José Pérez Olivares
Tierra de Nadie, 2009
ISBN. 9788493653828
80 pág.
8 euros.
8 euros.
Alejandro Luque
No creo exagerar si afirmo que uno de los tres o cuatro mejores poetas cubanos vivos reside en Sevilla, concretamente en la orilla trianera, y responde al nombre de José Pérez Olivares. En España se dio a conocer con un libro deslumbrante, Examen del guerrero, en el que ya lucían con plena madurez su acento personal y sus temas predilectos: un verso despojado de ornamentos superfluos, fugitivo de la abstracción y del palabreo, que abordaba desde muy distintos enfoques los temas principales de la identidad, la libertad y el poder.
Sus entregas posteriores –Cristo entrando en Bruselas, Háblame de las ciudades perdidas, El rostro y la máscara– no hicieron sino profundizar en esta línea temática y estética, conformando un conjunto de enorme coherencia y notable enjundia. La fórmula más recurrente en la poética de Pérez Olivares (Santiago de Cuba, 1949) es el discurso en primera persona, en el que el poeta asume la identidad de personajes históricos, bíblicos, míticos o extraídos de la ficción cinematográfica para desarrollar sus consideraciones, aunque también es frecuente el uso de la segunda persona, a fin de comprometer frontalmente al lector e involucrarlo en el contexto del poema.
Las perversas tentaciones del poder, la dificultad de distinguir entre los rostros y las máscaras, la rebeldía y los sueños de emancipación, son algunas preocupaciones plasmadas en estas páginas. Tratándose de un autor cubano, resulta casi inevitable ver detrás de las figuras que encarnan a la tiranía a un viejo iluminado de barbas blancas y uniforme verde oliva que hoy mismo cumplirá 83 años. Tratándose también de un pintor además de poeta, no será difícil establecer conexiones entre la riqueza plástica de estos versos, cargados de imágenes poderosas, y el oficio de los lienzos y los pinceles. Pero todos estos lugares comunes se quedan en insuficientes reducciones cuando se aborda un libro como éste.
Por las páginas de Los poemas del rey David desfilan varios personajes que no resultarán extraños al fiel seguidor de Pérez Olivares: el Antoine Doinel de Los 400 golpes de Truffaut, el Gustav Von Aschenbach de La muerte en Venecia, Pigmalión, la bella Sunamita, Samuel, Lot, Isaac, Abraham... Rachmaninov y Mahler ponen la música, Malévitch la paleta, San Vicente el brazo incorrupto que es el de Cervantes y el de David blandiendo su onda. Eliseo Diego concurre, como siempre, proyectando su mirada de humanidad infinita sobre todas las cosas; Borges, con su pericia para dar vigencia al frío acervo cultural y transmutarlo en materia sensible.
Sus entregas posteriores –Cristo entrando en Bruselas, Háblame de las ciudades perdidas, El rostro y la máscara– no hicieron sino profundizar en esta línea temática y estética, conformando un conjunto de enorme coherencia y notable enjundia. La fórmula más recurrente en la poética de Pérez Olivares (Santiago de Cuba, 1949) es el discurso en primera persona, en el que el poeta asume la identidad de personajes históricos, bíblicos, míticos o extraídos de la ficción cinematográfica para desarrollar sus consideraciones, aunque también es frecuente el uso de la segunda persona, a fin de comprometer frontalmente al lector e involucrarlo en el contexto del poema.
Las perversas tentaciones del poder, la dificultad de distinguir entre los rostros y las máscaras, la rebeldía y los sueños de emancipación, son algunas preocupaciones plasmadas en estas páginas. Tratándose de un autor cubano, resulta casi inevitable ver detrás de las figuras que encarnan a la tiranía a un viejo iluminado de barbas blancas y uniforme verde oliva que hoy mismo cumplirá 83 años. Tratándose también de un pintor además de poeta, no será difícil establecer conexiones entre la riqueza plástica de estos versos, cargados de imágenes poderosas, y el oficio de los lienzos y los pinceles. Pero todos estos lugares comunes se quedan en insuficientes reducciones cuando se aborda un libro como éste.
Por las páginas de Los poemas del rey David desfilan varios personajes que no resultarán extraños al fiel seguidor de Pérez Olivares: el Antoine Doinel de Los 400 golpes de Truffaut, el Gustav Von Aschenbach de La muerte en Venecia, Pigmalión, la bella Sunamita, Samuel, Lot, Isaac, Abraham... Rachmaninov y Mahler ponen la música, Malévitch la paleta, San Vicente el brazo incorrupto que es el de Cervantes y el de David blandiendo su onda. Eliseo Diego concurre, como siempre, proyectando su mirada de humanidad infinita sobre todas las cosas; Borges, con su pericia para dar vigencia al frío acervo cultural y transmutarlo en materia sensible.
Lo seguro es que los poemas de Pérez Olivares, sin impedir el flujo natural de la emoción, siempre se las apañan para dejar al lector cavilando apenas llega a sus remates, siempre rotundos. Nunca dejan de interpelar al lector, de obligarle a cuestionarse, de examinar sus valores y convicciones. Valga un botón de muestra: “Cualquier piedra/ sirve lo mismo para construir un templo/ que para matar a un hombre./ Pálpala con tus dedos insaciables./ Tómale el peso y piensa./ Piensa detenidamente/ cuál de las dos funciones/ le viene mejor”.
Son sólo 80 páginas, apenas una treintena de poemas, pero con mucho jugo, como se ve. Y sin embargo, también se va dejando entrever en la obra de este escritor santiaguero un ligero cansancio, la sensación de que una veta poética empieza a dar síntomas de agotamiento –después de sacar de ella los mejores brillos, desde luego– y que es hora de agarrar el machete y abrir nuevas sendas en el cañaveral. Quién sabe si las próximas entregas no abrirán para Pérez Olivares una etapa española, pues lleva afincado en nuestro país el tiempo suficiente como para propiciar esa necesaria evolución, o al menos un golpe de timón. Que la inspiración le siga acompañando, allí adonde se dirija.
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