El poder que protege a la pornografía infantil
Lydia Cacho
Debolsillo, 2010
ISBN: 978-84-9908-333-9
207 páginas
8,95€
Joaquín Blanes
Si existe algo más lesivo para nuestra sociedad que la estulticia del poder es, sin duda, la inmunidad que concede el poder. Si pudiéramos conocer el contenido de algunas valijas diplomáticas seguramente nos llevaríamos las manos a la cabeza. Recuerdo, con inquietud, una boda a la que un diplomático trajo como presente un extraño roedor australiano imposible de obtener de modo legal. Esto es sólo un ejemplo nimio de lo mucho y temible que puede llegar a contener una valija diplomática. Alguna que otra vez se ha sabido que en dichas valijas viajan piezas de arte de incalculable valor y otras excentricidades de las que gustan los diplomáticos, basta con echarle imaginación y acertarán.
La corrupción en la política no es únicamente conocida sino también consabida y tolerada por el ciudadano como un tributo más de los muchos que soportamos. Algunas encuestan admiten la corrupción como cosa habitual entre nuestros políticos sin menoscabar en la firmeza política de un candidato, de otro modo sería impensable que Berlusconi siguiera gobernando Italia, que el señor Camps volviera a ser candidato por Valencia o que algunos políticos ya condenados por prevaricación formen parte del Consejo de Administración de una conocida empresa de aguas.
En definitiva, nada nos salva del naufragio pero, al menos, nosotros, occidentales de clase media, sufrimos con cierta dignidad esta ignominia; con dignidad y sosiego, porque hace tiempo que dejamos de actuar a pesar de todas las vejaciones que cometen con nuestros salarios, nuestras pensiones, con el dinero o la enseñanza pública, etc.
Sin embargo hay otras personas indefensas que sufren el embate execrable de estos vándalos del poder. No quisiera parecer una plañidera de sepelio o un contertulio de ese conocido canal de televisión incendiario, sólo quisiera hacer notar la importancia de libros que reflejan la realidad, a modo de crónica o artículo de fondo bien documentado, con nombres y apellidos, con los que podamos ser conscientes de la gravedad del asunto y, como ciudadanos, tomar cartas en el asunto, si es que todavía nos queda capacidad de maniobra.
Lydia Cacho es una periodista mexicana, activista de los derechos humanos y atenta combatiente del feminismo razonable. Ha sido amenazada de muerte en varias ocasiones, siempre después de desenmascarar las tropelías de gente con mucho poder. Tras publicar Los demonios del edén fue secuestrada por orden del gobernador del estado de Puebla bajo la amistosa petición del empresario libanés Kamel Nacif Borge, socio y compadre del también libanés, nacionalizado mexicano, Jean Thouma Hanna Succar Kuri, el “Johnny”, protagonista del libro en el que la periodista saca a la luz el entramado obsceno de pornografía infantil que existe en Cancún, como parte del turismo sexual que tanto placer ha dado a varones descerebrados, un quiste difícil de estirpar mientras proporcione tan pingües beneficios a mucha gente.
El libro va desmenuzando, con exhaustivos detalles y testimonios, la red de pederastia y pornografía infantil desarrollada por Succar Kuri con la anuencia, incluso participación, de los poderes políticos del momento, personajes de la vida política de México que en la actualidad ostentan (no se me ocurre otro verbo más definitorio) cargos de renombre en el gobierno mexicano.
Es demoledor encontrar los testimonios reales de niñas que desde los trece años fueron forzadas a practicar sexo con Jean Succar que, a su vez, grababa dichos encuentros para luego enviar dichas grabaciones a sus amigos y a su esposa, Gloria Pita, que diseñaba páginas web con este material. Del mismo modo, guardaba los vídeos para poder extorsionar a las víctimas, algunas hijas de familias acomodadas que prefirieron olvidar esa época atroz antes que denunciar al libanés y verse envueltas en el torbellino de los medios de comunicación.
Sólo el valor de una de esas niñas, nombrada en el libro como Emma, que tuvo el coraje de denunciar los abusos de Jean Succar, consiguió destapar el entramado que había montado el libanés en Cancún, un hombre con dinero rodeado de amistades poderosas que le dieron una inmunidad vergonzante.
Delatar a Jean Succar no fue fácil para Emma porque tuvo que recordar los encuentros abominables con este individuo y porque luego fue esquilmada públicamente por la prensa y por los políticos que mencionó en su declaración. La víctima pasó a convertirse en culpable ante la opinión pública y el trabajo y la tenacidad de Lydia Cacho y otras personas y organizaciones con el coraje que nos falta a la mayoría, consiguieron sus frutos después de mucho empeño; aunque sólo fuera una victoria parcial, conseguir la extradición de Jean Succar a México desde Estados Unidos, donde se había refugiado y donde fue detenido, y poder juzgarlo y condenarlo por estupro, abuso de menores y pornografía infantil.
La parte final del libro trata de hacernos reflexionar sobre la visión androcéntrica que predomina en nuestra sociedad, sin ser una proclama feminista sino una sencilla y sincera declaración de principios éticos que deberíamos poseer y transmitir de forma natural y que, por el contrario, todavía no poseemos.
Comprendo que una crítica debería ser aséptica, pero ante un libro tan sentido como éste es imposible abstraerse de condenar públicamente los hechos, a las personas involucradas y dar un toque de atención a comportamientos que todavía nos parecen normales y que seguimos consintiendo, estigmatizando, por ejemplo, a las prostitutas y salvando de la quema a los individuos que utilizan sus servicios.
Pocos nos detuvimos a pensar que el último libro de García Márquez en realidad sublima el abuso sexual infantil, porque Memoria de mis putas tristes comienza del siguiente modo: “El año de mis noventa años quise regalarme una noche de amor loco con una adolescente virgen. (...) Me acordé de Rosa Cabarcas, la dueña de una casa clandestina que solía avisar a sus buenos clientes cuando tenía una novedad disponible”; y ya no vale excudarse en que es literatura, porque el teatro también es literatura y Juan Mayorga en Hamelín trata el tema de la explotación infantil, del abuso del poder y de la intromisión dañina que pueden provocar los medios de comunicación, y lo hace de una manera también literaria, como García Márquez, pero sin complaciencia, sin permisividad, con un discurso duro, reflexivo y directo, que noquea al espectador.
Leer Los demonios del edén deja un devastador sentimiento de impotencia cogido al estómago, porque muestra lo que todos sabemos, la inmundicia del poder que se sabe protegido e inviolable.
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