30 mayo 2013

Los crímenes de Oxford hacen una carrera de letras

La juguetería errante

Edmund Crispin

Impedimenta, 2012

ISBN: 978-84-15130-20-8

320 páginas

22,20 €

Traducción de José C. Vales



El canto del cisne

Edmund Crispin

Impedimenta, 2013

ISBN: 978-84-15578-22-2

280 páginas

19,95 €

Traducción de José C. Vales



José María Moraga

La editorial Impedimenta viene haciendo una más que encomiable labor si no de arqueología sí de antropología (robo la metáfora a Stephen Thomas Erlewine) al rescatar algunos títulos que se encuentran entre los más celebrados de su tiempo pero que en algún momento del siglo pasado cayeron en la oscuridad y que, francamente, a día de hoy resultaban desconocidos en España, incluso para gente más o menos puesta. Este es el caso de las novelas detectivescas de Edmund Crispin (pseudónimo de Bruce Montgomery, 1921-1978), que vienen a unirse a otros “rescates” sonados como los de los libros de Stella Gibbons, Terry Southern, Joan Lindsay o E. F. Benson, por citar algunos casos espigados (casi) al azar de entre el catálogo de la casa.

Por el momento, dos son los títulos que han aparecido en España: La juguetería errante (primera edición de 2011, original de 1946) y El canto del cisne (2013, de 1947). En ambos casos se trata de “Un misterio para Gervase Fen” -como rezan sus subtítulos- curioso detective aficionado, que entre caso y caso enseña Literatura en la universidad de Oxford, cuando la universidad de Oxford era la universidad de Oxford y cuando “literatura” se escribía con mayúscula. Estas novelas no marcan la aparición del detective (que tuvo lugar en 1944 con The Case of the Gilded Fly) pero La juguetería errante sí es su aventura más famosa y desde luego más recordada. El canto del cisne, ambientada en la segunda posguerra mundial, supone una dignísima continuación a la anterior, y me atrevería a decir que si no resulta más memorable que su predecesora al menos sería lícito decir en su favor que está mejor escrita.

En cierto modo podríamos hallarnos ante el último gran exponente de la novela detectivesca clásica, la novela de detección propiamente dicha, de historias que empezaron acaso con Poe y Conan Doyle, y que alcanzaron la perfección con Agatha Christie. No conviene olvidar que al otro lado del Atlántico hacía tiempo que se estaba desarrollando la edad de oro de la novela negra; baste apuntar que para 1938 (año en que se desarrolla La juguetería errante) D. Hammett y R. Chandler ya habían dado a la imprenta lo mejor de su producción. Crispin el autor no es ajeno a esta revolución, y en ocasiones algunos de sus personajes tratan, en plan de broma, de parodiar el lenguaje bronco de la ‘hard-boiled fiction’, retienen a alguien a punta de revolver o entran en un cine en el que se proyecta una película que claramente pertenece al género negro. Pero así y todo, y a pesar también de algunas (post)moderneces narratológicas (como por ejemplo el hecho de que el propio Gervase Fen piense en posibles títulos para los libros que recogerán sus aventuras), tanto La juguetería errante como El canto del cisne pertenecen de lleno a un imposible mundo de la “Inglaterra que se nos fue”: esa a la que tanto cantaron los Kinks, la de los ‘village greens’, las tazas de té a las 5, los ociosos paseos en automóvil, esa en la que las buenas gentes sencillas se conocían todas entre sí y dejaban la puerta abierta porque se fiaban del cartero, el lechero o el policía del pueblo. La Inglaterra soñada y nostalgizada que acaso nunca existió en realidad.

Es en este contexto de ingenuidad el que los personajes de La juguetería errante florecen. El mencionado Fen y su amigo y “Dr. Watson” el poeta Richard Cadogan, Hoskins: el estudiantillo salido, el Dr. Wilkes: anciano profesor con una botella de whisky por biberón, Sally: la pizpireta dependienta a dos segundos de convertirse en un “tipo” (solo una problemática inteligencia la salva del rol de guapa tonta) y toda la galería de secundarios, incluido el asesino, que pueblan el Oxford de postal de esta novela. En una época en la que la policía británica no llevaba armas (¡ah, que sigue sin llevarlas!), en la que los 'pubs' solo vendían alcohol en un horario muy estricto, en la que la gente escolarizada citaba a Shakespeare y a Milton de memoria, un crimen resulta ante todo una falta de cortesía. Y un asesinato supone una atrocidad apenas imaginable. Lo mismo podría pensarse de El canto del cisne, en el que un doble asesinato cometido durante los ensayos de una ópera de Wagner es resuelto por Fen (esta vez sin compañía de Cadogan pero con otra nutridísima galería de secundarios entre los que destacan el tenor Adam Langley, la escritora Elizabeth y el inspector de policía Mudge) exclusivamente gracias a sus dotes clásicas de detección analítica y a unos dudosos experimentos químicos de última hora que hacen pensar al lector en Sherlock Holmes jugando al Quimicefa. El idílico mundo inglés sí se percibe levísimamente resquebrajado en este segundo libro al tratarse el tema de la ópera wagneriana y su relación (o no) con el nazismo, algo un poco manido hoy día pero valiente en 1947.

¿Qué hace de La juguetería errante y El canto del cisne novelas tan memorables y perdurables, aparte de su estricta trama policiaca (del tipo problema insoluble o asesinato en una habitación cerrada)? Tal vez sea por la más o menos rocambolesca desahogada resolución de los misterios, donde no faltan pasajes deductivos, persecuciones a pie, en bicicleta y automóvil, actos de violencia bastante brutales y pasiones humanas narradas con la sorna y ligereza de una retransmisión de cricket pero escasean los ingredientes sexuales (la época y el público al que iban dirigidas estas obras no daban para más). Pero si tengo que apostar (¡algo tan británico, pardiez!) diría que el caballo ganador de esta serie de libros de Edmund Crispin es sin duda la figura del detective. Gervase Fen, un hombre que bebe whisky como quien lee un soneto, no como esos huelebraguetas del otro lado del Atlántico. Gervase Fen no fisga: él detecta (permítaseme el anglicismo). Gervase Fen es un tipo cáustico, un sabio despistado y ajeno al estilo a no ser un dandismo muy particular de bufandas y pelos de punta. Y pese a ser británico (o a lo mejor por eso), su extrema cortesía puede rayar en la mala educación, pero es un águila. No solo trabaja “de salón” sino que -igual que su predecesor en la melancolía y la detección del 221b de Baker St.- es capaz de darnos escenas de acción trepidante como esa del tiovivo de La juguetería errante que dicen que un tal Alfred Hitchcock plagió años después en su película Extraños en un tren (1951).

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Literatura, asesinatos, la preciosa ciudad de Oxford (estuve hace poco, me encantó: es su Salamanca)... si me apetece en algún momento novela detectivesca me pongo con Crispin, sin dudarlo.

Luis Manuel Ruiz dijo...

Indeed.