Martin Dressler. Historia de un soñador americano
Steven Millhauser
Libros del Asteroide, 2011
ISBN: 978-84-92663-45-3
272 páginas
21,95 €
Traducción de Marta Alcaraz
Premio Pulitzer 1997
Manolo Haro
Qué duda cabe de que en la ficción el principio activo del mundo es el narrador, un fuerza demiúrgica que va compactando el terreno, pasando las hojas del calendario, aproximando el oído con suma delicadeza a las agujas del reloj para que éstas avancen o retrocedan, y posando a sus personajes recién nacidos en un limbo que dejará de serlo en cuanto el lector reactive el fluir de la historia con su imaginación. Es difícil crear un mundo. Más aún si ese mundo se llama Nueva York y está surgiendo entre la niebla que sube del Hudson en el siglo XIX, una bruma que desperfila tímidas grúas, trechos rocosos y un ganado que pace con un ojo puesto en la hierba y otro en los primeros rascacielos que erupcionan con el magma novedoso del acero industrial. Entre el celaje matinal de la Nueva Babilonia escribe Steven Millhauser esta prodigiosa fábula llamada Martin Dressler. Asistimos a la creación una obra de solvente arquitectura literaria que corre a la par con la construcción de un mundo de interiores y exteriores decimonónicos que hacen que la novela tenga el valor de una caja preciosa taraceada con mimo por un artesano habilísimo.
La línea cronológica de la existencia del protagonista viene jalonada por sus hitos en el mundo de los negocios a partir de la ayuda que le ofrece a su padre en una tabaquería de un barrio lleno de inmigrantes judíos alemanes. Dressler medra a fuerza de empeño, agudeza y perspicacia. Vanderlyn es el nombre del hotel que le sirve para ir saltando de un puesto a otro hasta entender las matemáticas inciertas del riesgo empresarial. Su propietario, el señor Westerhoven, se cierra en banda ante cualquier novedad, cosa que el joven aprendiz respeta pero no acepta. En el río caudaloso del trabajo incesante, el agua se remansa con el amor, pero será aquí donde surjan los verdaderos conflictos de intereses de Martin Dressler. Su cómoda posición social, con veintipocos años, lo coloca en una situación ventajosa para moverse en ese Nueva York de fin de siglo. El encuentro con Margaret Vernon y sus dos jóvenes hijas, Caroline y Emmeline, cambiará el curso de sus días para siempre.
La novela prescinde de datos accesorios. Su elegancia reside en entretenerse en modelar con tino de relojero un espacio en el que aparecen los personajes casi sin dialogar entre ellos en la primera parte de la obra; el narrador nos ofrece sus voces asordinadas tras la cortina de la suya y nos deja a solas con sus actos, a los que hay que estar realmente atentos para completar unas personalidades a veces sugeridas. Parece como si estuviera más preocupado en un principio, como decía, en crear los rincones y las espaciosas avenidas donde convergen las vidas de estos individuos antes de dejarlos campar a sus anchas. La asociación de Dressler con Dundee (un hacendoso hombre que trabaja en el mantenimiento del Vanderlyn), la toma de contacto con Harwinton (un publicista lector de los Principios de la psicología de William James, tan en boga por aquel tiempo) y la empatía visionaria el diseñador Rudolf Arling convierten al joven en, primero, un prometedor empresario de una cadena de cafeterías y, luego, en un deslumbrante y quimérico creador de arquitecturas hoteleras que se plantean como microciudades dentro de la ciudad en las que se mixturan elementos teatrales y pastiches museísticos con grandes almacenes y ambientes rocambolescos. A medida que avanza en su carrera empresarial, sus hoteles van adquiriendo un misterioso toque que termina en el delirio absoluto del Gran Cosmo.
