La casa donde se esconde el sol
Kike del Olmo
Alcalá Grupo Editorial, 2010.
ISBN: 978-84-15009-01-6
144 páginas
14,90 €
Prólogo de Javier Nart
Ilya U. Topper
Es con mucha ilusión que uno abre un librito con el extraño título de La casa donde se esconde el sol, cuando le dicen que se trata de un viaje hacia el pueblo gitano. Concretamente del viaje de un fotógrafo que va desde España hasta la India (y vuelta) buscando en cada país a los de la raza calé y rodando un filme documental sobre sus vidas.
Uno, que es plumilla y ha visto lo suyo entre los compañeros, está dispuesto a perdonarle a un fotero ―Kike del Olmo es fotógrafo de profesión― la ortografía, las haches mal colocadas y los topónimos transcritos con más fonética que corrección, no sin cierta nostalgia por el venerable y ¿extinto? oficio del corrector de pruebas. Lo que importa, en fin, es la historia.
Y esa historia la va buscando uno conforme pasan las páginas y el fascinante arranque en un bar de mala muerte, pero no suficientemente mala, en Calcuta, deja paso al viaje. Uno se impacienta un poco cuando acaba sabiendo ya todo sobre los achaques del todoterreno de segunda mano con el que la pareja protagonista hace el camino de Barcelona a Delhi, los humores de la policía en los Balcanes y los ritmos vitales de la acompañante, antes de haberse encontrado con un solo gitano. Cuando por fin aparecen algunos representantes, uno celebra por supuesto, la delicadeza del fotógrafo en asignarle “a la mayoría” nombres supuestos, para evitarles consecuencias indeseadas, pero dado que no hay más explicaciones, uno se queda sin saber si las diputadas gitanas, activistas o víctimas de la discriminación se han quedado con su nombre auténtico o no: no será fácil utilizar el libro como documentación.
De todas formas, documentación no hay. Si aparecen cifras de porcentaje de población gitana en los países recorridos, o número de hablantes del romaní, o legislación referida a grupos étnicos o estudios sobre discriminación, es por casualidad. Durante algunas páginas, uno tiene la sospecha de que si aparecen gitanos es por casualidad. Y cuando por fin la pareja se queda a vivir tres días en casa de una familia rom, la experiencia se ventila en mucho menos líneas que la que merece un arreglo mecánico del coche.
No negaré que el viaje tiene su emoción ―cruzar Asia en un viejo cuatro por cuatro lo tiene― pero no es eso lo que nos prometieron en la portada. Aquí no hay nada de la mirada antropológica de Isabel Fonseca (Enterradme de pie). Partíamos de la idea de que la India es la patria de los primeros gitanos y una lista al inicio del libro documenta el parentesco entre las lenguas hindi y el romaní, pero cuando por fin la expedición llega al subcontinente y explora las tribus que tal vez más cerca estén de esa supuesta población de origen, el autor no tiene inclinación en volver a indagar en la cuestión lingüística.
Y pese a la emocionante y gráfica descripción de las familias que desfilan ante la cámara del fotógrafo, nos quedamos con más dudas que certidumbres. Cuando el autor dice que esta gente, de muy modesta vida, raramente puede echar a la cazuela un trozo de pollo o de carne ¿eso significa que son musulmanes? ¿o son hindúes que no cumplen las normas vegetarianas? ¿O tal vez paganos que no se reconocen en ninguna de las grandes religiones indias? Si usted buscaba aquí el origen de los gitanos, cuyas camaleónicas costumbres religiosas nos asombran en Europa ¡ahora nos podría haber ilustrado!
Menos mal que queda la vuelta: Irán, Turquía, Balcanes... Oportunidad para añadir unas pinceladas a un cuadro que ha dejado grandes espacios en blanco en la primera parte. Pero las anécdotas con payos siguen ganándole en varias páginas a las experiencias con gitanos. Es sólo en Finlandia, donde se toca por un momento la cuestión de la integración de los romaní en la sociedad paya y el obstáculo que constituye el propio código gitano, el romanipen: las gitanas no pueden trabajar en centros comerciales de varios pisos porque ese código impide que una mujer se halle físicamente por encima de un hombre. O así lo asegura una gitana finlandesa. Y el autor se queda ahí, y nos deja solos con la pregunta si los gitanos nunca pueden vivir en bloques de pisos ―en Sevilla lo hacen― o si el romanipen no es tan universal como dicen, o qué demonios pasa.
Y eso no lo arregla la escena final, por bella, por emocionante, por arrebatadora que sea: la de una gitana en Algeciras vibrando al ritmo de una canción ajena. Se acabó el viaje y uno se pregunta qué ha aprendido.
Uno desea ver el filme que ha grabado Kike del Olmo: ¿tal vez todo eso esté explicado ahí, mientras este librito nos sea más que el 'making of' desenfocado, una serie de instantáneas graciosas del 'set' de rodaje? Tal vez. Pero los lectores nos quedamos con las ganas. Hay libros tras cuya lectura uno impondría al autor una orden de alejamiento de papel y lápiz. En este caso, no: uno le condenaría a repetir el viaje, fijarse mejor, documentarse y contárnoslo de verdad. Es que hace falta, ¡por mis muertos que hace falta!
1 comentario:
En mi caso, la condena sería tener que leer el libro.
Muchas gracias, Ilya, por advertirnos de estas cosas.
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