Lago de Como
Srdjan Valjarević
Sloper, 2013
ISBN: 978-84-940204-7-6
184 páginas
14 €
Traducción de Visnja Jovanovic y José Miguel Vilar-Bou
Alejandro Luque
La literatura balcánica vuelve a estar presente con fuerza en los
escaparates de las librerías. En los últimos meses hemos visto salir a la luz
novedades de clásicos vivos, como Predrag Matvejević, de otros que ya no están,
como Aleksandar Tišma o Danilo Kiš,
de jóvenes valores como Ivica Đikić, de revelaciones que todavía
no habían asomado a nuestro idioma, como Velibor Čolić o Ismet Prcic… Si el
tiempo y las fuerzas nos alcanzan, iremos reseñándolas todas, y puede que
lleguemos incluso a escribir correctamente los nombres de sus autores sin
necesidad de comprobarlos tres veces. Pero para empezar nos ocuparemos de la
ópera prima del desconocido –esperen un momento… ajá– Srdjan
Valjarević.
Comentar un libro de una editorial de la que lo ignoro
todo, Sloper, y de un autor del que no dispongo de ninguna referencia, es una
sensación de libertad poco frecuente. Empiezo, como está mandado, por el
título: Lago de Como. Los títulos que tienen nombres de lugares, y de lugares
de resonancias más o menos sugestivas, me hacen de entrada levantar una ceja.
Tiendo a pensar, malévolo que es uno, que o bien quieren aprovecharse del
prestigio de los lugares –siempre recuerdo el morro que echó Aristarain
titulando una película suya Roma, donde Roma era una señora– o son tan
perezosos que titulan con lo más a mano, es decir, el nombre del protagonista o
el del escenario.
Lago de Como. Con fotografía de portada
del Lago de Como, ese magnífico rincón de la Lombardía, tan lleno de ecos
manzoninianos. Pasemos deprisa, pues, al contenido. Valjarević escribe con
frases cortas y secas, casi telegráficas, con ese estilo que tanto irrita a
José María Conget cuando habla de una generación de escritores que desconoce el
subjuntivo. Yo creo que el autor belgradense sabe usar el subjuntivo, pero lo
cierto es que hace notables esfuerzos por disimularlo.
En seguida sabemos del personaje casi
todo lo que tenemos que saber: que es un joven escritor serbio, amigo de los
alcoholes, que ha recibido una beca Rockefeller como quien no quiere la cosa,
como por accidente, pero no parece nada dispuesto a aprovecharla para escribir
ninguna obra maestra. Lo vemos llegar a la residencia en la que se alojará,
relacionarse con otros personajes más o menos pintorescos, y tenemos la
sensación de que hemos asistido a esa escena muchas veces, en otros libros, en
infinidad de películas. Y sin embargo, seguimos leyendo, porque Valjarević ha
sabido despertar nuestra curiosidad con muy pocos mimbres, y porque esperamos
que la historia cobre algún giro inesperado.
Sin embargo, en Lago de Como
prácticamente no sucede nada. El narrador visita el pueblo (el señorial
Bellagio) para comprar tabaco o calcetines, tiene algún romance, manifiesta su
gusto por el fútbol, bebe cuando puede, y muy poco más. A lo largo de treinta
capítulos, correspondientes a otros tantos días, seguimos a este escritor por
su registro notarial de la nada cotidiana, tratando en vano de asomarnos a
algún abismo, alguna herida, algún vértigo, algo que matice la calma chica por
la que discurre el relato. No dudo que los editores que han llevado a esta obra
a seis o siete idiomas, o los jurados que han hecho recaer sobre ella
importantes premios, hayan columbrado destellos de ese tipo. Yo no.
Ni siquiera el socorrido recurso de la
guerra –el autor tenía unos 25 años en el conflicto de los Balcanes– parece
darle juego. “Sentado en mi cuarto, bebía cerveza y escuchaba las perturbadoras
noticias de Serbia, ese pequeño país de donde soy y donde vivo, ese pequeño
país donde vivir se ha puesto tan jodido. Eso venían a decir las voces en el
transistor, eso pensaba yo. Cambié de emisora”. No, Valjarević no quiere
sacudirnos por las solapas.
No obstante, mentiría si no dijera que
no he encontrado mérito alguno en las páginas de Lago de Como: hay en ellas un
enorme afán por no posar de escritor en ningún momento, por demostrar que
escribir no es necesario –aunque lo demuestre escribiendo–, mientras que vivir,
observar, escuchar a los demás, reflexionar, sí lo es. En un momento dado, el
protagonista enumera a sus escritores favoritos: “Robert Walser, Thomas
Bernhard, Walter Benjamin, Robert Musil, Milos Crjanski…”. Acaso se olvida de
Carver, en cuyo nombre se cometen (¡ay!) tantos crímenes.
[Publicado en M'SUR]
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