Steven Millhauser podría convencer a los lectores de ciencia-ficción que esta es su novela; también podría hacer lo mismo con los amantes de la narración decimonónica. A aquéllos los atraparía por la agudeza de la imaginación del protagonista llevada hasta el paroxismo en su afán por ver más allá de su propio presente con un cerebro en continua incandescencia (de haber materializado todos sus sueños, Dressler hubiera convertido Nueva York en la Metrópolis de Fritz Lang); a éstos les atraería la mera forma de narrar que concede homenajes sesgados al Realismo con una trama sentimental en la que no falta una curiosa forma de adulterio. Su extraño hibridismo convence también por sí solo a los que no se encuentran en ninguno de estos polos estilísticos.
En el modélico y tradicional Hotel Vanderlyn los cuadros de las habitaciones cantan, cual cisne moribundo, la caída de un mundo de referentes urbanos que se desmorona ante la llegada de otras representaciones que tendrán lugar en el recién estrenado siglo XX: las vistas del Gran Canal, de la Torre de Londres y del Arco del Triunfo palidecen ante la llegada de las litografías coloreadas con imágenes de Central Park, el Puente de Brooklyn o Madison Square. Esta novela resulta una excelente forma de revivir un tiempo en el que Manhattan se estaba convirtiendo en lo que el imaginario occidental entendería con una la Gran Urbe, copiada, representada, fotografiada hasta la saciedad en nuestros hogares.
Las críticas que le dedicaron las revistas de arquitectura a la última gran alucinación de Martin Dressler en la novela, el Hotel Gran Cosmo, fueron devastadoras. Se pregunta el narrador que tal vez castigaran a su dueño por crear “algo más profundo que un crimen, por un deseo, por el deseo prohibido de crear el mundo”. Que conste que Steven Millhauser lo hace, pero a cambio le concedieron el Pulitzer en 1997. No hay nada más que añadir.
Steven Millhauser
Libros del Asteroide, 2011
ISBN: 978-84-92663-45-3
272 páginas
21,95 €
Traducción de Marta Alcaraz
Premio Pulitzer 1997
Manolo Haro
Qué duda cabe de que en la ficción el principio activo del mundo es el narrador, un fuerza demiúrgica que va compactando el terreno, pasando las hojas del calendario, aproximando el oído con suma delicadeza a las agujas del reloj para que éstas avancen o retrocedan, y posando a sus personajes recién nacidos en un limbo que dejará de serlo en cuanto el lector reactive el fluir de la historia con su imaginación. Es difícil crear un mundo. Más aún si ese mundo se llama Nueva York y está surgiendo entre la niebla que sube del Hudson en el siglo XIX, una bruma que desperfila tímidas grúas, trechos rocosos y un ganado que pace con un ojo puesto en la hierba y otro en los primeros rascacielos que erupcionan con el magma novedoso del acero industrial. Entre el celaje matinal de la Nueva Babilonia escribe Steven Millhauser esta prodigiosa fábula llamada Martin Dressler. Asistimos a la creación una obra de solvente arquitectura literaria que corre a la par con la construcción de un mundo de interiores y exteriores decimonónicos que hacen que la novela tenga el valor de una caja preciosa taraceada con mimo por un artesano habilísimo.
La línea cronológica de la existencia del protagonista viene jalonada por sus hitos en el mundo de los negocios a partir de la ayuda que le ofrece a su padre en una tabaquería de un barrio lleno de inmigrantes judíos alemanes. Dressler medra a fuerza de empeño, agudeza y perspicacia. Vanderlyn es el nombre del hotel que le sirve para ir saltando de un puesto a otro hasta entender las matemáticas inciertas del riesgo empresarial. Su propietario, el señor Westerhoven, se cierra en banda ante cualquier novedad, cosa que el joven aprendiz respeta pero no acepta. En el río caudaloso del trabajo incesante, el agua se remansa con el amor, pero será aquí donde surjan los verdaderos conflictos de intereses de Martin Dressler. Su cómoda posición social, con veintipocos años, lo coloca en una situación ventajosa para moverse en ese Nueva York de fin de siglo. El encuentro con Margaret Vernon y sus dos jóvenes hijas, Caroline y Emmeline, cambiará el curso de sus días para siempre.
