Juan Gallardo Muñoz
Prólogo de Javier Pérez Andujar e ilustraciones de Juan Antonio Troya
Morsa, 2009
ISBN: 9788461305230
140 páginas
15 euros
Daniel Ruiz García
Ahora que andamos con la cosa de las reparaciones de la Guerra Civil y el Franquismo, quizá va llegando el momento de que reconozcamos en su justa medida todo lo que hicieron por la literatura española, y especialmente por la literatura de género, ese grupo de valientes que, durante prácticamente todo el periodo de la dictadura, se camuflaron detrás de nombres descabellados y produjeron de forma compulsiva novelas para el divertimiento de millones de familias, haciéndoles así más llevaderos los duros años de la patria en blanco y negro.
Salvo casos contados como los de Manuel Vázquez Montalbán, Salvador Vázquez de Parga, Vicente de Santiago Mulas o el propio Manuel González Ledesma, en otro tiempo Silver Kane –probablemente el más visible y reconocido de los autores ibéricos de pulp merced a premios como el Planeta-, la crítica literaria ha pasado de puntillas por la producción española de género que se cultivó entre los años 40 y 70 del pasado siglo, sin duda la más prolífica, variada e incluso innovadora, por las temáticas abordadas, de toda la Historia de la literatura española. Ocultos y anónimos en ese paréntesis gris de la dictadura, y zarandeados por la comparación con otros escritores que sí firmaban sus obras desde el exilio o que simplemente ostentaban el rango de escritores del Régimen –compaginando, como ocurrió con algún caso memorable, su labor con otras más indeseables, como la de censor-, los autores anónimos del pulp fueron silenciados y reducidos a un lapsus de silencio, que es el que va desde el 27 hasta los años de la Generación del realismo social.
Cuando lo cierto es que la aportación de este conjunto de autores es una de las más extraordinarias que haya dado la literatura en castellano, tanto en su vertiente literaria como en la social. Son los autores del llamado bolsilibro, o el de las novelas “de a duro”, aglutinadas en torno a sellos como Bruguera o Editorial Rollán. Autores todos ellos españoles pero que por conveniencia editorial fueron ocultados bajo seudónimos de gran sonoridad, que evocaban en el público lector el cosmopolitismo y la libertad asociada a las letras norteamericanas: Frank Caudett, Clark Carrados, Ralph Barby, Lou Cardigan, Keith Luger o el que nos ocupa, Curtis Garland. Entre todos ellos pusieron en el mercado editorial, a través de la distribución de quiosco –hermana bastarda de la librería desde tiempo inmemorial- un nutrido catálogo de títulos que iban desde el género negro –casi siempre con inspiración en Hammet, Chandler, McDonald y los maestros americanos- hasta el de aventuras, pasando por la ciencia-ficción, la novela histórica o, ya en los tiempos de la transición, por el género del porno. Los argumentos eran de lo más descabellado, las tramas se precipitaban con un ritmo endiablado, los personajes resultaban tan acartonados y tópicos como los que aparecían en las portadas. Y sin embargo, engancharon durante varias generaciones a miles de lectores, que se abonaban al insomnio despreocupado a través de aquellas historias.
Yo, Curtis Garland son las memorias de uno de esos héroes anónimos que, a través del ejercicio de la escritura, contribuyeron a hacer más llevadera la vida a millones de personas durante la dictadura. Hablamos de Juan Gallardo Muñoz, quien a lo largo de su longeva vida como escritor se multiplicó en muchos pseudónimos, siendo Curtis Garland el más conocido. En este libro de memorias, Juan Gallardo Muñoz da un repaso a su vida, explicando cómo llegó a producir más de 2.000 novelas para acabar siendo un completo desconocido, que tuvo que arrastrarse hasta la jubilación, ya en los años de la democracia y por la consiguiente decadencia del género de las novelas “de a duro”, asumiendo un penoso trabajo como comercial.
