Erich Kästner
Minúscula, 2010
ISBN: 978-84-95587-59-6
264 páginas
18 €
Traducción de Miguel Ángel Vega Cernuda
Ilya U. Topper
Aquello sí que era una crisis. No lo que hay ahora, cuando este término sirve para amenizar la conversación acompañada por tapitas en la Alameda (sí, compruébenlo: es imposible pillar una mesa libre un viernes por la tarde, y eso que la cerveza en las terracitas no se regala precisamente). Hoy no hay golpes de estado ni decretos de emergencia ni tiroteos diarios entre comunistas y fascistas en la calle ni esas esperas kilométricas en la oficina de empleo que retrata Fritz Lang en El Testamento del doctor Mabuse y que hacen creíble que su protagonista se metiera a delincuente porque estaba harto de esperar un trabajo honrado.
Lo digo porque entonces ―1931, pongamos que hablo de Berlín― todo eso lo hubo. Y en este contexto hay que visualizar a Fabián, el moralista. No sabría decir qué connotación tendría la palabra Moralist en el idioma alemán de los años treinta, pero está claro que al traducirla al castellano de 2010 como moralista adquiere un regusto a predicador católico que persigue a las parejas en los parques. Nada más lejos de Fabián. Historia de un tipo con principios, escribiríamos hoy tal vez. O emplearíamos algún derivado de la palabra ética. En todo caso, Kästner señala en el prólogo que el título (junto a la ausencia de algunos capítulos más rotundos) es un resultado de la censura editorial: el original rezaba Yéndose al diablo.
Porque la actitud nihilista de Fabián, la calma con la que observa, inicialmente, la loca carrera de las ambiciones a su alrededor, no puede salvarle. Arrastrado por el remolino, quien no está dispuesto a correr tras el poder, el dinero, la fama, acaba pisoteado por los ambiciosos, aquéllos que quieren triunfar a toda costa.
Y querer triunfar no es siquiera, en el contexto de la crisis, una ambición desmesurada o innecesaria: es simplemente sobrevivir, salvarse del hundimiento del Titanic, seguir nadando, no ahogarse. Ésta es la tragedia de Cornelia, tan creíble en su humanidad: ella también tiene principios, pero quien quiere sobrevivir debe saber renunciar a ellos. ¿Usted se acostaría con el productor para conseguir un papel en una película? ¿No? Igual sólo porque ahora no estamos en crisis.
Kästner (1899-1974) advierte en el prólogo que este libro es una sátira, no una fiel imagen de la época en la que fue escrito, porque “la caricatura, un medio legítimo del arte, es lo más extremo que el moralista puede emplear. Si tampoco sirve, es que ya nada sirve. Que nada sirva no es algo raro. Lo raro sería que el moralista se desanimara”.
En 1931, nada sirvió. El Fabian fue una de las obras que los estudiantes berlineses arrojaron a la hoguera pública en 1933, pocos meses después de que los diputados conservadores dieron su voto a un político nacionalsocialista que haría historia. Es sabido que Erich Kästner fue el único entre 24 escritores entregados a la hoguera, que se había presentado personalmente para presenciar esta “teatral desfachatez”, como la llamó (nunca se exilió, pese a que el régimen le prohibió no sólo publicar sino, incluso, escribir). Es menos conocido que en 1965, un movimiento juvenil cristiano volvió a quemar públicamente en Düsseldorf los libros de Kästner.
A diferencia de sus contemporáneos ―Bertolt Brecht, Kurt Tucholsky― convertidos en referencias políticas, la Alemania reconstruida, reacomodada, ya sólo conocería a Kästner por sus maravillosos libros infantiles (superventas durante décadas y llevados con frecuencia al cine), mucho menos por sus divertidas novelas para adultos, igual de tiernos y chispeantes que los que dedicó a los niños. Casi nadie lee el Fabian: es incómodo tratar con un tipo con principios. Y más cuando encima escribe con un humor negro, preciso, capaz de derribar las ilusiones. Cuando los fuegos artificiales de sus imágenes, sus diálogos, sus fotogramas de un Berlín a la deriva y alocado (ese sueño, tan Metrópolis, pero a color), se convierten en otros tantos cubos de agua fría.
“Si aquello que padece hoy nuestro estimado globo terráqueo le sucediera a un individuo, se llamaría parálisis. ¿Y qué se hace con el planeta? Se le intenta curar con infusiones de manzanilla. Todo el mundo sabe que se trata de una bebida únicamente agradable, nada eficaz. Pero no duele. Esperar y beber infusiones, piensan todos, y así, la idiotización pública progresa que da alegría verlo” (la traducción es mía, no porque no aprecie la buena labor de Miguel Ángel Vega Cernuda sino porque hoy no tengo a mano su versión).
Sí: ochenta años más tarde, la humanidad no ha superado las infusiones como medicamento para el planeta. Aunque de momento, en la Europa suroccidental, no nos afectan los retortijones.
Lean el Fabian: nunca viene mal irse preparando.
