El retorno de Eurasia. 1991-2011
Francisco Veiga y Andrés Mourenza
Península, 2011
ISBN: 9-788-499-4212-92
492 páginas
28,50 €
Ilya U. Topper
Corrían los años noventa y a una revista semanal española
se le ocurrió sacar un reportaje sobre las repúblicas centroasiáticas, esas que
están ahí en alguna parte que en nuestros atlas de colegio seguramente había
una mancha blanca y que se llaman todas igual, o casi, y que además a nadie le
importan. La revista tuvo la idea de añadir un mapita para orientar al lector.
Y el infografista tuvo la idea –deduzco, conociendo a los infografistas– de
poner en letra pequeña el titular “Ensaladilla rusa”.
Casi 20 años más tarde, precisamente los que median entre
que picaron las cebollas y batieron la mayonesa, quiero decir entre el derrumbe
de la Unión Soviética, y el día de sentarnos hoy a la mesa, a alguien se le ha
ocurrido sacar la ensaladilla de la nevera y ver cómo está de apetitosa.
Concretamente, se le ha ocurrido a Francisco Veiga, profesor de Historia de la
Autónoma de Barcelona, y Andrés Mourenza, corresponsal de la agencia Efe, a la
sazón en Estambul y hoy en Atenas (que es harina de otro costal).
Y resulta que aquel plato está de lo más apetitoso. Para
los comensales de Moscú, Pekín, Ankara, Washington y Bruselas, quiero decir,
aquellos que todas las mañanas se toman un trago de petróleo en ayunas y
esnifan gas natural. Todos ellos están hincándoles los tenedores a esa
ensaladilla, y a veces en los dedos, como quien no quiere la cosa. Es
fascinante, sí.
Lo que tiene una digestión algo más pesada es,
aparentemente, el libro. Sobre todo si usted lo empieza desde el principio y
lee hasta el final, cosa recomendada porque sigue un orden cronológico. Y no
tan recomendada porque usted puede engolliparse en el primer tercio, si no
tiene tanto interés en saber exactamente qué porcentaje del dinero de la CIA se
llevaba cada uno de los pistoleros afganos que entonces -hablamos de los años
ochenta- aún no se llamaban yihadistas sino muyahidines o cómo los de Jomeini
se cargaron al partido kurdo iraní marxista en el 79. Si lo quiere saber, desde
luego -y son cosas que no está nada mal
saber, porque de aquellos huevos vinieron estas mayonesas-, este libro es una
mina de caviar.
Ésta es una de las ventajas e inconvenientes del libro: algunos de los ensayos que lo componen
son tan extremamente detallados que sólo interesarán a quien realmente necesite
información muy específica o es un gourmet de la Historia. Nada para hacerse
una idea general de si la ensaladilla pica o no. Pero si usted está aburrido de
degustar platos para turistas y quiere la receta exacta, sí, aquí la tiene. Si
no es usted académico, casi sáltese el capítulo de "Estrategias para Eurasia",
que tiene ese regusto de chef Michelín que deconstruye tortillas a base de
analizarlas. Pero hay bocados suculentos alrededor: podrá usted enterarse quién
le puso los cuernos con quién en los clanes kirguizes y qué floristería de
Belgrado mandaba las rosas a Georgia y los tulipanes a Kirguizistán para sus
respectivas revoluciones, y hasta qué jardinero estadounidense ponía el abono.
Es un decir.
Si usted le tira más el aspecto periodístico, la sección
tercera, "Nuevos y Viejos Actores", es de esas tapas que no vale dejar en el
plato. Ahí tiene cuatro pinchos: Afganistán y Afpak (=Pakistán), Llegan los
turcos (a Asia central), La incógnita china (pero algo menos incógnita tras la
lectura) y El bunker iraní (nada impenetrable para usted, a partir de ahora).
Si aún le queda hambre, léase la cuarta parte: diría que
lo del Cáucaso huele que alimenta, aunque en realidad huele podrido, y sobre
todo huele a petrodólares saudíes, como casi todo lo que hoy día se llama
islam. Luego tiene La eterna cuestión kurda, desde sus orígenes hasta hoy (en
la medida que algo eterno tiene principio), que es también trago obligado si
alguna vez ha querido hincarle el diente a esa patata caliente. Después, una
vez más, la revolución kirguiz, y van tres, pero eso es como las tortillas:
cada uno la hace a su manera y siempre sabe distinta. Y finalmente está la
sorpresa del menú, o cómo Israel está intentando untar el Cáucaso y patés
adyacentes en su rebanada de pan. Lo de untar quizás no sea un decir.
Falta el postre: “Eurasia, fijando el concepto”, por el
propio Veiga. Como un buen flan, rellena los huecos entre la comida y convierte
todo en una masa digerible. Aunque teniendo en cuenta que la digestión cerebral
no siempre funciona igual que la intestinal, yo incluso recomendaría empezar
con este postre y, una vez fijado el concepto, ir picoteando del resto de las
tapas, según le conviene, le interese o necesite documentarse. Sobre todo si
usted no tiene estómago para atiborrarse en un par de sentadas con 490 páginas.
Un consejo, eso sí: el libro lleva, a la académica
manera, notas al final, y aunque en algunos textos puede creer que son sólo de
bibliografía y no vale la pena meter un palillo de dientes, en otros serán
fundamentales para entender de qué habla el autor. Así que no se me deje las
migas, que también alimentan. Y otro: para mantel pídase un gran mapamundi,
porque el único boceto que viene en el libro corre riesgo de quedarse corto.
Un aplauso para los cocineros. voy a citarlos de
corridilla porque son muchos, algunos son amigos y no quiero que nadie me acuse
de arrimar el ascua a sus sardinas. Ahí van: aparte de los chefs Francisco
Veiga y Andrés Mourenza, han metido cuchara Ana Cardenes, Arturo Esteban,
Carlos González Villa, Daniel Iriarte, Pablo Martín, Carles Masdeu, Ricardo Mir
de Francia, Agus Morales, Nicolás de Pedro, Antonio Pita, Juan Sánchez Monroe y
Luis Sánchez. Ea, que aproveche.
1 comentario:
No se me ocurre un modo ingenioso de expresarlo: reseña colosal.
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