El libro está escrito con la misma urgencia de aquellas novelas de Bruguera. Hay rectificaciones sobre la misma narración, como si en lugar de leer estuviéramos asistiendo a una charla de barra de bar. Y resulta sorprendentemente breve. Parece como si, después de esas 2.000 novelas, Curtis Garland se hubiera desinflado del todo, y ya no tuviera mucho más que decir, aparte de recordar a su esposa fallecida, Teresa, que recorre transversalmente todo el libro con un aroma de duelo. Aun así, y a pesar de cómo está escrito, el libro resulta tremendamente interesante. No cabe duda de que Curtis tiene oficio, y sabe lo que es escribir con nervio. Nada de espesura, nada de irse por las ramas, siempre hechos, realidades, verbo. Hay algunas anécdotas muy suculentas. Por ejemplo, que se carteó, durante sus primeros años como crítico cinematográfico para una revista barcelonesa –con apenas 16 años-, con numerosos actores de Hollywood, entre ellos Judy Garland, a quien probablemente robó su apellido impostado. O que compaginaba su labor de actor con la de escritor. El director de la compañía de actores en la que trabajaba le llegó a prohibir que escribiera durante las funciones, en los momentos en que Curtis no estaba en escena: el sonido del tecleo de su máquina de escribir llegaba desde el camerino hasta el escenario. En los momentos más difíciles, producía hasta 5 novelas al mes; aun así las pagaban mal, y sólo cobraba cuando la novela salía publicada. Este ritmo no evitaba su querencia por la noche y por las fiestas:
“Es extraño recordar que, a veces, salíamos a divertirnos, dejando yo una novela sin terminar en la vieja máquina Olivetti que entonces usaba, y al volver, ya muy de madrugada, me sentaba a terminar los ocho o diez folios que faltaban. Hecho esto, me acostaba, y a las once estaba en la editorial, para entregar el trabajo y cobrarlo, por supuesto”.
Hay muchas anécdotas más. Anécdotas como cuando, por ejemplo, fue llamado con urgencia por Televisión Española. El reconocido escritor Álvaro Cunqueiro había elaborado un texto para un reportaje con locución en off sobre Galicia. Cuando se pusieron a montarlo, la tarde antes de la emisión, comprobaron que el texto se quedaba corto para el montaje de las imágenes; había que improvisar un buen tramo de texto, y que pareciera que lo había escrito el propio Cunqueiro. Durante una madrugada, Curtis trabajó sobre las imágenes, recreando el estilo de Cunqueiro y alabando las bondades de la tierra gallega. Salió totalmente airoso del reto, a pesar de que Curtis no había puesto en su vida un pie en Galicia.
Hay otras anécdotas que sólo están contadas a medias, y en las que desearíamos que Curtis hubiera abundado más. Por ejemplo, en la amistad esporádica que trabó con el escritor Somerset Maugham, a quien Curtis define como un “hombre de mundo, versátil, culto, observador y lleno de un sentido del humor muy propio de su nacionalidad y de su inteligencia”.
Al concluir el libro uno tiene la sensación de haber escuchado el testimonio de un héroe. De alguien que logró sobrevivir gracias al arma de la palabra, sorteando el hambre y el infortunio, y viendo en ocasiones cómo otros se quedaban en el camino –resulta conmovedor el momento en que recrea el suicidio de un disparo de su colega de bolsilibros George Sanders, porque, como dejó escrito en una nota, “estaba harto de verse rodeado de ratas”-. Sorteando también la soledad. En su interesante prólogo, Javier Pérez Andujar se refiere a esta triste y valiente generación de escritores de este modo:
“Tenían el mismo oficio. Entregar trescientos, cuatrocientos folios al mes. Y una misión que no conocían, y que de sospecharlo hubieran ejecutado llenos de espanto: poner punto final a la edad de oro de la novela popular. Todos tenían aquel antiguo oficio desaparecido; pero ese oficio no era escribir novelas. No del todo. Su profesión era la soledad”.
En el apéndice, se incluyen algunos de los títulos publicados por Curtis Garland. No me resisto a dejaros aquí algunos de ellos, ya que resultan bastante representativos de la sensibilidad y el espíritu exótico y a la vez popular de aquella generación. Muchos de ellos todavía se pueden encontrar en librerías de viejo (yo conservo unos pocos, herencia de mi abuelo):
Agente Muerte
A ritmo de sangre
Blues para el muerto
Cinco discos de Jade
Divórciate y muere
Dragón de Chinatown
Ella sabe demasiado
Flores en tu funeral
La dama usaba veneno
La tarjeta del verdugo
Las curvas del peligro
¡No mires, Logan!
Águilas negras en California
Cantina de hombres muertos
Dad de comer a los buitres
Cuando los dioses mueran
¡Ruge, violencia, ruge!
Por último, aquí os dejo un vídeo interesante sobre el autor.