Lo digo porque entonces ―1931, pongamos que hablo de Berlín― todo eso lo hubo. Y en este contexto hay que visualizar a Fabián, el moralista. No sabría decir qué connotación tendría la palabra Moralist en el idioma alemán de los años treinta, pero está claro que al traducirla al castellano de 2010 como moralista adquiere un regusto a predicador católico que persigue a las parejas en los parques. Nada más lejos de Fabián. Historia de un tipo con principios, escribiríamos hoy tal vez. O emplearíamos algún derivado de la palabra ética. En todo caso, Kästner señala en el prólogo que el título (junto a la ausencia de algunos capítulos más rotundos) es un resultado de la censura editorial: el original rezaba Yéndose al diablo.
Porque la actitud nihilista de Fabián, la calma con la que observa, inicialmente, la loca carrera de las ambiciones a su alrededor, no puede salvarle. Arrastrado por el remolino, quien no está dispuesto a correr tras el poder, el dinero, la fama, acaba pisoteado por los ambiciosos, aquéllos que quieren triunfar a toda costa.
Y querer triunfar no es siquiera, en el contexto de la crisis, una ambición desmesurada o innecesaria: es simplemente sobrevivir, salvarse del hundimiento del Titanic, seguir nadando, no ahogarse. Ésta es la tragedia de Cornelia, tan creíble en su humanidad: ella también tiene principios, pero quien quiere sobrevivir debe saber renunciar a ellos. ¿Usted se acostaría con el productor para conseguir un papel en una película? ¿No? Igual sólo porque ahora no estamos en crisis.
Kästner (1899-1974) advierte en el prólogo que este libro es una sátira, no una fiel imagen de la época en la que fue escrito, porque “la caricatura, un medio legítimo del arte, es lo más extremo que el moralista puede emplear. Si tampoco sirve, es que ya nada sirve. Que nada sirva no es algo raro. Lo raro sería que el moralista se desanimara”.
En 1931, nada sirvió. El Fabian fue una de las obras que los estudiantes berlineses arrojaron a la hoguera pública en 1933, pocos meses después de que los diputados conservadores dieron su voto a un político nacionalsocialista que haría historia. Es sabido que Erich Kästner fue el único entre 24 escritores entregados a la hoguera, que se había presentado personalmente para presenciar esta “teatral desfachatez”, como la llamó (nunca se exilió, pese a que el régimen le prohibió no sólo publicar sino, incluso, escribir). Es menos conocido que en 1965, un movimiento juvenil cristiano volvió a quemar públicamente en Düsseldorf los libros de Kästner.
A diferencia de sus contemporáneos ―Bertolt Brecht, Kurt Tucholsky― convertidos en referencias políticas, la Alemania reconstruida, reacomodada, ya sólo conocería a Kästner por sus maravillosos libros infantiles (superventas durante décadas y llevados con frecuencia al cine), mucho menos por sus divertidas novelas para adultos, igual de tiernos y chispeantes que los que dedicó a los niños. Casi nadie lee el Fabian: es incómodo tratar con un tipo con principios. Y más cuando encima escribe con un humor negro, preciso, capaz de derribar las ilusiones. Cuando los fuegos artificiales de sus imágenes, sus diálogos, sus fotogramas de un Berlín a la deriva y alocado (ese sueño, tan Metrópolis, pero a color), se convierten en otros tantos cubos de agua fría.
“Si aquello que padece hoy nuestro estimado globo terráqueo le sucediera a un individuo, se llamaría parálisis. ¿Y qué se hace con el planeta? Se le intenta curar con infusiones de manzanilla. Todo el mundo sabe que se trata de una bebida únicamente agradable, nada eficaz. Pero no duele. Esperar y beber infusiones, piensan todos, y así, la idiotización pública progresa que da alegría verlo” (la traducción es mía, no porque no aprecie la buena labor de Miguel Ángel Vega Cernuda sino porque hoy no tengo a mano su versión).
Sí: ochenta años más tarde, la humanidad no ha superado las infusiones como medicamento para el planeta. Aunque de momento, en la Europa suroccidental, no nos afectan los retortijones.
Lean el Fabian: nunca viene mal irse preparando.
3 comentarios:
Leyendo esta reseña he recordado que en los años 80 se hizo una película sobre este libro que se titulaba precisamente "Fabian"... y Carlos Pumares no la conocía!!!
Yo tampoco tenía ni idea, pero e cierto: fue la película más conocida del cineasta alemán Wolf Gremm, rodada en 1980 y presentada por Alemania a los premios Oscar como candidato al 'mejor filme en lengua extranjera', sin recibir nominación.
Numerosos libros de Kästner han sido llevados al cine, tanto en Alemania como en Estados Unidos, algunos más de tres o cuatro veces.
ilya
Efectivamente, de hecho hay una adaptación de "Emilio y los detectives" que el guión fue obra de Billy Wilder, uno de sus primeros trabajos de cuando aún trabajaba en Alemania para la UFA... no la he visto pero sería interesante buscarla...
La peli de "Fabian" la conozco porque la tenían en mi videoclub... qué cosas!
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