La novela prescinde de datos accesorios. Su elegancia reside en entretenerse en modelar con tino de relojero un espacio en el que aparecen los personajes casi sin dialogar entre ellos en la primera parte de la obra; el narrador nos ofrece sus voces asordinadas tras la cortina de la suya y nos deja a solas con sus actos, a los que hay que estar realmente atentos para completar unas personalidades a veces sugeridas. Parece como si estuviera más preocupado en un principio, como decía, en crear los rincones y las espaciosas avenidas donde convergen las vidas de estos individuos antes de dejarlos campar a sus anchas. La asociación de Dressler con Dundee (un hacendoso hombre que trabaja en el mantenimiento del Vanderlyn), la toma de contacto con Harwinton (un publicista lector de los Principios de la psicología de William James, tan en boga por aquel tiempo) y la empatía visionaria el diseñador Rudolf Arling convierten al joven en, primero, un prometedor empresario de una cadena de cafeterías y, luego, en un deslumbrante y quimérico creador de arquitecturas hoteleras que se plantean como microciudades dentro de la ciudad en las que se mixturan elementos teatrales y pastiches museísticos con grandes almacenes y ambientes rocambolescos. A medida que avanza en su carrera empresarial, sus hoteles van adquiriendo un misterioso toque que termina en el delirio absoluto del Gran Cosmo.
Steven Millhauser podría convencer a los lectores de ciencia-ficción que esta es su novela; también podría hacer lo mismo con los amantes de la narración decimonónica. A aquéllos los atraparía por la agudeza de la imaginación del protagonista llevada hasta el paroxismo en su afán por ver más allá de su propio presente con un cerebro en continua incandescencia (de haber materializado todos sus sueños, Dressler hubiera convertido Nueva York en la Metrópolis de Fritz Lang); a éstos les atraería la mera forma de narrar que concede homenajes sesgados al Realismo con una trama sentimental en la que no falta una curiosa forma de adulterio. Su extraño hibridismo convence también por sí solo a los que no se encuentran en ninguno de estos polos estilísticos.
En el modélico y tradicional Hotel Vanderlyn los cuadros de las habitaciones cantan, cual cisne moribundo, la caída de un mundo de referentes urbanos que se desmorona ante la llegada de otras representaciones que tendrán lugar en el recién estrenado siglo XX: las vistas del Gran Canal, de la Torre de Londres y del Arco del Triunfo palidecen ante la llegada de las litografías coloreadas con imágenes de Central Park, el Puente de Brooklyn o Madison Square. Esta novela resulta una excelente forma de revivir un tiempo en el que Manhattan se estaba convirtiendo en lo que el imaginario occidental entendería con una la Gran Urbe, copiada, representada, fotografiada hasta la saciedad en nuestros hogares.
Las críticas que le dedicaron las revistas de arquitectura a la última gran alucinación de Martin Dressler en la novela, el Hotel Gran Cosmo, fueron devastadoras. Se pregunta el narrador que tal vez castigaran a su dueño por crear “algo más profundo que un crimen, por un deseo, por el deseo prohibido de crear el mundo”. Que conste que Steven Millhauser lo hace, pero a cambio le concedieron el Pulitzer en 1997. No hay nada más que añadir.
3 comentarios:
Pensé en pillarla el otro día. Después de esto, la compro fijo.
Cómo sabes ponernos los dientes largos...
¿Cómo me tomo lo de la ciencia-ficción y el Realismo? ¿Es una nueva etiqueta literaria? La reseña está bien, aunque no sé si me deja muy claro si soy una lectora propicia para este tipo de cosas. La buscaré por las librerías de Alicante. Gracias.
Muy interesante este libro. Os dejo una reseña que hice de él:
http://www.elplacerdelalectura.com/2011/10/historia-de-un-sonador-americano-martin.html
Publicar un comentario