Salvo casos contados como los de Manuel Vázquez Montalbán, Salvador Vázquez de Parga, Vicente de Santiago Mulas o el propio Manuel González Ledesma, en otro tiempo Silver Kane –probablemente el más visible y reconocido de los autores ibéricos de pulp merced a premios como el Planeta-, la crítica literaria ha pasado de puntillas por la producción española de género que se cultivó entre los años 40 y 70 del pasado siglo, sin duda la más prolífica, variada e incluso innovadora, por las temáticas abordadas, de toda la Historia de la literatura española. Ocultos y anónimos en ese paréntesis gris de la dictadura, y zarandeados por la comparación con otros escritores que sí firmaban sus obras desde el exilio o que simplemente ostentaban el rango de escritores del Régimen –compaginando, como ocurrió con algún caso memorable, su labor con otras más indeseables, como la de censor-, los autores anónimos del pulp fueron silenciados y reducidos a un lapsus de silencio, que es el que va desde el 27 hasta los años de la Generación del realismo social.
Cuando lo cierto es que la aportación de este conjunto de autores es una de las más extraordinarias que haya dado la literatura en castellano, tanto en su vertiente literaria como en la social. Son los autores del llamado bolsilibro, o el de las novelas “de a duro”, aglutinadas en torno a sellos como Bruguera o Editorial Rollán. Autores todos ellos españoles pero que por conveniencia editorial fueron ocultados bajo seudónimos de gran sonoridad, que evocaban en el público lector el cosmopolitismo y la libertad asociada a las letras norteamericanas: Frank Caudett, Clark Carrados, Ralph Barby, Lou Cardigan, Keith Luger o el que nos ocupa, Curtis Garland. Entre todos ellos pusieron en el mercado editorial, a través de la distribución de quiosco –hermana bastarda de la librería desde tiempo inmemorial- un nutrido catálogo de títulos que iban desde el género negro –casi siempre con inspiración en Hammet, Chandler, McDonald y los maestros americanos- hasta el de aventuras, pasando por la ciencia-ficción, la novela histórica o, ya en los tiempos de la transición, por el género del porno. Los argumentos eran de lo más descabellado, las tramas se precipitaban con un ritmo endiablado, los personajes resultaban tan acartonados y tópicos como los que aparecían en las portadas. Y sin embargo, engancharon durante varias generaciones a miles de lectores, que se abonaban al insomnio despreocupado a través de aquellas historias.
Yo, Curtis Garland son las memorias de uno de esos héroes anónimos que, a través del ejercicio de la escritura, contribuyeron a hacer más llevadera la vida a millones de personas durante la dictadura. Hablamos de Juan Gallardo Muñoz, quien a lo largo de su longeva vida como escritor se multiplicó en muchos pseudónimos, siendo Curtis Garland el más conocido. En este libro de memorias, Juan Gallardo Muñoz da un repaso a su vida, explicando cómo llegó a producir más de 2.000 novelas para acabar siendo un completo desconocido, que tuvo que arrastrarse hasta la jubilación, ya en los años de la democracia y por la consiguiente decadencia del género de las novelas “de a duro”, asumiendo un penoso trabajo como comercial.
El libro está escrito con la misma urgencia de aquellas novelas de Bruguera. Hay rectificaciones sobre la misma narración, como si en lugar de leer estuviéramos asistiendo a una charla de barra de bar. Y resulta sorprendentemente breve. Parece como si, después de esas 2.000 novelas, Curtis Garland se hubiera desinflado del todo, y ya no tuviera mucho más que decir, aparte de recordar a su esposa fallecida, Teresa, que recorre transversalmente todo el libro con un aroma de duelo. Aun así, y a pesar de cómo está escrito, el libro resulta tremendamente interesante. No cabe duda de que Curtis tiene oficio, y sabe lo que es escribir con nervio. Nada de espesura, nada de irse por las ramas, siempre hechos, realidades, verbo. Hay algunas anécdotas muy suculentas. Por ejemplo, que se carteó, durante sus primeros años como crítico cinematográfico para una revista barcelonesa –con apenas 16 años-, con numerosos actores de Hollywood, entre ellos Judy Garland, a quien probablemente robó su apellido impostado. O que compaginaba su labor de actor con la de escritor. El director de la compañía de actores en la que trabajaba le llegó a prohibir que escribiera durante las funciones, en los momentos en que Curtis no estaba en escena: el sonido del tecleo de su máquina de escribir llegaba desde el camerino hasta el escenario. En los momentos más difíciles, producía hasta 5 novelas al mes; aun así las pagaban mal, y sólo cobraba cuando la novela salía publicada. Este ritmo no evitaba su querencia por la noche y por las fiestas:
“Es extraño recordar que, a veces, salíamos a divertirnos, dejando yo una novela sin terminar en la vieja máquina Olivetti que entonces usaba, y al volver, ya muy de madrugada, me sentaba a terminar los ocho o diez folios que faltaban. Hecho esto, me acostaba, y a las once estaba en la editorial, para entregar el trabajo y cobrarlo, por supuesto”.
