06 mayo 2013

Otro Sur, la misma sangre


Cuentos completos

William Goyen

Seix Barral, 2012

ISBN: 978-84-322-0966-6

572 páginas

25 €

Traducción de Esther Cross y Carlos Ribalta



Sara Mesa

Las etiquetas literarias, las clasificaciones, las denominaciones geográficas o generacionales, son útiles en tanto que sitúan al lector en un marco de interrelaciones -no hay nada mejor para el conocimiento que la comparación-, pero también, como suele decirse, pueden ser empobrecedoras y simplificadoras. Hablamos de literatura sureña, a veces incluyendo un adjetivo más, "literatura gótica sureña", y pretendemos meter en el saco a autores tan dispares como William Faulkner, Truman Capote, Flannery O’Connor, Carson McCullers, Katherine Anne Porter, Tennessee Williams o Eudora Welty. ¿Qué tienen en común? ¿Qué los une? En su maravillosa Antología del cuento norteamericano, Richard Ford habla del Sur como de un territorio fecundo para la creación literaria: “estaba la sensación generalizada de la insuficiencia de la vida..., un lugar y un tiempo en que los ciudadanos estaban aislados de sus vecinos, pues en realidad todo nuestro terruño estaba separado de la vida cultural a gran escala de la nación americana debido a los prejuicios raciales... Así pues, no es de extrañar que se dieran unas condiciones muy fértiles para la gran literatura... Era como si la literatura articulara las palabras que el habla convencional prohibía...”. El Sur es indudablemente una región con una personalidad propia y distinta, fruto de circunstancias históricas que marcan su carácter: una guerra civil, una ocupación militar, la tradición rural y agrícola, una identidad reacia al progreso industrial que deriva, indefectiblemente, hacia un hondo sentimiento de nostalgia y una religiosidad profunda. Pero considerar que estos escritores -y escritoras, hay que incidir especialmente aquí: qué mujeres-, como un todo homogéneo es simplificar demasiado las cosas. Solo en un contexto que remarque la variedad de esta etiqueta de “lo sureño” es posible situar la obra de William Goyen, que por lugar y fecha de nacimiento (Texas, 1915) entra de lleno en el grupo, pero cuya obra, de unas características muy distintas, bebe también de otras tradiciones (él mismo citaba como influencias a Pound, Milton, Eliot o Dante).

A Goyen, quizá como gancho para el lector, se le asigna la etiqueta de escritor de culto, el más desconocido y misterioso de los sureños. Autor de varias novelas publicadas con desigual fortuna en España, en los últimos años hemos asistido a un rescate de su narrativa breve. En 2011 Páginas de Espuma editó su libro de cuentos La misma sangre, clave en su trayectoria, y en 2012 Seix Barral sacó estos cuentos completos. Casi 600 páginas y 40 cuentos de distinta extensión escritos a lo largo de unos 50 años hacen inevitable que sea un volumen irregular, pero también de una riqueza y una variedad indiscutibles. La lectura demorada de estos cuentos nos conduce también por la progresión espiritual del autor y su vida marcada por una honda religiosidad, el cuestionamiento de los valores del “sueño americano”, el alcoholismo, las crisis personales y un particular universo onírico y enfermizo. En mi opinión, el autor evolucionó para mejor en una trayectoria ascendente, desde unos relatos primerizos, excesivamente cargados de moralejas y alegorías, a una plasmación de ese mismo mundo simbólico a través de una narración más sutil y eficaz.

El libro se organiza en cuatro bloques. Los primeros cuentos, breves y poéticos, están marcados por ese tono de parábola moral aún excesivo y que, a mi modo de ver, lastra la narración. En ellos hay una apuesta por el regreso a las raíces (el campo, la Biblia) y un claro rechazo a la modernidad de la ciudad, representada por personajes desarraigados. En el segundo lote de cuentos, los pertenecientes a Los fantasmas y la carne, los relatos comienzan a alargarse, gana fuerza el elemento narrativo (por ejemplo en el magnífico “El gallo blanco”), pero perdura el tono fabulístico y simbólico, que alcanza el tedio en el largo y reiterativo “Forma de luz”.

