Irvin D. Yalom
Destino, 2013
ISBN: 978-84-233-4614-1
464 páginas
19,50 €
Traducción de José Manuel Álvarez-Flórez
Luis Manuel Ruiz
En la pequeña población de Rinjsburg, a cuarenta kilómetros de
Amsterdam, hay una casita de grandes adoquines con tejado a dos aguas y
ventanas emplomadas que contiene un museo. Las dos salas de que consta ofrecen
al visitante detalles nimios de la vida tal y como tenía lugar cuatrocientos
años atrás: una cama con dosel y sábanas de Holanda, jofaina, espejo, escabel;
un conjunto de útiles de aspecto desconcertante que, si el profano no lee el
prospecto que recibe a la entrada, jamás llegará a reconocer como herramientas
para la manufactura de lentes; un escritorio con candil y un armario donde se
acumulan centenar y medio de libros gruesos como sacos, todos ediciones
originales del siglo XVII y anteriores, en seis lenguas, holandés, portugués,
español, hebreo, latín y griego. Es la biblioteca de Spinoza: una radiografía,
como si dijéramos, del interior de su cerebro, una imagen al trasluz de la
mente que alumbró el sistema metafísico más detallado y sorprendente de la
historia de las ideas. Poseer la biblioteca de Spinoza significaría algo así
como apropiarse de su alma, de los prodigios y vislumbres que llegó a contener:
sería el correlato más acabado de ese viejo ritual mediante el cual las tribus
del pasado pretendían asumir el valor o la fuerza del rival devorando su
corazón. Un hombre quiso devorar el corazón de Spinoza, es decir, robar su
biblioteca. Fue Alfred Rosenberg, ideólogo nazi, miembro de la plana mayor del
NSDAP y uno de los responsables directos de la masacre de seis millones de
judíos en la Segunda Guerra Mundial. Rosenberg detestaba a los judíos, pero
admiraba a Spinoza. Eso le ponía en un aprieto: en un dilema insoluble entre
cuyas aguas se mueve la novela de Irvin Yalom que reseño aquí.
El nudo gordiano que Yalom ha elegido tiene su enjundia. Un
filosofastro mediocre deslumbrado por la claridad de un pensamiento como no se
ha visto jamás; un huérfano necesitado de aceptación social siguiendo los pasos
de un hombre que renunció a la sociedad para poder entregarse a la búsqueda de
una certeza; un fabricante de prejuicios, abatido él mismo por un montón de
ideas heredadas sobre un pueblo que no tiene derecho a la vida, enfrentado a
alguien que dedicó toda su vida, o gran parte de ella, a la destrucción de los
prejuicios. Yalom sabe explotar esta veta de contradicciones con tino
profesional: no en vano ejerce la psiquiatría en Stanford y sabe lo suyo de
explorar los recovecos más laberínticos de la duda y el vértigo. El método que
el autor elige para aproximarnos a este choque entre dos mentalidades
imposibles de reconciliar es uno que también empleó en títulos anteriores
dedicados a otros ancestros filosóficos de la Modernidad. Si en Un año con
Schopenhauer (The Schopenhauer Cure, 2005) revelaba las posibilidades
salutíferas del gran pensador alemán y calvo, y en El día en que Nietzsche
lloró (When Nietzsche wept, 1992) retrocedía al historial sentimental del
autor del Zaratustra para explicar su rebelión contra el universo, nos propone
ahora un sesgo psicoanalítico que explique, a la par, la huida de Spinoza del
medio en que creció y se educó y el odio y la adoración alternativos de
Rosenberg frente a ese medio, que pretende aniquilar.
La fascinación literaria por la figura de Spinoza, ese santo laico, no
es nueva. De 1837 data el texto pionero de Berthold Auerbach Spinoza: Ein
Historischer Roman, continuado a finales del siglo XIX por la pieza teatral de Israel
Zangwill The Lens Grinder, y, ya en 1913, por Amor Dei: Ein Spinoza
Roman, del propagandista del racismo biológico y futuro nazi Erwin
Kobenheyer. Entre las aproximaciones más recientes se cuentan las de Isaac
Bashevis Singer (Spinoza of Market Street, 1963) y Goce Smilevski (Conversation
with Spinoza, 2006), o, por citar un par de ejemplos de aquí cerca, Ricardo
Menéndez Salmón (La filosofía en invierno, 1999) y Juan Arnau (El
cristal Spinoza, 2012). Escritores del más diverso pelaje han dedicado poemas,
obras de teatro y novelas, sobre todo novelas, a este hombre sin sustancia, de
biografía inequívocamente tediosa, que revolucionó el panorama de la filosofía
moderna con sus premisas, a saber: que Dios no mora en las alturas, sino en la
casa de al lado; que no tiene sentido rezar porque no nos oye; que nuestra alma
y nuestro cuerpo son lo mismo y que un picor en el talón también tiene reflejo
en una idea, una sospecha, un miedo; que cambiar el mundo significa cambiarte a
ti mismo; que la alegría es el sentimiento obligatorio de cualquiera que se
encuentre responsablemente en el mundo y pretenda medrar en él. Yalom rastrea
algunos de los hitos de este ideario a través de los sucesos más reseñables de
la existencia de quien lo engendró, que son pocos: el hérem o excomunión que lo
alejó de la comunidad judía de Amsterdam en 1656; la puñalada trapera con que
un integrista portugués intentó poner fin a sus herejías dos años después; el
paciente, infinito pulido de lentes en una trastienda; las discusiones con Van
den Enden y los colegiantes; la exuberancia de la vida interior, secreta,
invisible, por debajo del rostro de un hombre acusado de frialdad y a menudo
incomprendido. Alternando capítulos pares e impares, Yalom combina la
vida de Spinoza con la de su némesis: así, en escenas que ganan sabor con
el contraste, asistimos también a la incompetencia de Rosenberg en el instituto
de bachillerato en que estudia, a sus primeros escarceos con el partido
nacionalsocialista, su amistad con Eckart y Hitler, la depresión final en que
le hunde el fracaso de su indigesto El mito del siglo XX, obra de lectura
obligatoria en las escuelas arias donde se revela que la causa de la
degeneración mundial radica en el judaísmo. El problema de Spinoza al
que hace referencia el título se plantea, así, del siguiente modo: cómo es
posible que una raza degenerada y nociva produjera la mayor mente que ha
conocido la humanidad. Pero, aplicando las herramientas psicoanalíticas de las
que el autor se sirve tan a gusto, el problema puede llegar más lejos e
interrogar directamente al lector: ¿cómo es posible despreciar a quien no se
conoce? A menos, claro es, que el desprecio no sea sino otra versión u otro
nombre de la propia ignorancia.
[Publicado en La Tormenta en un Vaso]
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