Luis Manuel Ruiz
Editorial Algaida, Colección Calembé, 2010.
ISBN: 978-84-9877-456-6
193 páginas
8 Euros
Javier Mije
Paseaba hace unos días Pérez Reverte por La Caleta gaditana cuando un dependiente salió de su tienda de ultramarinos para rogarle que se dejara de Alatristes y extensos folletines y se atreviera por fin con las formas breves; Dan Brown se ha ingresado una cifra desorbitada ante la inminente publicación en las ciudades con rascacielos del mundo de un centón de microrrelatos; los albaceas de Stieg Larsson, conocido por la trilogía Milenium, han desarmado hasta la última astilla de su escritorio de Ikea en busca de una docena de relatos con la que consagrarle definitivamente en el canon; los escritores primerizos lo saben: ningún editor les publicará una novela si no es con el compromiso de entregar a cambio y en un plazo breve un libro de cuentos. El mismo Andrew Wylie, agente literario conocido con los amables sobrenombres de El Chacal, el Perro Rabioso o Carro de Basura, sólo admite entre la nómina de sus representados a solventes cuentistas. Sí, lo han adivinado, me hallo bajo los efectos de la fiebre. Un síntoma similar al que padecen aquéllos que, periódicamente, proclaman el advenimiento del cuento, su consagración como género de prestigio, su posición de igualdad frente a la novela. Pese a todo, y a la espera incrédula de que estos optimistas vaticinios se cumplan, soy de los convencidos de la extrema dificultad y el valor de cualquier libro de relatos que merezca la pena recordarse. Por eso celebro como una excelente noticia que un autor de la solvencia y trayectoria de Luis Manuel Ruiz nos ofrezca ahora precisamente eso.
Un escritor es la suma de un estilo y un mundo. Pocos escritores conozco que manejen con mayor soltura el lenguaje que Luis Manuel Ruiz. No parece una confesión encubierta del autor la duda que atosiga al narrador de uno de estos relatos, cuando se pregunta a qué impresión debe acogerse para hallar una comparación adecuada. Ruiz es un maestro en combinar imágenes de una feroz plasticidad, en la atención que presta a los detalles y en eso que parece haber aprendido de un póquer de grandes cuentistas –Poe entre otros– y que suele definirse como creación de atmósferas (como ilustración de este último aspecto léase Carretera secundaria). Si el arte es seducir, etimológicamente, llevar al camino de uno, el lector de estas ficciones tendrá probablemente la impresión de que podría acompañar a Ruiz a cualquier sitio al que éste quisiera llevarle por el puro placer de abandonarse a un lenguaje; de que Ruiz podría escribir ese libro sostenido por la mera herramienta de las palabras con el que soñaba Flaubert.
Es imposible reseñar Sesión continua sin referirse a Borges. Algunos de los relatos de esta colección son borgianos de una manera frontal. Los mundos paralelos que establecen curiosas sintonías con la realidad, las citas filosóficas, los lugares apócrifos o el tema del doble resultarán familiares a los lectores del escritor porteño. Borges postuló que la literatura es la promesa de una revelación que no se cumple. Los cuentos de Ruiz encajan bien en esta definición, no porque el autor no resuelva sus tramas y las lleve a un desenlace –sobrecogedor en ocasiones, como ocurre en La otra– sino por la información que Ruiz aporta como de pasada, en los flecos de la página, y que sin embargo parece haber determinado de forma definitiva el carácter y el destino de sus personajes. ¿Qué llevaría a la mujer del narrador de El caso Lagos a suicidarse? ¿Qué desgracia impulsó a Ventura a alquilar una habitación en La casa blanca? ¿Qué provocó “el llanto de Amparo vuelta hacia la pared” en Carretera secundaria? No son datos cenitales para comprender nada esencial, son como el ruido de fondo de la vida que transcurre paralelamente a estas historias. Y es así como escribe Luis Manuel Ruiz, contando una cosa que a veces puede parecer un juego (porque nos entretiene), desarrollando una intriga o llevándonos por las esquinas de algún misterio para decirnos cosas fundamentales. Que todos somos sustitutos de otros, que la felicidad es un sueño frágil, que la muerte no es la estación final de nuestro destino sino el légamo que respiramos y entorpece nuestros planes, que quizá ya estamos muertos sin percatarnos de ello mientras nos solazamos con un mediocre puchero de guisantes.
Un escritor es la suma de un estilo y un mundo. Pocos escritores conozco que manejen con mayor soltura el lenguaje que Luis Manuel Ruiz. No parece una confesión encubierta del autor la duda que atosiga al narrador de uno de estos relatos, cuando se pregunta a qué impresión debe acogerse para hallar una comparación adecuada. Ruiz es un maestro en combinar imágenes de una feroz plasticidad, en la atención que presta a los detalles y en eso que parece haber aprendido de un póquer de grandes cuentistas –Poe entre otros– y que suele definirse como creación de atmósferas (como ilustración de este último aspecto léase Carretera secundaria). Si el arte es seducir, etimológicamente, llevar al camino de uno, el lector de estas ficciones tendrá probablemente la impresión de que podría acompañar a Ruiz a cualquier sitio al que éste quisiera llevarle por el puro placer de abandonarse a un lenguaje; de que Ruiz podría escribir ese libro sostenido por la mera herramienta de las palabras con el que soñaba Flaubert.
Es imposible reseñar Sesión continua sin referirse a Borges. Algunos de los relatos de esta colección son borgianos de una manera frontal. Los mundos paralelos que establecen curiosas sintonías con la realidad, las citas filosóficas, los lugares apócrifos o el tema del doble resultarán familiares a los lectores del escritor porteño. Borges postuló que la literatura es la promesa de una revelación que no se cumple. Los cuentos de Ruiz encajan bien en esta definición, no porque el autor no resuelva sus tramas y las lleve a un desenlace –sobrecogedor en ocasiones, como ocurre en La otra– sino por la información que Ruiz aporta como de pasada, en los flecos de la página, y que sin embargo parece haber determinado de forma definitiva el carácter y el destino de sus personajes. ¿Qué llevaría a la mujer del narrador de El caso Lagos a suicidarse? ¿Qué desgracia impulsó a Ventura a alquilar una habitación en La casa blanca? ¿Qué provocó “el llanto de Amparo vuelta hacia la pared” en Carretera secundaria? No son datos cenitales para comprender nada esencial, son como el ruido de fondo de la vida que transcurre paralelamente a estas historias. Y es así como escribe Luis Manuel Ruiz, contando una cosa que a veces puede parecer un juego (porque nos entretiene), desarrollando una intriga o llevándonos por las esquinas de algún misterio para decirnos cosas fundamentales. Que todos somos sustitutos de otros, que la felicidad es un sueño frágil, que la muerte no es la estación final de nuestro destino sino el légamo que respiramos y entorpece nuestros planes, que quizá ya estamos muertos sin percatarnos de ello mientras nos solazamos con un mediocre puchero de guisantes.
Sesión continua obtuvo recientemente el VII Premio Iberoamericano de Relatos Cortes de Cádiz.
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