Hay muchas anécdotas más. Anécdotas como cuando, por ejemplo, fue llamado con urgencia por Televisión Española. El reconocido escritor Álvaro Cunqueiro había elaborado un texto para un reportaje con locución en off sobre Galicia. Cuando se pusieron a montarlo, la tarde antes de la emisión, comprobaron que el texto se quedaba corto para el montaje de las imágenes; había que improvisar un buen tramo de texto, y que pareciera que lo había escrito el propio Cunqueiro. Durante una madrugada, Curtis trabajó sobre las imágenes, recreando el estilo de Cunqueiro y alabando las bondades de la tierra gallega. Salió totalmente airoso del reto, a pesar de que Curtis no había puesto en su vida un pie en Galicia.
Hay otras anécdotas que sólo están contadas a medias, y en las que desearíamos que Curtis hubiera abundado más. Por ejemplo, en la amistad esporádica que trabó con el escritor Somerset Maugham, a quien Curtis define como un “hombre de mundo, versátil, culto, observador y lleno de un sentido del humor muy propio de su nacionalidad y de su inteligencia”.
Al concluir el libro uno tiene la sensación de haber escuchado el testimonio de un héroe. De alguien que logró sobrevivir gracias al arma de la palabra, sorteando el hambre y el infortunio, y viendo en ocasiones cómo otros se quedaban en el camino –resulta conmovedor el momento en que recrea el suicidio de un disparo de su colega de bolsilibros George Sanders, porque, como dejó escrito en una nota, “estaba harto de verse rodeado de ratas”-. Sorteando también la soledad. En su interesante prólogo, Javier Pérez Andujar se refiere a esta triste y valiente generación de escritores de este modo:
“Tenían el mismo oficio. Entregar trescientos, cuatrocientos folios al mes. Y una misión que no conocían, y que de sospecharlo hubieran ejecutado llenos de espanto: poner punto final a la edad de oro de la novela popular. Todos tenían aquel antiguo oficio desaparecido; pero ese oficio no era escribir novelas. No del todo. Su profesión era la soledad”.
En el apéndice, se incluyen algunos de los títulos publicados por Curtis Garland. No me resisto a dejaros aquí algunos de ellos, ya que resultan bastante representativos de la sensibilidad y el espíritu exótico y a la vez popular de aquella generación. Muchos de ellos todavía se pueden encontrar en librerías de viejo (yo conservo unos pocos, herencia de mi abuelo):
Agente Muerte
A ritmo de sangre
Blues para el muerto
Cinco discos de Jade
Divórciate y muere
Dragón de Chinatown
Ella sabe demasiado
Flores en tu funeral
La dama usaba veneno
La tarjeta del verdugo
Las curvas del peligro
¡No mires, Logan!
Águilas negras en California
Cantina de hombres muertos
Dad de comer a los buitres
Cuando los dioses mueran
¡Ruge, violencia, ruge!
Por último, aquí os dejo un vídeo interesante sobre el autor.
2 comentarios:
Interesantísima lectura la que propones. Se nota además que te ha entusiasmado a la vista de tu extensa reseña sobre un libro tan cortito... ;)...Lo buscaré sin falta...
Y tienes razón en lo del olvido de estos personajes secundarios de la cultura pop patria, que aunque no lo parezca existió...
Yo diría que los seguidores de ese tipo de escritores fueron los artífices de las revistas underground de este país (como Ajoblanco, Star! o la Codorniz), aunque es verdad que escribían desde un punto de vista más politizado...
De todas formas, hay que reconocer que en EEUU (por ejemplo) tienen mucha más sensibilidad para valorar a este tipo de personajillos, así que bienvenidos sean libros como el que comentas...
Me interesó mucho tu crítica y encima acabo de terminar El vano ayer, de Isaac Rosa, en la cual el personaje es, precisamente, profesor universitario y escritor negro para este tipo de novelas. El libro, por lo cuentas, tiene el aliciente de ser la historia real de quien vivió escondido bajo pseudónimos. Más de esta humildad y oficio deberíamos tener hoy, ¿no creéis?
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