo deformador, impecablemente bruñido.
Pero ¿hoy? La época victoriana ha sido enterrada, afortunadamente, bajo densas capas de moho y sus códigos sociales se nos antojan hoy ridículos por si solos, sin necesidad de caricatura. Parodiar a un payaso no tiene gracia. Me deja indiferente la descripción de unas señoras incapaces de hacer la compra en la tienda del barrio, no me divierten los esfuerzos denodados para mantener las apariencias y no me río al leer que en Turquía, otorgar el voto a las mujeres hará ganar al candidato que tenga el harén mayor.
Tampoco se puede decir que Saki construya bien sus viñetas. Muchas tienen un final flojo o directamente inexistente: uno pasa la página y se da cuenta de que ha terminado el relato. De eso se exceptúan “La reticencia de Lady Anne” y “El ratón”, que sí tienen golpe final. Algo más previsible es “El zurrón” (una puntualización: la mofeta no existe en el Viejo Mundo; Saki tuvo que pensar en el glotón ―skunk bear― que sí se halla en Rusia, aunque tampoco en Inglaterra, donde se desarrolla el cuento ―sólo allí la caza del zorro es un drama social― , de manera que el final sigue siendo inverosímil).
No todo es igual, por supuesto: “El sanjak perdido”, sin perder el lenguaje irónico, adquiere una dimensión borgiana absolutamente sorprendente: trata de la ejecución de un reo acusado de haberse asesinado a sí mismo... Y “El santo y el duende” es una maravillosa fábula eterna, tallada en piedra.
En conjunto, uno tiene la impresión de que Saki debe ser un brillante escritor al que le han hecho el flaco favor de reeditar algunos de sus textos más flojos, más estrictamente locales y temporales. Es como si al novelista Gustav Meyrink no lo conociéramos por su inmortal Golem sino por las gracietas de su Cuerno Mágico (1913), afortunadamente nunca traducido. Es la misma época que Saki: flagelar la hipocresía de la alta sociedad (en la que se movían) era el no va más de muchos novelistas. Entonces. Hoy, si quieren descubrir a Saki, recuerden que casi todas sus obras se han editado en España en la última década. Prueben con alguna otra.
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