Álvaro Colomer
Alfaguara, 2009
ISBN. 9788420422817
232 pág.
18 euros.
Alejandro Luque
La depresión y su vertiente más dramática, la que acaba en suicidio, son fenómenos a los que la sociedad actual parece mirar tan sólo de reojo, cuando no los ignora pudorosamente. Las enfermedades del espíritu, por desgracia, no gozan de la consideración que tienen los males del cuerpo, y sus síntomas se confunden a menudo con meros estados de ánimo. Sólo así se explica que la literatura de los últimos años se haya ocupado tan poco de estos asuntos tan corrientes, y cuando sí lo ha hecho ha sido casi siempre en clave de primera persona, en un plano privado –¡esos descensos a los infiernos del alma!- y no social.
Ése es, de entrada, el primer tanto que se anota esta novela del barcelonés Álvaro Colomer, un autor que cierra así la trilogía iniciada con La calle de los suicidios (2000) y Mimodrama de una ciudad muerta (2004). La historia de Los bosques de Upsala arranca con el momento en que el protagonista, entomólogo de profesión, llega a casa y no encuentra a su mujer por ninguna parte, hasta que descubre con espanto que ha intentado quitarse la vida ingiriendo barbitúricos y trata de socorrerla. Las 200 páginas siguientes narran la peripecia de este hombre para comprender las claves que han llevado a su compañera a dicho trance, y en ella irá viéndoselas con personajes más o menos delirantes –desde su cuñado drogadicto a la vecina cotilla con la que topa continuamente- como con su propia memoria, pues de niño presenció el salto de una mujer desde un balcón.
Comprender, he ahí la cuestión. Una relación amorosa necesita eludir la rutina tanto como asentarse sobre algunas certidumbres, establecer sus propios ritos. El suicidio frustrado de la chica dinamitará la aparente estabilidad de la pareja y agitará un recurrente fantasma: tal vez nadie conoce a nadie, empezando por la persona que duerme cada noche a nuestro lado. En la búsqueda de respuestas, en el viaje de la realidad conocida a las verdades por desvelar, reside el motor principal de la trama.
Proyecto valiente y ambicioso el de Colomer, que a diferencia de otros autores que sólo pisan sobre terrenos firmes y seguros, se lanza a abordar temas de gran complejidad y lo hace desde el presente, desde el aquí y el ahora. Sólo por jugársela de ese modo –y se la juega desde el primer párrafo-, esforzándose por hallar el justo equilibrio entre la creación de una atmósfera y la acción, entre la reflexión íntima y las escenas dialogadas, entra la idea del éxito profesional y del fracaso personal, ya merece la atención y el aplauso.
Tal vez la mayor dificultad a la que se enfrenta sea dar con la voz del protagonista, que sufre a lo largo de la novela inflexiones desconcertantes. Si hubiera afinado un poco más en este aspecto, como recomendaba Borges, tal vez habría tenido desde el principio el trabajo hecho. Pero nadie podrá reprochar a Colomer falta de minuciosidad en sus faenas de prosista; por el contrario, resulta tan escrupuloso que a veces el lector echa de menos cierto aire de natural desaliño.
Hay, por último, una confusión que sí vale la pena subrayar: no es homologable la tentación suicida de quien padece una depresión profunda con la adicción autodestructiva del yonqui, o con el suicidio –llamémoslo así- de imperativo social, como es el de los guerreros deshonrados de Upsala que dan título al libro; o el del marido de las noticias que mata a su esposa porque lo ha abandonado, y luego acaba con su vida. Todo lo cual no empaña las buenas intenciones del autor.
Ése es, de entrada, el primer tanto que se anota esta novela del barcelonés Álvaro Colomer, un autor que cierra así la trilogía iniciada con La calle de los suicidios (2000) y Mimodrama de una ciudad muerta (2004). La historia de Los bosques de Upsala arranca con el momento en que el protagonista, entomólogo de profesión, llega a casa y no encuentra a su mujer por ninguna parte, hasta que descubre con espanto que ha intentado quitarse la vida ingiriendo barbitúricos y trata de socorrerla. Las 200 páginas siguientes narran la peripecia de este hombre para comprender las claves que han llevado a su compañera a dicho trance, y en ella irá viéndoselas con personajes más o menos delirantes –desde su cuñado drogadicto a la vecina cotilla con la que topa continuamente- como con su propia memoria, pues de niño presenció el salto de una mujer desde un balcón.
Comprender, he ahí la cuestión. Una relación amorosa necesita eludir la rutina tanto como asentarse sobre algunas certidumbres, establecer sus propios ritos. El suicidio frustrado de la chica dinamitará la aparente estabilidad de la pareja y agitará un recurrente fantasma: tal vez nadie conoce a nadie, empezando por la persona que duerme cada noche a nuestro lado. En la búsqueda de respuestas, en el viaje de la realidad conocida a las verdades por desvelar, reside el motor principal de la trama.
Proyecto valiente y ambicioso el de Colomer, que a diferencia de otros autores que sólo pisan sobre terrenos firmes y seguros, se lanza a abordar temas de gran complejidad y lo hace desde el presente, desde el aquí y el ahora. Sólo por jugársela de ese modo –y se la juega desde el primer párrafo-, esforzándose por hallar el justo equilibrio entre la creación de una atmósfera y la acción, entre la reflexión íntima y las escenas dialogadas, entra la idea del éxito profesional y del fracaso personal, ya merece la atención y el aplauso.
Tal vez la mayor dificultad a la que se enfrenta sea dar con la voz del protagonista, que sufre a lo largo de la novela inflexiones desconcertantes. Si hubiera afinado un poco más en este aspecto, como recomendaba Borges, tal vez habría tenido desde el principio el trabajo hecho. Pero nadie podrá reprochar a Colomer falta de minuciosidad en sus faenas de prosista; por el contrario, resulta tan escrupuloso que a veces el lector echa de menos cierto aire de natural desaliño.
Hay, por último, una confusión que sí vale la pena subrayar: no es homologable la tentación suicida de quien padece una depresión profunda con la adicción autodestructiva del yonqui, o con el suicidio –llamémoslo así- de imperativo social, como es el de los guerreros deshonrados de Upsala que dan título al libro; o el del marido de las noticias que mata a su esposa porque lo ha abandonado, y luego acaba con su vida. Todo lo cual no empaña las buenas intenciones del autor.
[Publicado en la revista Mercurio]
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