La guerra de los botones
Louis Pergaud
Alianza, 2011
ISBN: 978-84-2065-468-3
304 páginas
9,90 €
Traducción de Juan Antonio Pérez Millán
Una sola vez lamenté no haber ido nunca al colegio:
cuando, a los 15 años o así, me dieron La guerra de los botones y lo fui
leyendo sentado bajo cualquier sombra de árbol. Porque este libro, me dije
entonces, hay que leerlo de otra manera: a escondidas bajo el pupitre y con
miedo a que te pillen. Ese miedo a los adultos, a la autoridad –ya la encarne
el profesor, ya la encarnen los padres– que imbuye a los críos de la novela
hay que sentirlo si uno quiere realmente identificarse con ellos, si uno quiere
ser parte de la novela. Que es lo que uno quiere a los quince años (y más tarde
también si uno no es tan desafortunado como para desaprender la pasión de la
lectura).
Porque la guerra del título, aquella guerra que los críos
de Longeverne, un pueblo imaginario de la Francia oriental, libran contra los
de Velrans, la aldea vecina, sólo es la mitad de la historia. O quizás sea el
mcguffin: el lector seguirá, con tensión y atención, la suerte de los chavales
en su combate librado con piedras, palos
y muchas, muchas palabrotas, vibrará con sus victorias, llorará sus derrotas.
Desde luego, los de Velrans son los malos, y dado que vemos todo a través de la
perspectiva de los longeverneses, no serán simpáticos sino unos cabrones y
cobardes, como debe ser el enemigo. Aunque desde luego intuimos, desde nuestra
trinchera compartida, que en el fondo son iguales que los nuestros: por qué iba
a ser Velrans distinta a Longeverne.
No hace falta que les cuente el argumento: los clásicos
se conocen, y La guerra de los botones es un clásico donde lo haya. Tan
clásico que ya ha inspirado cinco películas. La última, La nouvelle guerre
des boutons, cuyo fotograma adorna la portada de esta edición de Alianza,
no es en realidad un filme basado el libro sino que meramente se inspira en él
para crear una historia distinta, con elementos nuevos en un contexto de la
Segunda Guerra Mundial, es decir una generación más tarde. Bueno, y si ustedes
no conocen aún el argumento, no les voy a estropear el gusto de averiguar por
su cuenta qué exactamente pintan los botones en esta guerra (prohibido meterse
en internet: los libros se leen o se dejan de leer, pero eso de averiguar el
final antes de comprárselo es muy feo).
Ahora que el libro está reeditado en castellano, no
tienen excusa. Yo lo leí sin diccionario: no porque entendiera todas las
palabras en francés, sino porque ninguna de las palabras que buscaba venía en
el diccionario. Pergaud no se cortaba y los diálogos son reales. Tal y como
hablan los críos. Agradecemos al traductor que ha sabido mantener este
fundamental detalle en castellano, sin miedo, tal como Pergaud no tuvo miedo a
los salones literarios.
Desde luego, por muy heróicos que quedan los nuestros en
la guerra, y por mucho que nos emocionan las escenas de zafarrancho de combate,
no se nos escapará el tono antimilitarista del libro, que reside precisamente
en tomarse en serio la historia de la guerra de estos críos. Tan en serio como
la que harían Estados o Imperios. Porque ambas se basan en el mismo fundamento,
pero sólo los críos de Longeverne lo saben y se lo cuentan cuando se juntan en
su escondite del bosque, provistos de –supremo delicatessen– una lata de
sardinas para celebrar un verano lleno de victorias: porque siempre hemos sido
enemigos. Se cuentan, porque lo saben, lo que los políticos ocultan
cuidadosamente bajo la palabra patriotismo: que la guerra se hace porque se ha
hecho siempre, sin razón ni motivo, ni falta que hace. Desde hace cien años,
desde que los habitantes de Longeverne y los de Velrans fueron un día a la
misma ermita para pedirle a la Virgen unos sol, los otros lluvia, y la cosa
acabó como el rosario de la aurora.
Ya ven, no todo tiempo pasado fue mejor. Seguramente eran
más emocionantes las guerras de antes, las de verdad, con palos y piedras, más
que jugar ahora a matar marcianitos. Pero las cosas tienen sus riesgos. Louis
Pergaud murió tres años después de publicar el libro. Atrapado en una
alambrada, bajo el fuego cruzado de dos pueblos vecinos y enemigos por
herencia. Era
la Primera Guerra Mundial. No le dispararon botones.
No hay comentarios:
Publicar un comentario