11 octubre 2011

Prohibida la inocencia



La fuente y la muerte

Pedro Sevilla

Renacimiento, 2011. Colección "Biblioteca de la memoria"

ISBN: 978-84-8472-627-2

332 páginas

20 €




Alejandro Luque

La poesía, ya lo sabemos, no sirve para nada, pero los pueblos que cuentan con buenos poetas son afortunados. Miren, si no, el caso excepcional de Arcos de la Frontera, a las puertas de la sierra de Cádiz. Allí vinieron a nacer y a cantar Julio Mariscal, los hermanos Murciano, Antonio Hernández, José María Velázquez-Gaztelu y también voces más jóvenes como las de Pepa Caro –un raro especimen de alcaldesa poeta–, María Jesús Ortega o Jorge de Arco. Entre unos y otros, destaca desde hace más de una década una voz, la de Pedro Sevilla, llena de hondura y verdades.

Esta vez, sin embargo, no toca ocuparse de un poemario suyo, sino de un volumen de memorias. Quienes estén familiarizados con la obra de Pedro Sevilla entenderán, al poco de empezar a leer, que la obra del arcense está de por sí llena de memoria: reconocerán al instante personajes plasmados en sus versos, como Ramón Amaya Flores, el gitano guapo que en el colegio marcaba goles de chilena, la veterana musa Carolina de Mónaco o Ángela, la madre silenciosa y abnegada de ojos azules; y también se reencontrarán con el hermano víctima de la adicción a la heroína que es el eje de Extensión 114, una de sus pocas incursiones en el campo de la novela.

Pero no se trata aquí de desmigar las interioridades de esta vida contada, sino de poner de relieve las bondades de un libro que, desde su título y como la vida misma, discurre entre dos extremos, la maravilla y el espanto, la dicha y el dolor. Lo primero que se agradece es el modo en que el autor sortea los peores peligros del género autobiográfico, a saber: la tentación de embellecer el pasado, o por el contrario de vengarse de él; la pose para la eternidad, la subjetividad interesada, la retórica al servicio de la deformación de los hechos, el recurrente maniqueísmo de los buenos y los malos. Ni rastro de eso en estas páginas que destilan honestidad y fluyen en un tono limpio y transparente como agua del río, pero dispuestas a abordar episodios terribles prescindiendo por igual del tremendismo y de la sacarina.

Porque, es hora de decirlo ya, la memoria íntima de Pedro Sevilla, y la de su pequeño pueblo blanco encaramado sobre una peña, es la memoria de esa España “violenta y triste”, como la define él mismo. Una patria sombría y aterrorizada, sumida en la larga noche de la dictadura franquista. Una escuela de crueldad que se quitaba el hambre a bofetadas y donde todas las injusticias hacían nido. Una memoria que no encuentra eco en la revisión del pasado más bien ñoña, políticamente correcta y para todos los públicos que ejercitan algunas series de televisión y no pocas novelas superventas. Esta obra es un rotundo mentís a esa idea de un pasado que después de todo –dicen– no era tan malo, y que tampoco –insisten– tan diferente de nuestro presente. No es posible salir indemne de La fuente y la muerte. No está permitida la inocencia después de una lectura como ésta.

Aunque se escriba en prosa, hay que ser muy poeta para recrear de ese modo el mundo de los perdedores, de los de abajo. Y especialmente, del humillado mundo femenino, que era el de las de abajo de los de abajo... Hay que ser poeta, y de un vuelo muy alto, para contar así la dureza de la vida en el campo, que los urbanitas ni alcanzamos a sospechar, la precariedad y la incertidumbre, el circuito perverso de la casa a la taberna, las angustias de la emigración… Y también, como una luz que se abre camino entre la sordidez, el amor, las utopías, el papel redentor de la poesía. Y, desde cualquier esquina, la imprevisible irrupción de la alegría, que Pedro Sevilla llama, hermosa y estremecedoramente, “la venganza del pobre”.

Al llegar al final del relato, que concluye a mediados de los años 90 con la transición democrática culminada y la sucesiva pérdida del hermano y del padre del autor, uno siente que todo el mundo, o al menos todos los poetas, deberían estar obligados a hacer un ejercicio como éste, de dejar testimonio de lo visto y lo vivido desde la máxima exigencia literaria, como obligación con sus contemporáneos y con las generaciones venideras. Lo mismo pensé con otro relato sin concesiones, publicado en la misma editorial, como son las imprescindibles Memorias de un antihéroe, de Javier Salvago. Qué suerte tiene Paradas, me dije al terminarlas. Qué suerte, Arcos de la Frontera. Y qué frío debe de hacer en los pueblos sin poetas.

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