Muchos mejores son los que componen el grueso central del libro, La misma sangre, en los que continúa la alternancia entre cuentos con más peso narrativo y otros de un marcado tono lírico. La diferencia en este caso es que Goyen consigue ya plenamente la fusión entre ambos rasgos y logra cimas como “Savata, mi hermana rubia”, “El geranio”, “Puente de música, río de arena” o “Sobre el pueblo”. Como en casi todos los autores sureños cobra gran importancia la religión o, mejor expresado, la espiritualidad, así como el terrible papel del destino en las relaciones humanas de las pequeñas poblaciones rurales, el poder de los lazos de sangre en la familia y el conflicto entre el individuo y la comunidad. La particularidad de Goyen radica en su tendencia al misticismo -al modo de Whitman-, en la utilización de una simbología de la naturaleza de rasgos casi mágicos y en su implicación como narrador en el relato. Goyen se mete en sus personajes -y hay que reconocer que a veces esta inmersión molesta un poco-, buceando en sus vaivenes emocionales. En uno de sus cuentos, dice explícitamente: “Pero así como hay narradores que dicen que nunca se meten en la historia que cuentan, también dicen que hay enfermeros que nunca sufrieron el dolor de sus pacientes ni se curaron a través de la curación del paciente. ¡Si encuentran uno, quiero verlo!”.

La gran sorpresa del volumen se encuentra en el conjunto de los siete últimos cuentos. Aquí parece que el viejo Goyen decide arrojarse a la piscina con más valentía: el Sur es retratado como un anti paraíso marcado por la crueldad y la bestialidad, una sexualidad enfermiza e irrefrenable que no excluye el incesto, la amenaza del Ku Klux Klan y esas demoledoras historias familiares centradas en el odio, el abandono y la venganza. La escritura, despojada ya totalmente de los excesos líricos anteriores, tiene una fuerza envidiable, y llaman la atención más que nunca las figuras de los narradores, que utilizan los procedimientos clásicos de la narración oral: narradores testigos marcados por la obsesión, la locura o simplemente la curiosidad, que cuentan sus historias a instancias de otros, de manera sinuosa, con contradicciones y repeticiones, etc.

William Goyen es un escritor interesante que, sin dejar de pertenecer a esa literatura sureña tan rica e inquietante, se aparta a su vez de ella mediante el cultivo de esa “poética capacidad visionaria” de la que hablara Stephen Spender. No entiendo la insistencia en la comparación con Carson McCullers o Flannery O’Connor, exagerada en mi opinión, porque estas dos autoras tienen una capacidad narrativa mucho mayor y una calidad estética apabullante de la que Goyen no siempre hace gala. Pienso sinceramente que el mayor valor de la obra de Goyen -esa tendencia a una sentimentalidad exacerbada, la religiosidad, la atmósfera continua de secretos y revelaciones- es también su mayor lastre. Al mismo tiempo, es su sello personal, su identidad irrenunciable. El Sur de Goyen es otro Sur posible, narrado desde otro ángulo, pero sin duda marcado por el mismo espíritu o, parafraseando uno de sus títulos, recorrido por la misma sangre, esa sangre de un Sur de proporciones casi míticas.

4 comentarios:

Cora dijo...

Una reseña fantástica

Anónimo dijo...

Qué bien que me lo descubras, porque nunca me canso de historias del Sur de Estados Unidos. Viva el gótico sureño o como se quiera llamar.

Daniel Morales dijo...

Yo supe de Goyen por una reseña de Miguel Ángel Muñoz, y llevado por su entusiasmo me compré los cuentos completos. ¡Ay, cómo me dolieron los 25 euros! No he leído más de una decena de cuentos. Me hastía esa búsqueda constante y desesperada de la epifanía lírica. Por otro lado, el pecho me cruje de mala manera cada vez que alguien pone a la misma altura (ojo, en tanto que cuentistas) a Carson McCullers y a Flannery O’connor. ¿Cuántos cuentos realmente buenos tiene McCullers, dos, tres? Para mí, la única de las damas del sur (la única de las que he leído) que no desmerece de miss O’connor es Katherine Anne Porter, una maestra absoluta de la que, incomprensiblemente, se habla menos que de Eudora Welty o de McCullers.

Sara dijo...

Estoy bastante de acuerdo en lo que dices, Daniel. Los 25 euros duelen un poco si uno no entra en el código Goyen, por llamarlo así. A mí también me hastía su manera de buscar la epifanía lírica. Pero dale una oportunidad... como explico en la reseña, los cuentos de la segunda mitad del libro son sustancialmente mejores. En cuanto a lo de comparar, todas esas mujeres que citas tienen una narrativa impresionante, cada una en su estilo. Mi preferida sigue siendo Flannery O'Connor, pero por qué quedarse solo con una, ¿verdad?
Un saludo.