Philip Roth
Editorial Mondadori
ISBN: 978-84-397-2163-5165 páginas
176 páginas
17,90 euros
Javier Mije
Ciertas novelas defraudan las expectativas de sus posibles lectores -¿ingenuos, desinformados?-, cuando acuden a ellas buscando una mentira que los acune plácidamente durante unas horas y se topan de bruces con una verdad que los abisma al insomnio. El arte es un velo que se descorre para hacernos sentir las cosas, más que un entretenimiento para aplazarlas. Esta advertencia es del todo baladí para la legión de seguidores –por mucho que pese a algún conspicuo monaguillo metido a crítico- de Philip Roth: toda su obra parece diseñada con el fin de meter el dedo en la llaga de aquello –miserable o excelso- que nos hace como individuos y nos constriñe como sociedad. Roth duele y conmueve a veces -¿recuerdan Patrimonio, esa gigantesca novela sobre el derrumbamiento de la figura paterna?- por los espejos tan cruelmente iluminados con los que nos enfrenta. No tengo una respuesta -¿acaso la convicción de que la literatura, anunciada la muerte de Dios (larga agonía, la suya) y el fin de las grandes ideologías, es la única fraternidad que nos queda? – para argumentar la enorme felicidad con la que, paradójicamente, uno sale de estas grandes tragedias.
Indignación cuenta la historia de Marcus Messner, un joven judío hijo de un carnicero kosher al que el estallido de la guerra de Corea y de sus propias neuronas conduce a una preocupación histérica: la obsesión por la muerte o el descarrilamiento de Marcus. Espoleado por la enfermiza vigilancia del padre Marcus cambia de universidad, y de la Neward natal viaja hasta Winesburg, Ohio, escenario de un comprimidísimo Bildungsroman. En Winesburg Marcus conoce el amor de Olivia Hutton, una mujer tan hermosa -también yo creo haberme enamorado de ella sólo por la forma en que Roth la describe- como perturbada, y en sucesivos incidentes de consecuencias catastróficas -“la terrible, la incomprensible manera en que las elecciones más triviales, fortuitas e incluso cómicas obtienen el resultado más desproporcionado” es uno de los temas de la novela- se enfrenta a las conservadoras autoridades universitarias representadas por el decano Harris D. Caudwell.
Con estos mimbres argumentales y su habitual estilo directo, enérgico, sin florituras, deliciosamente narrativo, Roth ha vuelto a escribir una obra maestra. Marcus Messner recuerda al Coleman Silk de La mancha humana. Enfrentado a su familia y a la institución académica –metáfora del país, apócope del mundo- por defender su libertad, acosado en su identidad por la tiranía de las convenciones y de todo lo que se supone recto, ambos tienen las hechuras del héroe trágico; ambos revelan las contradicciones, fariseísmo y papanatismo –otra vez en Roth el sexo como elemento perturbador de los bienpensantes- de una sociedad antes de ser aplastados por ella. En las novelas de Roth la Historia rara vez es un mero decorado: la Historia es el escenario. En vano Marcus se propone eludirla –esto es, no ser enviado como soldado raso a la guerra de Corea- esforzándose en sus estudios. ¿Qué torcerá su destino? ¿La mamada –una de las palabras fetiche del autor- recibida en un coche? ¿Ser diferente a la mayoría de sus compañeros de campus? Frío, frío. Lo condena su negativa a asistir obligatoriamente a los servicios religiosos de la universidad. He aquí otra de las diatribas antirreligiosas, marca de la casa, con la que no me resisto a terminar esta reseña: “¡No podía creer como un niño en una deidad estúpida! ¡No podía escuchar sus himnos lameculos! ¡No podía sentarse en su sagrada iglesia! Y las plegarias, aquellas plegarias con los ojos cerrados…¡Una putrefacta y primitiva superstición! ¡Locura nuestra, que estás en el cielo! ¡La ignominia de la religión, la inmadurez, la ignorancia y la vergüenza de todo ello! ¡Lunática piedad acerca de nada!”
¡Ay!, ¿qué hubiera escrito el señor Roth si hubiera nacido entre nosotros?
Indignación cuenta la historia de Marcus Messner, un joven judío hijo de un carnicero kosher al que el estallido de la guerra de Corea y de sus propias neuronas conduce a una preocupación histérica: la obsesión por la muerte o el descarrilamiento de Marcus. Espoleado por la enfermiza vigilancia del padre Marcus cambia de universidad, y de la Neward natal viaja hasta Winesburg, Ohio, escenario de un comprimidísimo Bildungsroman. En Winesburg Marcus conoce el amor de Olivia Hutton, una mujer tan hermosa -también yo creo haberme enamorado de ella sólo por la forma en que Roth la describe- como perturbada, y en sucesivos incidentes de consecuencias catastróficas -“la terrible, la incomprensible manera en que las elecciones más triviales, fortuitas e incluso cómicas obtienen el resultado más desproporcionado” es uno de los temas de la novela- se enfrenta a las conservadoras autoridades universitarias representadas por el decano Harris D. Caudwell.
Con estos mimbres argumentales y su habitual estilo directo, enérgico, sin florituras, deliciosamente narrativo, Roth ha vuelto a escribir una obra maestra. Marcus Messner recuerda al Coleman Silk de La mancha humana. Enfrentado a su familia y a la institución académica –metáfora del país, apócope del mundo- por defender su libertad, acosado en su identidad por la tiranía de las convenciones y de todo lo que se supone recto, ambos tienen las hechuras del héroe trágico; ambos revelan las contradicciones, fariseísmo y papanatismo –otra vez en Roth el sexo como elemento perturbador de los bienpensantes- de una sociedad antes de ser aplastados por ella. En las novelas de Roth la Historia rara vez es un mero decorado: la Historia es el escenario. En vano Marcus se propone eludirla –esto es, no ser enviado como soldado raso a la guerra de Corea- esforzándose en sus estudios. ¿Qué torcerá su destino? ¿La mamada –una de las palabras fetiche del autor- recibida en un coche? ¿Ser diferente a la mayoría de sus compañeros de campus? Frío, frío. Lo condena su negativa a asistir obligatoriamente a los servicios religiosos de la universidad. He aquí otra de las diatribas antirreligiosas, marca de la casa, con la que no me resisto a terminar esta reseña: “¡No podía creer como un niño en una deidad estúpida! ¡No podía escuchar sus himnos lameculos! ¡No podía sentarse en su sagrada iglesia! Y las plegarias, aquellas plegarias con los ojos cerrados…¡Una putrefacta y primitiva superstición! ¡Locura nuestra, que estás en el cielo! ¡La ignominia de la religión, la inmadurez, la ignorancia y la vergüenza de todo ello! ¡Lunática piedad acerca de nada!”
¡Ay!, ¿qué hubiera escrito el señor Roth si hubiera nacido entre nosotros?
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