José Martínez Ros
Llega el otoño. Refresca por las noches,
una primera hoja se desliza, verde y ocre, desde la capa de un árbol, toca
reincorporarse a la rutina laboral. También puede ser un buen momento para
reencontrarse con el más secreto de los géneros literarios: la poesía.
La bicicleta del panadero
Juan Carlos Mestre
Calambur, 2012
ISBN: 978-84-8359-238-0
480 páginas
25 €
“Pocos confían en las multiplicaciones
bíblicas / Nadie encuentra en el río pepitas de oro / Ningún periódico trae un
ruiseñor en la primera página.”
Empezamos por el leonés Juan Carlos
Mestre, uno de los autores más asombrosos de la literatura española actual. Un
libro como La bicicleta del panadero (Editorial Calambur) parece
capaz de traducir el mundo con ojos nuevos gracias a su fuerza imaginativa, a
la alquimia incansable de sus versos (en la que se advierten ecos perfectamente
asimilados de Pound, Whitman o Gamoneda). Mestre está
dispuesto a demostrarnos que no es surrealista el poema sino la realidad. La
realidad transfigurada por el alcohol, el amor o el insomnio, inconcebible y
terrible en su belleza.
"Es la hora de la noche y sus duras
arrugas que la luz derretirá temprano. La hora de las cremalleras cerradas
hasta el cuello y los finos dedos que desenroscan la cantimplora. Cuando
ciertos ancianos, ciertas aguas carcomidas por el cáncer, ciertas inconcebibles
narraciones distraídas por el contador mentiroso abandonan la escena de los
boulevares La hora del reloj de pared y el teléfono móvil que suena en la
sepultura. La hora de los mercados y las camas donde se entrelazan los convidados
a no despertar tras los tabiques del Hudson.
Eras a la que por primera vez pregunté
quién era / Un animalito azul que toca el violín entre las nubes teñidas de
Chagall / La aldea que comienza en agosto la corcita tumbada sobre el orégano /
Eras la lluvia con cabeza de alfiler el inicio del agua / La reina la luna
envejecida por la noche del padre / Eras lo que veo cuando miro una campana con
los ojos cerrados / Lo naciente tantas veces al día lo escuchado sin que se
oiga."
Los poemas de Juan Carlos Mestre adoptan
distintas formas: versos libres, versículos, letanías, oraciones y, en muchas
ocasiones, el monólogo de un individuo que contempla el mundo desde una
perspectiva a veces irónica, a veces teñida de entusiasmo o de dolor, que
desafía con la lógica de las emociones las servidumbres del lenguaje, que trata
de definirse, de reivindicar su autonomía estética, su derecho a buscar la
felicidad y su rechazo al sufrimiento y los fantasmas de la historia.
"[…] y más de ciento cincuenta mil
campesinos, según datos del Ministerio de Agricultura de la India, utilizaron
los pesticidas, adquiridos bajo préstamos de usura, para suicidarse, óyelo
bien, para suicidarse. En Kerala, en Karnataka, en Andhra Pradesh, terminada la
primavera, se recoge el algodón para los saris blancos de las vestidas de
luto.
No fue, desconfiaba de la pureza del
dolor / Y la ilimitada tristeza de los funcionarios / No puso ningún libro por
almohada / La minoría es él, también la muchedumbre / Alguna estrella debería
llevar su nombre / Algún solitario girasol entre los zarzales / Algo que no
hizo: callarse."
Después de leer La bicicleta del
panadero (y su libro anterior, el también magnífico, La casa roja)
tengo dos certidumbres: Mestre es un poeta mayor y somos afortunados por el simple
hecho de ser sus contemporáneos; y lo seríamos mucho más, si mucha más gente lo
leyera: el mundo empezaría a cambiar.
Cartas del verano de 1926
Marina Tsvietáieva, Borís Pasternak y
Rainer Maria Rilke
Minúscula, 2012
ISBN: 978-84-9558-788-6
439 páginas
25 €
Traducción del ruso de Selma Ancira,
del alemán de Adan Kovacsics y de los poemas por Selma
Ancira y Francisco Segovia
Edición e introducción de Konstantín
Azadovski, Evgueni Pasternak y Elena Pasternak
Difícilmente se podría decir que las
traducciones de la poesía rusa -de un país de enormes poetas que, durante el
periodo estalinista condenó a buena parte de sus desgraciados contemporáneos
literarios al exilio, la muerte, la locura y un número casi infinito de formas
de degradación- sean muy populares, y la razón es muy clara: en contra de lo
que sucede con la poesía en lengua inglesa, francesa o italiana, parece que no se
ha encontrado el modo de traducir a los clásicos rusos al español (y sí, no
obstante, a sus grandes novelistas) sin que se pierda su esencia, es decir, la
misma chispa de su poesía. Así, mientras que todos hemos leído traducciones más
o menos brillantes de Blake, Baudelaire, Shelley o Leopardi,
en las que, a pesar de los pesares, admirábamos un reflejo de la fuerza, de la
visión, del original, creo que nadie o casi nadie ha experimentado lo mismo
con Ajmatova o Pushkin.
Esa es una de las razones, y no la
única, por la que me ha parecido tan extraordinario este libro, que con el no
demasiado atractivo título de Cartas del verano de 1926 nos trae la
joven editorial Minúscula. Superficialmente, su contenido sólo debería atraer a
eslavistas y a recopiladores de anécdotas literarias: recoge la copiosa
correspondencia que mantuvieron dos de los mayores líricos rusos, Marina
Tsvietáieva y Borís Pasternak, entonces dos jóvenes y muy entusiastas
poetas de una Unión Soviética en la primera etapa de su Revolución, con su
admirado Rilke, el autor de las Elegías de Duino, el mayor poeta de
lengua alemana del siglo XX, al que no le quedaba demasiado de vida. Digo
“superficialmente”, porque este mágico epistolario se lee con una pasión
arrolladora. No es que sólo resulte fácil de leer -gracias a la impagable labor
de los traductores-, sino que es complicado no prendarse de él.
Así conocemos al tímido y
prudente Pasternak, al que aún faltan décadas para convertirse en Premio
Nobel, en el autor de Doctor Zhivago. Al sabio y cansado Rilke,
acosado por la enfermedad Y sobre todo, a la apasionada, egoísta, inteligente y
arrebatadora Tsvietáeiva, que si hubiera sido una ficción, y no un ser de
carne y hueso (con una desgraciada biografía) podría haberse convertido en uno
de los grandes personajes femeninos de la historia de la literatura.
Sencillamente, es imposible leerla y no enamorase un poco de ella.
"Sumergirme profundamente en mí
misma y después de días o años -en algún momento súbitamente- devolverlo como
una fuente, profundidad convertida en altura, con el dolor mitigado,
transfigurado Pero no relatar: he escrito a este, he besado a aquel. “Alégrate, pronto llegará el fin” –dice
el alma a mis labios. Abrazar a un árbol o a una persona –para mí es lo mismo.
Es lo mismo."
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