La juguetería errante
Edmund Crispin
Impedimenta, 2012
ISBN: 978-84-15130-20-8
320 páginas
22,20 €
Traducción de José C. Vales
El canto del cisne
Edmund Crispin
Impedimenta, 2013
ISBN: 978-84-15578-22-2
280 páginas
19,95 €
Traducción de José C. Vales
José María Moraga
La editorial Impedimenta viene haciendo una más que encomiable labor
si no de arqueología sí de antropología (robo la metáfora a Stephen Thomas
Erlewine) al rescatar algunos títulos que se encuentran entre los más
celebrados de su tiempo pero que en algún momento del siglo pasado cayeron en
la oscuridad y que, francamente, a día de hoy resultaban desconocidos en
España, incluso para gente más o menos puesta. Este es el caso de las novelas
detectivescas de Edmund Crispin (pseudónimo de Bruce Montgomery, 1921-1978),
que vienen a unirse a otros “rescates” sonados como los de los libros de Stella
Gibbons, Terry Southern, Joan Lindsay o E. F. Benson, por citar algunos casos
espigados (casi) al azar de entre el catálogo de la casa.
Por el momento, dos son los títulos que han aparecido en España: La
juguetería errante (primera edición de 2011, original de 1946) y El canto del cisne (2013, de
1947). En ambos casos se trata de “Un misterio para Gervase Fen” -como rezan
sus subtítulos- curioso detective aficionado, que entre caso y caso enseña
Literatura en la universidad de Oxford, cuando la universidad de Oxford era la
universidad de Oxford y cuando “literatura” se escribía con mayúscula. Estas
novelas no marcan la aparición del detective (que tuvo lugar en 1944 con The
Case of the Gilded Fly) pero La juguetería errante sí es su aventura más famosa
y desde luego más recordada. El canto del cisne, ambientada en la segunda
posguerra mundial, supone una dignísima continuación a la anterior, y me
atrevería a decir que si no resulta más memorable que su predecesora al menos
sería lícito decir en su favor que está mejor escrita.
En cierto modo podríamos hallarnos ante el último gran exponente de la
novela detectivesca clásica, la novela de detección propiamente dicha, de
historias que empezaron acaso con Poe y Conan Doyle, y que alcanzaron la
perfección con Agatha Christie. No conviene olvidar que al otro lado del
Atlántico hacía tiempo que se estaba desarrollando la edad de oro de la novela
negra; baste apuntar que para 1938 (año en que se desarrolla La juguetería
errante) D. Hammett y R. Chandler ya habían dado a la imprenta lo mejor de su
producción. Crispin el autor no es ajeno a esta revolución, y en ocasiones
algunos de sus personajes tratan, en plan de broma, de parodiar el lenguaje
bronco de la ‘hard-boiled fiction’, retienen a alguien a punta de revolver o
entran en un cine en el que se proyecta una película que claramente pertenece
al género negro. Pero así y todo, y a pesar también de algunas (post)moderneces
narratológicas (como por ejemplo el hecho de que el propio Gervase Fen piense
en posibles títulos para los libros que recogerán sus aventuras), tanto La
juguetería errante como El canto del cisne pertenecen de lleno a un imposible
mundo de la “Inglaterra que se nos fue”: esa a la que tanto cantaron los Kinks,
la de los ‘village greens’, las tazas de té a las 5, los ociosos paseos en
automóvil, esa en la que las buenas gentes sencillas se conocían todas entre sí
y dejaban la puerta abierta porque se fiaban del cartero, el lechero o el
policía del pueblo. La Inglaterra soñada y nostalgizada que acaso nunca existió
en realidad.
Es en este contexto de ingenuidad el que los personajes de La
juguetería errante florecen. El mencionado Fen y su amigo y “Dr. Watson” el
poeta Richard Cadogan, Hoskins: el estudiantillo salido, el Dr. Wilkes: anciano
profesor con una botella de whisky por biberón, Sally: la pizpireta dependienta
a dos segundos de convertirse en un “tipo” (solo una problemática inteligencia
la salva del rol de guapa tonta) y toda la galería de secundarios, incluido el
asesino, que pueblan el Oxford de postal de esta novela. En una época en la que
la policía británica no llevaba armas (¡ah, que sigue sin llevarlas!), en la
que los 'pubs' solo vendían alcohol en un horario muy estricto, en la que la
gente escolarizada citaba a Shakespeare y a Milton de memoria, un crimen
resulta ante todo una falta de cortesía. Y un asesinato supone una atrocidad
apenas imaginable. Lo mismo podría pensarse de El canto del cisne, en el que un
doble asesinato cometido durante los ensayos de una ópera de Wagner es resuelto
por Fen (esta vez sin compañía de Cadogan pero con otra nutridísima galería de
secundarios entre los que destacan el tenor Adam Langley, la escritora
Elizabeth y el inspector de policía Mudge) exclusivamente gracias a sus dotes
clásicas de detección analítica y a unos dudosos experimentos químicos de
última hora que hacen pensar al lector en Sherlock Holmes jugando al Quimicefa.
El idílico mundo inglés sí se percibe levísimamente resquebrajado en este
segundo libro al tratarse el tema de la ópera wagneriana y su relación (o no)
con el nazismo, algo un poco manido hoy día pero valiente en 1947.
¿Qué hace de La juguetería errante y El canto del cisne novelas tan
memorables y perdurables, aparte de su estricta trama policiaca (del tipo
problema insoluble o asesinato en una habitación cerrada)? Tal vez sea por la
más o menos rocambolesca desahogada resolución de los misterios, donde no
faltan pasajes deductivos, persecuciones a pie, en bicicleta y automóvil, actos
de violencia bastante brutales y pasiones humanas narradas con la sorna y
ligereza de una retransmisión de cricket pero escasean los ingredientes
sexuales (la época y el público al que iban dirigidas estas obras no daban para
más). Pero si tengo que apostar (¡algo tan británico, pardiez!) diría que el
caballo ganador de esta serie de libros de Edmund Crispin es sin duda la figura
del detective. Gervase Fen, un hombre que bebe whisky como quien lee un soneto,
no como esos huelebraguetas del otro lado del Atlántico. Gervase Fen no fisga:
él detecta (permítaseme el anglicismo). Gervase Fen es un tipo cáustico, un
sabio despistado y ajeno al estilo a no ser un dandismo muy particular de
bufandas y pelos de punta. Y pese a ser británico (o a lo mejor por eso), su
extrema cortesía puede rayar en la mala educación, pero es un águila. No solo
trabaja “de salón” sino que -igual que su predecesor en la melancolía y la
detección del 221b de Baker St.- es capaz de darnos escenas de acción
trepidante como esa del tiovivo de La juguetería errante que dicen que un tal
Alfred Hitchcock plagió años después en su película Extraños en un tren (1951).
2 comentarios:
Literatura, asesinatos, la preciosa ciudad de Oxford (estuve hace poco, me encantó: es su Salamanca)... si me apetece en algún momento novela detectivesca me pongo con Crispin, sin dudarlo.
Indeed.
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